John Clellon Holmes ; EL GRAN RECORDADOR

John Clellon Holmes fue un gran escritor, y un gran amigo de Jack Kerouac. Este texto es uno de los grandes testimonios sobre él y su obra. Es un ejercicio de lectura y un panegírico. Muestra negro sobre blanco que Kerouac era el sujeto de su poética. Que los lectores la renuevan infinitamente. Desde el propio Holmes, a Victor-Lévy Beaulieu, pasando por Ann Charters, Joyce Johnson y Pierre Guglielmina. La corporación crítica, educada en el kindergarten de las letras, sigue hostil. Jack Kerouac solo quería escribir. Milita Molina escribió esta traducción.

HS

John Clellon Holmes

EL GRAN RECORDADOR

(Traducción de Milita Molina)

“Un gran recordador¹ salvando la vida de la oscuridad”, así se describía Kerouac. Pero es también un fenómeno norteamericano, como un indio en una estación de gasolina en el Gran Cañón, el atleta artista, el trascendentalista vagabundo, el solitario célebre. Y a pesar de toda la tontería pública sobre “El rey de los beatniks”, permanece tan único, fundamental y oscuro como las Cataratas del Niágara, que de tan miradas ya no pueden ser vistas.

Aunque ya ha creado un cuerpo de obras mayor que la de cualquiera de sus contemporáneos, para la mayoría de la gente resume la imagen de un cazador de la sensación perezoso y despreocupado. Aunque esas obras crean un mundo denso y personal que es tan ricamente detallado como cualquier mundo literario americano desde Faulkner, continuamente es pensado como alguien que no es nada más que el poeta de las pastillas y el bardo del bebop. Y aunque es un innovador de la prosa en la tradición de Joyce, cuyos experimentos resisten la comparación con cualquiera de los más radicales vanguardistas del siglo, es permanentemente etiquetado como de mucho argot, como un Jack London que hace autostop, y trae un tufillo a marihuana y vagón, agotado en librerías de préstamo. En resumen, el tipo de escritor que sólo Norteamérica puede producir y que sólo Norteamérica podría malinterpretar con tanta obstinación.

Sólo tenemos que recordar a Melville “el escritor de las historias de mar de los muchachos” y a Whitman, el autor de “!Oh Capitán! ¡Mi capitán!” para reconocer de qué legado de negligencia nacional ha sido heredero Kerouac. Pero nuestra sociedad es benévola. No nos corresponde a nosotros condenar a Mark Twain al desván. No, en vez de eso, los admiramos como autores de vaudeville y después nos preguntamos por qué rechinan los dientes.

La vida “salvada de la oscuridad” descripta en los libros de Kerouac es nada menos que la totalidad de su vida real; y si el hombre (y es el hombre el que me preocupa aquí) puede abordarse a través de su obra, es porque esa obra no se preocupa por los hechos como tal sino por la conciencia en la que los hechos fundamentales son imágenes. Un montaje de esa conciencia puede desarrollarse así:

“Callejones de ladrillo rojo de Nueva Inglaterra. Las cenas de Brown en 1930. Terreno-fila de bodegas llenas de sombras. El boom de las zapatillas sobre tablas de atletismo. Garganta ahogada de amor bajo el girar de las luces del baile de promoción. Bares de Times Square durante la guerra. La cadera se burla en el parpadeo del neón. Intersecciones de octubre, medianoches de Butte, oscuridades de Denver. La impresionante pradera desde un fatídico camión. Fiestas de generación aulladas en cerveza. Albergue, colchones de borrachos. Rojos perdidos de crepúsculos en las paredes de adobe de México. Un crucifijo de un yonqui. Intersecciones, más intersecciones. Las inmensidades del Pacífico por la cabina de keroseno. Locos vagabundos del lluvioso Susquehanna. Luego todo otra vez. Intersecciones, desvanes, bares, meditaciones boscosas. Hasta Dios no es más que una superstición y La Verdad está en el vacío bendito de Buda y nuestra porción es para gemir por el hombre y mientras tanto esperar”

Este es el peso de la conciencia que enviste todos los libros de Kerouac (dieciséis hasta ahora), leerlos completos te deja exhausto, doblegado, confundido, despierto, deprimido, regocijado, irritado, divertido, pero por encima de todo silenciado: silenciado por esa inmensidad de distancia y esa eternidad de tiempo que la mayoría de las visiones religiosas y las drogas alucinógenas dejan entrever como la naturaleza verdadera de la realidad.

