Ultimamente he participado en (demasiadas, quizá) mesas redondas de crítica. Hay un aspecto que hace tiempo me molesta, y que salvo algunos que sí entienden exactamente de qué se trata, que consiste en una actitud, ¿cómo diría? de sobrevuelo, donde consideraciones psicológicas, históricas y otras circundan los textos sin decir, en definitiva, nada de ellos.
Eso sí, el crítico es canchero e ironiza acerca de la figura comentada – siempre en nuestra koiné, nuestra lengua común, el francés – pero en el fondo se le nota a la legua el resentimiento por no ser él el comentado, mimado, alabado. En este punto las protestas – sin duda legítimas, contra la dependencia cultural – son un expediente para confesar la propia impotencia.
Leer, lo que se dice leer, para lo cual hay que tomar antes que nada distancia con el yo, (no confundir el yo con el sí mismo,) son pocos los que lo hacen, porque hay que llevar un texto al límite de sus imposibilidades para leerlo…
Si uno no entiende la crítica en el sentido eminente de Blanchot – el crítico desaparece en lo que escribe y sólo reaparece allí con las «intermitencias del corazón» de que hablaba Proust, como fundido con esas palabras iniciales y terminales que representan a nadie y a todos, a cualquiera que allí se ubique, en definitiva – el crítico se transforma en un glotón empachado con lo que lee.
Juan Ritvo: Imprudencias Breves
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