Cuando el murmullo en vez de habitarnos retorna desde afuera. (III)

Hacia el final del primer libro de Wolfson que venimos comentando, “Le Schizo et les langues”, el así llamado “estudiante de lenguas esquizofrénico” nos hace partícipes de un descubrimiento, de una “revelación”, al tiempo que esboza la esperanza de un futuro apaciguamiento con sus padres y con la lengua materna. Siguiendo una de sus prácticas masoquistas le sobreviene un día la “verdad de las verdades”. Consiste ésta en que la vida es absolutamente injustificable, no precisa por tanto del saber, ni siquiera saber y vida se contraponen, incluso devienen ambos indistinguibles. Un paradójico hallazgo en forma de una certeza desmontadora de certezas. No es la aceptación del azar o de la contingencia lo que desmonta la certeza sino otra certeza.

Aquí damos la razón a Deleuze cuando dice que su procedimiento permanece en cierto modo improductivo al no poder salir vencedor de la sinrazón, al no poder desprenderse de las figuras que lo aprisionan. Veíamos en la anterior entrega cómo Wolfson trabaja el lenguaje astillado con sus procedimientos lingüísticos. Veíamos cómo se trata de un tratamiento sobre las astillas que se clavan. Por tanto, no sobre un lenguaje simbólico sino sobre los fragmentos que han escapado radicalmente de todo orden de la significación. Y debido a esta falla simbólica el tratamiento sobre las astillas es, a su vez, astillado. Para poner un límite a la vibración de la voz materna que hace vibrar en una continuidad de cuerpo el de su madre (cuerdas vocales) y las cavidades del suyo (tímpano), recurre “el hijo demente” a vibraciones sustitutivas aunque, eso sí, provenientes de lenguas de la tradición familiar. Un mínimo simbólico fallido, pero suficiente para sustentar su inmenso trabajo reconstructor. Su locura es un loco proceder contra la locura. De ahí que la optimista apuesta de Deleuze por los locos procederes para acabar con las figuras mamá-papá sea puesta aquí en tela de juicio. No será desde la falla simbólica que podamos acceder a otras (más alegres) categorías. Aunque desde el psicoanálisis de orientación lacaniana se comparta ese objetivo, el camino parece apuntar a un servirse de ello para prescindir de ello. A la ausencia de un vaciamiento de la cosa en la palabra Deleuze lo llama “historia de amor”. Mucho nos sentimos que para llegar a ese esperado puerto el barco tiene que haber soltado bastante lastre. De acuerdo que siempre queda un resto rebelde. Y de acuerdo que es con este resto rebelde que la (buena) literatura trata. ¡Qué aburrimiento si no! Pero es tras un vaciamiento que puede surgir esa historia de amor con lo que excede a lo simbólico. Un poco a la manera de Spinoza cuando decía que la libertad sobre la ley sólo se alcanza una vez que aquella queda impresa en nuestros corazones.

Más allá de las desavenencias personales entre Deleuze y Lacan, subrayamos aquí el notable fondo de convergencia que los impulsa, con la excepción hecha del “optimismo” deleuziano. Sólo desde mentes atravesadas por el análisis estructural, que han sabido después darle a éste una vuelta de tuerca y arribar al entendimiento topológico de los conceptos, es entendible la insobornable apuesta por el trabajo sobre lo real, una apuesta que la infatuación de las categorías simbólicas deja de lado. ¿Pero cómo podremos decir hoy lo que el decir miente cuando la esperanza no está puesta ya en la escucha?  … Quizás sea nuestro imposible a abrazar, pero no cínicamente.

 Escrito por: Zacarías Marco

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