Una emoción extraña se agita en la garganta, la emoción que podrías experimentar si desde una gran altura has visto una figura solitaria andar a través de una llanura vacía en el crepúsculo.

Una punzada de la cualidad de lo creado intensificada por el terror nos reconcilia en el momento exacto en que nos entristeció. O como lo pone Kerouac atreviéndose a usar aquellos acentos huérfanos que en realidad murmuran detrás del alarde más moderno:

“Estoy escribiendo este libro porque todos nos vamos a morir– En la soledad de mi vida, mi padre murió, mi hermano murió, mi madre lejos, mi hermana y mi esposa lejos, nada aquí sino mis propias trágicas manos que una vez fueron guardadas por el mundo, una atención dulce que ahora abandonan para guiar y desaparecer en su propio camino a la común oscuridad de toda nuestra muerte, durmiendo en mi cama rústica, solo y estúpido: con este único orgullo y consuelo: mi corazón se rompió en la desesperación general y se abrió dentro del Dios , hice esta súplica en ese sueño.”

Este párrafo podría situarse como la llave hacia el hombre. ¿Pero qué clase de hombre es? Aunque pocos escritores modernos se han metido más sólidamente en sus libros, hay mucho más de Kerouac de lo que sugieren los libros, y tengo que admitir las dificultades de escribir sobre él: tanto está mi vida adulta entrelazada en nuestra amistad. Él me asombró con sus talentos, me enfureció con su obstinación, me educó en mi arte, me hizo daño con la indiferencia, maltrató mi imaginación, trastornó la mayor parte de mis nociones, y generalmente me ampliaba como escritor más que nadie que yo conociera.

Hemos discutido, y hemos gritado, y nos hemos emborrachado, y nos hemos tenido aversión, y nos hemos querido durante casi veinte años. Algunas veces aparece en mis libros directamente pero más a menudo manteniéndolo justo a distancia, y yo aparezco por acá o allá en los suyos bajo varios nombres aunque por lo general como un malicioso o, con más suerte, como el intelectual con migraña que toma prestado sus ideas, hace dinero con sus percepciones, y siempre trata de implicarlo en sofocantes dramas del yo. Y sólo una parte de su complicada naturaleza piensa así de mí. Por lo demás somos curiosamente cercanos. Representamos algo uno para el otro, todo lo que no somos nosotros mismos.

Nuestras mentes que funcionan de manera opuesta nunca han sido totalmente compatibles. Él es libremente contradictorio, yo tiendo a quedarme atrapado en mis convicciones; él absorbe, yo analizo, él es intuitivo, él medita, yo me preocupo, él busca la perfección en los otros y encuentra la existencia defectuosa, yo me siento atraído por lo defectuoso y creo en la perfectibilidad de la vida. Pero hay y hubo, desde el comienzo, un auténtico y generoso cariño entre los dos basado en un peculiar sentido de parentesco — desconcertante, enloquecedor, indescriptible — que ha hecho nuestra relación extrañamente fatídica para ambos. Por su parte pienso que él creía que yo era una persona de buena fe, pero después de un tiempo lo aburría. Por mi parte, lo que sigue puede sugerir un poco de lo que él significa para mí.

Nos hicimos amigos más rápidamente de lo que me he hecho amigo de alguna otra persona. En aquellos días todo en él era atractivo. Era generoso, impulsivo, sincero y muy guapo. No se veía como ningún escritor que yo conociera. No era cauteloso, obstinado, cínico, o competitivo, y si yo ya no lo conociera por su reputación, lo habría catalogado como un leñador poético o un marinero con Shakespeare en su casillero. Un Melville armado con el manuscrito de Tifón debe haber golpeado a los Brahmins de Boston de una manera muy parecida. Fornido, de mediana estatura, Kerouac tenía los brazos fibrosos, piernas musculosas y el cuello ancho de un hombre que se regocija en su vida física. Su rostro era tostado y de nariz firme, con la expresiva curva de los labios y los azules y de alguna manera tiernos ojos que te instalaban en un animal leal y sensible. Pero era la pureza en ese rostro despectivo o sonriente lo que te impactaba primero. Te dabas cuenta que las emociones afloraban en él sin trabas. Las madres se encariñaban con él de inmediato; lo veían atractivo, respetuoso, tímido incluso.

Las muchachas lo inspeccionaban, sus miradas fijas enganchadas en aquella huesuda belleza bretona, que aumentaba su aura de duro y de algún modo enterró al macho.

