Te doy mi palabra.
Y eso es exactamente cuanto uno puede dar: palabras con tinte de verdad que se va con los lavados. Cuando uno trata de decir sobre la verdad, como si fuese el único capaz de apresar el noúmeno Kantiano, no da más que los significantes que le sirven para sostener algo de lo que probablemente ni sabe que anda por ahí. Porque, precisamente, si hay algo de verdad es la que transita en los huecos, en las comas. Pero de esa verdad inatrapable el defensor de “su palabra” nada quiere saber. Cuando la verdad quiere girar en la boca en torno al ser de una u otra cosa, en realidad se disuelve en la saliva arrogante de quien enuncia. “Las cosas son así…” “Cuando se enteren ustedes de lo que x en realidad es…”, y un sinfín de ontologías pretenciosas, en realidad de andar por casa. Estos ontólogos de tribuna de mercadillo, pretenden vender sus noúmenos a personas cuya inteligencia desprecian “¿Cómo puede ser que yo sepa ya lo que son las cosas, y tú no? Anda, ven que te ilumine…” Han creído delirantemente que efectivamente han tocado al ser de algo, como si el ser fuera estático, inmutable, y además, accesible al entendimiento humano sin gran esfuerzo.
Damos palabras todo el tiempo, es lo que nos constituye a esta panda rara de animales que somos. Pero creer que nuestras palabras dicen la verdad es demasiado creer. Nuestro decir es un mal-decir que en ocasiones y no sin coste, puede tornar un poco bien-decir. No es a voluntad que se hace esto, y por ello el primer paso hacia un bien-decir, podría ser el estar alerta de nuestros límites para conocer, y de nuestras resistencias para saber. De nuestros límites para conocer, da cuenta la Filosofía, de las resistencias para saber, el Psicoanálisis. No es casual que nos encontremos a menudo con que quien más cree conocer, es quien más resistencias tiene a saber. Armar con palabras un muro impenetrable donde nada del saber puede tocarse. Decir muchas palabras y adornar el discurso de retórica simulando, y hasta creyéndose uno mismo, poseer el noúmeno, el acceso al ser de la cosa. Pensando que unos tienen el password para tal acceso, y otros, pobres, no. Ignorando que en realidad, puesto que el ser deviene constantemente, es imposible dar cuenta de la verdad en términos absolutos. Si pudiéramos tocar la verdad, en cuanto ésta es puesta en nuestras palabras, pierde algo de sí, se convierte en medio verdad al atravesar los filtros de la traducción del sujeto. Enunciar es siempre una tentativa de decir, que logra su cometido sólo a medias. Uno no logra decir del todo lo que quiere decir, el otro no escucha del todo lo que el otro dice, y en el medio, la verdad. Entonces tenemos: que uno no puede acceder del todo a la verdad; que una vez quiere decir algo de ella, sólo puede decirla en parte, ignorando lo que queda en los huecos entre sus palabras; que lo que dice está ya alterado por la propia traducción en la enunciación, la traducción de lo que uno capta del ser a lo que puede decir de lo que capta; que el otro, hace su propia lectura de lo que escucha. La verdad, así, se escabulle entre intenciones, huecos, tocables e intocables.
¿Quién puede entonces afirmar esto en verdad es? ¿Quién cometería una osadía tan atrevida como tonta?
Escrito por: Marta García de Lucio