Era propenso a los cambios de humor: siempre había climas en su alma. Uno podía ver pasar las nubes sobre su sol, podías ver la luz yéndose de su rostro, se ponía triste como noviembre y se sentaba allí con un extraño peso sobre él, diciendo apenas lo mínimo, retraído, adusto y más allá de la ayuda de una broma, tan sombrío como una antigua casa de la Nueva Inglaterra durante una tarde lluviosa.

Pero cuando eso terminaba, su sonrisa era ingenua, radiante y optimista como la primera hora del sol de una mañana de mayo. Resplandecía con una creencia irresistible en la equidad de las cosas, que se ríen de él bajo su aliento, juguetón, cálido y trasmitiendo calidez, su mente fluyendo impetuosamente por su boca, sus ojos brillando con humor: todo en él rezumaba alegría por uno, simplemente porque uno estaba allí.

Tenía la cualidad del carisma, de la presencia, un entero fluir de ser, esto es, ni carácter, ni encanto, pero algo más evasivo y más raro: llámese la certeza, o el demonio; llámese una señal de la integridad del alma que algunas personas emiten como un aroma.

Lo amaras o lo odiarías, él estaba siempre ahí como una catarata está ahí o una serpiente. Kerouac tenía eso también. Siempre sentías la fuerte atracción por su especial visión del mundo. La unicidad de su yo era magnética. Era tan genuino como una veleta para el clima hecha a mano de ésas que continuamente viran con el viento. Estas personas pueden ser tan cansadoras como fascinantes, y esto no es porque vivan en otra frecuencia sino porque siempre viven ahí.

Sin embargo, esta cualidad de ser ahí es difícil de resistir, y yo le respondí en eso a Kerouac como uno responde a un reconocimiento del que no te das cuenta que lo has estado esperando hasta que llega. Ya que yo había estado esperando, y estaba descontento con la actitud afectada de la mayor parte de mis otros amigos. Me abrí a su exuberancia sin pensarlo un momento, y mientras tanto leí su novela, solo, una noche en el oscuro piso alto de Alan Harrington sobre la East 60th Street (misteriosamente lleno de viejos periódicos), buscando en aquella enorme bolsa negra los sucesivos cuadernos de notas, todos de tamaños diferentes y con márgenes llenos, con esa angulosa y fluida urgencia de marcar que tiene su letra. Leí por horas, cautivado como sólo la ficción, moviéndose profunda y segura hacia la realización de su mundo imaginado, puede cautivar alguna vez al lector. Estaba sumergido en el libro como uno puede meterse en un volumen de Thackeray o de Dickens o cualquiera de esas grandes novelas de tamaño natural del siglo XIX que simplemente estallaban con innumerables y fascinantes eventos, porque El pueblo y la Ciudad era precisamente una atestada y esencialmente idealista crónica de mucha gente que vive furiosamente a pesar del dolor que ha teñido su final. Asombrado por la energía del libro, también estaba secretamente aliviado de descubrir (siendo en ese momento un joven demasiado crítico, inseguro de sus propios dones creativos) que el libro no era realmente contemporáneo en el sentido de moda de aquel término: no amargado, angustiado, existencial, o Europeizado, de manera que «no planteaba ninguna amenaza» a las novelas sombríamente alegóricas que el resto de nosotros trataba de escribir. Esta insensatez era, desde luego, principalmente un modo de apaciguar mis preconceptos inmaduros del momento, que, una vez tirados, me liberaron al entusiasmo que se derramaba del libro como el agua de lluvia de una canaleta. De modo similar, reacciones contrarias por parte de la gente que debería saber aún mejor, persigue la mayor parte de las reseñas del trabajo de Kerouac con la queja implícita: “¿Por qué no es él otra cosa que lo que es?»

Pero más que el trabajo, era el hombre el que me atrajo. Era comprensivo, cambiante, sencillo, quijotesco, astuto, y locamente imaginativo. Siempre que estábamos juntos parecía que terminábamos al amanecer en una esquina de la calle, por ahí, todavía conversando. Él estaba cómodo en un sinnúmero de mundos fuera de mis espacios congestionados, librescos, y ya sea que estuviera concentrado en capturar algo o en ser capturado por algo, la visión de nuestra generación pasaría a ser excepcionalmente suya. En poco más de dos meses de conocernos éramos amigos lo suficientemente cercanos como para que me confiara el trabajo de sus diarios.

Reaccioné instintivamente al Kerouac que encontré ahí, el Kerouac que anota el acopio de palabras completadas cada día y luego suma su promedio total de bateo; el que celosamente registró sus depresiones con sus rayas y celosamente se alentaba o reconvenía a sí mismo; el Kerouac embriagado por los olores de la primavera pero encadenado en soledad al esfuerzo loco que es escribir una novela que de hecho intentó, con un desafío frustrado de atornillar la tierra una noche a simplemente un agujero para el pulgar en el limo y hermanarse con él para instalarse en la tarea; el Kerouac que quería soplar un montón de viento spengleriano en las velas de un libro que ya iba por sí mismo a toda vela; aquel que en esas depresiones en la mitad del pasaje por el mar de los sargazos que uno alcanza en la segunda mitad de un largo, agotador proyecto, pensativamente asombrado si, después de todo, su libro era “intelectualmente sustancial”, pero aquel, después de todo, que podría escribir finalmente:

Sept.9. Esta noche terminé y tipeé el último capítulo. La última frase de la novela: “Hubo hurras y saludos y besos y luego todos tomaron sopa en la cocina.” ¿Crees que a la gente de este pueblo no le gustará este último capítulo? O hubiera sido mejor si hubiera dicho “Todos tuvieron cena en el comedor…” Pero el trabajo está terminado.

En esos diarios vi los mismos problemas de trabajo que me estaban derrotando, pero cargados en los hombros hacia soluciones, vi mi propia confusión sobre los tiempos explicadas detalladamente, intentando fuertemente entender, forzado a su crisis y clarificado en el arte de la ficción y, por sobre todo, vi el hombre en la superficie de eso: no más afortunado que yo, incansablemente agarrado a su especial verdad como debe hacerlo cualquier escritor. Cuando había terminado el último cuaderno de notas sentí una emoción lo suficientemente desconocida y prolongada como para llamarlo ( aunque él no tenía teléfono en ese momento en Ozone Park), porque estaba lleno de orgulloso idealismo en nuestro oficio en común, una sensación aguda de lo que debía dar, que nunca había tenido antes; admiración por el intransigente, tierno, solitario, y furioso espíritu que hablaba en esas páginas, y algo más que yo no sabía ni reconocer ni manejar, algo casi familiar, como si en ese llevar la cuenta de su conciencia, la mía hubiera reconocido un fragmento de sí misma todavía inexpresado; como si el reflejo impulsivo en él, y el reflejo cauteloso en mí, fueran respuestas a un sentimiento idéntico sobre el mundo; como si él fuera un hermano más viejo y más salvaje completamente diferente a mí pero compartiendo la misma sangre, formados por la misma vida en la misma casa y encarnara la otra mitad de un rasgo de familia fuerte y ambivalente. Le escribí una larga y tortuosa carta intentando decirle esto pero perdido el sentimiento en el desasosiego.

Marco esa noche como el comienzo de una curiosa interacción entre mi naturaleza y la suya. La marco también como la noche en que comencé a ser escritor seriamente. Porque algo de mí había sido convocado: había vislumbrado las posibilidades y los costos de la vocación; había sido articulado lo que estaba naciendo en mi propia boca; yo había dado un primer paso hacia afuera, reconociendo (contra mis propias timideces) que la posición sobre la tarea que tenía este hombre, era una posición a través de la cual yo podría de algún modo entrar en lo mejor de mí, como un escritor.

En uno de los libros de Kerouac, «Duluoz» escribe a «Cody» que él está «poseído en mi mente por ti (piensa en lo que eso significa, trata de invertirlo suponiendo que refieres todas tus sensaciones a un tercero y te preguntas qué se opina de eso (….) suponiendo cada vez que escuchas una idea deliciosamente original (…) de inmediato la pusieras a verificar con la COSA CODY).”²  Durante algunos años, hice esto con Kerouac, chequeando mis ideas, mis percepciones, mis emociones, y aún mis frases más valientes con el Kerouac increíblemente astuto e inagotablemente creativo que, en mi imaginación, siempre miraba por sobre mi hombro. Cada escritor joven tiene un catalizador, y él era el mío. Más adelante su visión y su estilo probaron ser tan contagiosos para otros como lo fueron para mí durante esos años de principiante. Más adelante sería repetido mecánicamente con una literalidad que no era sino adulación. Lo que yo tomé de él no fue una voz, fue un ojo. “La realidad es detalles” como él diría, y uno va tan hasta lo más descarnado del detalle como las palabras pueden ir. Una oficina decrépita era infinitamente más decrépita, más vacía y más vieja que una antigua. La tristeza era más apenada que la pena. La puntuación era la película musical de la prosa. La forma debía ser poéticamente satisfactoria, más que mecánicamente demostrable. Y por último, la tarea del escritor era escribir el libro que más desearía leer y amontonar “una pila diaria de palabras” hasta el final. Más allá de estos rudimentos, intente cultivar su instinto por ese momento en que la gravedad se volvía pretensión y la emoción se volvía sentimiento. “Siempre da un paso atrás”, sugería, y “Mira cuán tonto debe verlo Dios”.

Una vez le di un capítulo del que yo estaba muy orgulloso en ese momento, una intensa confrontación dostoievskiana entre dos sobreexcitados jóvenes, uno de los cuales finalmente expresa una verdad sobre sí mismo que el otro no había advertido. Yo estaba preocupado por el final del capítulo, porque sin importar cómo lo rescribía, parecía no poder borrar el tono de falsa solemnidad que lo volvía ridículo. Kerouac leyó el último párrafo varias veces-impacientemente, casi con indiferencia–y luego garabateo la simple exclamación “! Dios mío!” como comentario final sobre el más abrumado de los dos. “Esto es lo que debe decir… ves, ahora se siente turbado, mira cuán cómicos son hablando así como un par de Raskolnikovs.” Era justamente la nota correcta, restauraba la perspectiva en un instante, y esa clase de cálida astucia, ese ojo para el triste sinsentido de la vida ha sido generalmente inadvertida por los críticos de Kerouac (afanosamente reactivos a su material como son la mayoría) pero es una parte esencial de su perspectiva, porque su compasivo interés en la humanidad está basado, en el fondo, en un cariñoso reconocimiento de sus absurdos.

Pero si en esos días mi escritura estaba bajo su hechizo (los cuatro años de diferencia de edad me ponían cuatro años detrás de él en experiencia y habilidad), mi vida no. Aunque nuestros orígenes y formación de New England eran de alguna manera similares, nos atrajeron direcciones diferentes. Yo estaba casado y arraigado en Nueva York. Ambicionaba fama y dinero y todavía no había encontrado mis propios temas. Kerouac, por otra parte, estaba tratando de encontrar un destino al cual se pudiera confiar. Estaba intentando hacer una elección por una vez, y todo entre el acogedor nido de amor y trabajo que el muchacho que había sido una vez ansiaba construir, (particularmente en repulsa contra las ciudades y la ciudad–sin centro y el Salvaje Camino de libertad y posibilidad por el cual, el hombre que llegó a ser, fue poderosamente atraído).

Eran los años de su obsesión con Neal Cassady ( el “Cody” de sus libros), el Neal que había encontrado unos años antes, cuya cruda energía atrajo a Kerouac de un lado a otro a través del continente una y otra vez, en quien invirtió durante un tiempo toda su profunda y profundamente frustradas emociones fraternales, y de cuyas alegrías y desgracias vagabundas creó su más vívido retrato de la joven América sin raíces, vivida a pleno. Porque en los libros de “Cody”, Kerouac expresa más claramente su visión de América, “una tierra Egipcia, al mismo tiempo cruel y tierna, pequeña e inmensa, y en el propio “Cody” Kerouac encarna tanto la promesa del más viejo sueño americano ( el alma abierta arriesgándose a la reconciliación de sus contradicciones) como la amarga realidad de su corrupción contemporánea ( el coche de policía obscenamente parpadeante que cuestiona a cualquiera “ que se mueve independientemente de la gasolina, el poder, el ejército o la policía”). Como suele pasar con los norteamericanos, Kerouac anhelaba el oeste, la salud del oeste y la apertura de espíritu, el inmemorial sueño de libertad, alegría, comunión, y la Unicidad Oriental que incluso Thoreau amarrado a Concord siempre merodeada, así como sus enojosas acusaciones a New York (y a los neoyorquinos) eran sintomáticos de su sentimiento de que un cierto idealismo arriesgado, una especial audacia de corazón, habían sido proscriptos en su momento a los márgenes de la vida americana. Su más persistente deseo en esos días era registrar lo que había pasado en esos márgenes.

Pero él no era persona de una sola opinión. Una vez, abandonando mi departamento con dos negros hipsters al amanecer, lejos otra vez frente a “todo eso”, le dio un vistazo con arrepentimiento y tristeza a mi atestada estantería de libros, mi lustrado escritorio, la copia de Doctor Fausto que yo había estado leyendo cuando tocó el timbre horas antes de decir adiós ( todos los accesorios convencionales del cuarto de autor) y dijo con seriedad quejumbrosa: “Cuando regrese esta vez voy a establecerme por un tiempo…sabes… y leer todo otra vez. Como este Thomas Mann, por ejemplo. Mira John, eso es lo que haré”. Luego salió, de alguna manera reacio a partir (sentí), como si ya viviera por adelantado todo el dolor de pie, las complicaciones desalentadoras de los viajes sin un céntimo (ya que nunca los idealizó, y siempre hablaba de “la esencial vergüenza de hacer autostop”), el preguntarse, en el mismo momento de partir, por qué, por el amor de Dios, lo hacía. Pero aunque vacilaba (y siempre supuse que yo veía el horror de estar varado por mucho tiempo en el vagabundeo, en la búsqueda de ese aspecto de su naturaleza) las fluctuantes tensiones en sus libros resultan de la naturaleza del equilibrio de esas ambivalencias.

Como un apasionado creyente en su talento, sentía que su vagabundeo incesante sólo aplazaba su trabajo “apropiado”. Yo siempre estaba implorándole que se quedara en un lugar el tiempo suficiente para escribir otra El Pueblo y la Ciudad. Lo sermoneaba sobre la responsabilidad, lo acribillaba con cartas detallando mi visión de los libros que él podría estar escribiendo. Por un tiempo, mi sorprendente empatía con él, hizo que me engañara pensando que lo conocía mejor que lo que él se conocía a sí mismo, y lo hacía sufrir con quejumbrosas preocupaciones cada vez que regresaba de otro torturado viaje a México, su cara demacrada, su espíritu de alguna manera tenso, sus pies insensibles en sus zapatos estropeados–como un hombre que queda golpeado por un exceso. Nunca entendí completamente el hambre que lo roía entonces y no me di cuenta hasta qué punto la desintegración de su casa de Lowell, el caos de los años de guerra y la muerte de su padre lo habían dejado afectado, desarraigado, una naturaleza profundamente tradicional desbaratada y por lo tanto enormemente sensible a todo, arrancado, privado, indefenso, o perseverante: una intención de su naturaleza de corregirse a sí misma a través del acto creativo. Pero aunque a menudo yo estaba desconcertado por el desenvolvimiento de su trabajo durante esos años, sabía que su temperamento era, enteramente, demasiado obstinado, demasiado único y demasiado motivado para ser acorralado por alguien. Simplemente él tenía que buscar agua donde fuera que su varita de zahorí lo llevara, sin importar cuán seca sea la tierra. Y de alguna manera siempre encontraba un manantial.

Pero ese manantial estaba en sí mismo, no (como yo creía) en el mundo exterior que él parecía intentar engullir de un solo trago de Gargantua. Y teclearlo no era (como mucha gente todavía cree hasta el día de hoy) simplemente cuestión de acomodarse en una tubería y dejar que el agua salga a borbotones.

En aquellos días, cuando salió de la carretera, intentaba principalmente escribir En el camino y encontró, a través de todos sus sucesivos intentos, que la forma «novelística» tradicional de El Pueblo y la Ciudad no era lo suficientemente fluida para contener lo informe de la experiencia que estaba tratando de establecer. “Todo es un revestimiento”, seguía insistiendo obstinadamente. “Está agregado después. Eso no es la verdad…Quiero una forma profunda, una forma poética–la manera en que la conciencia escarba verdaderamente todo lo que sucede”

Cuando me visitaba por las tardes, usualmente tenía nuevas escenas, pero sus personajes nunca parecían ir muy lejos, más allá de una novela bien hecha de la multiplicidad (o las distintas capas) del ambiente neoyorquino, que parecía exigir como contraste para toda la libertad por venir. Escribió largas e intrincadas frases melvilleanas, frases que se desenrollaban sin rienda a través de un denso entramado de cláusulas; asombrosas frases que estaban obsesionadas con describir –simultáneamente– la miga en el plato, el plato en la mesa, la mesa en la casa y la casa en el mundo, pero las cuales–para él– siempre se estancaban en el atasco de su propia retórica. Para mí, por el contrario, la escritura era el colmo de la perfección: cadenciosa, poderosa, alcanzando la cresta de la ola de una playa inminente, y nunca pude entender por qué lo insatisfacía así. Yo hubiera dado lo que tenía por haber escrito esa marea de prosa, y sin embargo él la tiraba y comenzaba de nuevo y fallaba de nuevo y se ponía malhumorado y perplejo.

Entonces, un día (estaba casado en ese momento, viviendo en un gran cuarto en Chelsea, haciendo resúmenes para 20 Century Fox y más alejado del camino de lo que yo nunca lo había visto antes) anunció con irritación: “¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a conseguirme un rollo de papel de cebolla , meterlo en la máquina de escribir y sólo escribirlo lo más rápido que pueda, exactamente como ocurrió, todo en un chorro, al diablo con esas arquitecturas falsas y con preocuparme después por eso”.

Aunque todo lo que yo escribí como me venía a la cabeza ( o como se me ocurría) sólo servía para limpiar zapatos, ese método de composición sonaba al menos como una buena terapia: y cuando lo visité pocos días después de eso, escuché su máquina de escribir (mientras iba subiendo la escalera) golpeteando sin pausa y miré con cierta incredulidad cómo desenrollaba su manuscrito –treinta pies alejado de la máquina– buscando un pasaje determinado. Dos o tres semanas después leí el libro terminado que se había convertido en un rollo de tres pulgadas de espesor, a un espacio, sin cortes en párrafos y de 120 pies de largo y supe inmediatamente que era lo mejor que había hecho. No era otra El Pueblo y la Ciudad. La calidez, la esperanza y la melancolía juvenil de ese libro se habían oscurecido, endurecido y madurado. El cronista entusiasta de las cenas familiares se había convertido en el fatalista errante tras un coche lleno de buscadores de horizontes y el tono lírico wolfeano había crecido tan urgente y discordante como los tiempos. Aunque amé el libro, aunque me impresionó, aunque me sentí tan protector con él como si hubiera sido propio (y después ayudó un poco tomarlo con simpatía) también me perturbó, porque en él tuve el primer vislumbre del Kerouac venidero, un Kerouac para quien yo estaba extrañamente poco preparado: un hombre solitario, en comunión consigo mismo, de mente tormentosa, todavía devoto aunque en una ruina de creencias, celebrando persistentemente donde sea que una flor se ha ingeniado para sobrevivir a nuestra amargura, malezas urbanas, infatigable de ojo y vaporoso de mente, atormentado por un reflejo de amor en el pozo de la sensación más ruda y, por sobre todo, anhelando: anhelando un final: una verdad que finalmente termine con el relativismo, una armonía que de algún modo termine con la violencia, de este modo la paz llegaría para los jóvenes de la época, herederos de ambas y, si esto fallara, anhelando la muerte. Algo murmurado detrás de la incansable avalancha de la prosa. No era bastante audible pero explicaba la nota de distante, fugaz sibilancia que resonaba dentro de las precipitadas síncopas del libro. Y por primera vez, sospeché que bajo su energía juvenil y su jubilosa sed de vida, ese hombre tenía un alma inmensamente vieja.

Es difícil de expresar, pero a medida que los años pasaban él parecía más y más un espíritu viejo para mí; anciano, viejo poeta, no de este mundo, como un harapiento y borracho Li Po, dando vueltas allí abajo en los pantanos del río, murmurando versos para sí mismo en su fuego de ramitas al atardecer, permitiendo a la realidad atravesarlo libremente, contestando mensajes desde la soledad. Tal vez es por eso que su evocación de cada tanque de combustible, de cada estación de ferrocarril y cada esquina de una calle que ha visto alguna vez, es tan alucinatoria, tan cargada de sentimiento y sin embargo tan extrañamente en sordina por la perspectiva de nuestro destino común. En cualquier caso, siempre me ha impresionado como algo curioso que nadie escuche el parloteo del viejo, la nostalgia, la sensación de placer, la terquedad y la resignación detrás de su obra, porque en un rincón especial de su mente él siempre aparece como un viejo vagabundo yendo solo al Oeste.

Creo que al principio vi a este Kerouac íntimo en En el Camino, pero no se dejó ver hasta que el libro fracasó en encontrar un editor a pesar del elogio, tardes en la ópera, y buenas reseñas que ha cosechado El pueblo y la Ciudad, y las ilusiones de Kerouac de una carrera rápida parecían desaparecer ( como seguramente le pasó a Dreiser cuando Nuestra hermana Carrie fue suprimida por la misma casa editorial que la había impreso) y no le quedó otra cosa que hacer salvo lanzarse sin un salvavidas a ese “enorme y complicado mar que llaman América” , hundirse en el abatimiento como Dreiser o arreglárselas y nadar de algún modo.

Y nadó, aunque desde la costa sus esfuerzos a veces parecían como golpes que ayudan a ahogar al ahogado. Se sumergió profundamente en el continente ( en sí mismo), una zambullida que duró casi cinco años durante los que regularmente aparecía en San Francisco (para trabajar en el ferrocarril) , en Ciudad de México para escribir y para diversiones, y en Nueva York para los días tranquilos y las noches soñolientas de la vida de hogar con su madre). Obstinadamente continuaba escribiendo durante ese empobrecido tiempo. Irónicamente, durante esta media década de anonimato, llegó a una voz plena y única. Paradójicamente, constituye el periodo más fructífero de su vida (un promedio de dos libros cada doce meses) que es quizás inigualable en la literatura norteamericana contemporánea, salvo por los cuatro años durante los que Faulkner escribió El sonido y la Furia, Mientras yo agonizo, Santuario y Luz de Agosto. Lo vi menos durante esos años pero sus cartas estaban concentradas en la lucha para lanzar una red lo suficientemente amplia como para atrapar la febril visión de su propia vida que estaba madurando en su imaginación:

“Cuando llegue a ser tan puro no seré capaz de soportar el pensamiento de mi muerte en una noche estrellada (ahora mismo no tengo nada que hacer con las estrellas, he mentido sobre ellas, con todas las máscaras concebibles) y sin embargo divago con eso en mi alto–lírico conocimiento de esta tierra… una forma profunda reuniendo dos vetas básicas y en este momento contrarias en mí.” (14 de Julio, 1951).

Este sentimiento de haber “mentido mucho” lo había llevado a escribir En el Camino como lo hizo, el rechazo de los editores hizo que le pareciera que no había nadie para escribirlo sino él, y la sensación de escribir novelas que de todos modos nadie quería, y así se dispuso a desmontar todo su duramente aprendido “talento artístico” buscando liberar en la página la variedad completa de su conciencia, conciencia de que era una continuidad, un fluir vívido de los datos de la sensación, de las asociaciones, recuerdos y meditaciones…, antes de la primavera de 1952 podría escribirme exultante:

“Lo que ahora estoy empezando a descubrir es algo más allá de la novela y más allá de los límites arbitrarios del relato entre reinos de Imagen revelada … forma salvaje, hombre, forma salvaje. La forma salvaje es la única forma que puede sostener lo que tengo que decir–mi mente está explotando para decir algo sobre cada imagen y cada recuerdo….tengo un deseo irracional de fijar todo lo que sé … en este momento de mi vida me estoy enfermando para encontrar la forma salvaje que puede crecer en mi salvaje corazón…porque AHORA SÉ QUE MI CORAZÓN CRECE.»³

Aunque no siempre comprendía lo qué estaba dando a entender, siempre le daba ánimos (como hacían todos sus amigos) porque se trataba simplemente de no desconfiar de un hombre que se quemara con tanta pureza como él se estaba quemando entonces. Las cartas seguían llegando: torturado, furioso, pensativo, triunfante, amargado con quejas, insistentemente creativas, cartas desde la costa oeste, México, de los suburbios de L.A., de petroleros oxidados y de aserraderos del Estado de Washington, cartas que trazaban (para mí) el progreso de un hombre hundiéndose gradualmente fuera de la vista, abajo en las oscuridades de la vida y de Sí Mismo, debajo de la “literatura”, más allá del alcance de su tímida lumbre. También seguían llegando los manuscritos, envíos al azar a través de cientos de millas de carreteras, envueltos en papel marrón de embalaje, sin certificar, sin seguro, a menudo sin copia en carbón del otro lado, en caso de pérdida.

Yo los leía con avidez. Leía cada uno de una sola sentada . Y siempre tenía la misma reacción. Cada vez me invadía una extraña mezcla de regocijo y depresión. Algún eje había sido tirado en estos libros, algunas compuertas se habían abierto y Kerouac escribía como un hombre desquiciado por su propia clarividencia, tan indefenso como alguien en LSD para controlar el movimiento de la conciencia de su vida hacia atrás o hacia adelante. Lo imaginaba (un brillante tipeador desde su juventud) sentado en la máquina mirando fijo el vacío del espacio frente a él, cuidando de no desear nada y simplemente grabando la “película” que corría en su mente. De alguna manera las palabras no eran largas pero habían llegado a ser cosas. De alguna manera un abierto circuito de sentimiento se había establecido entre su conciencia y sus objetos del momento y el resultado era tan sorprendente como quedar atrapado en los ojos de otro hombre. Para mí, leer esos libros fue como saltar imprudentemente a través de una ola que había subestimado. En un primer momento, el brillo verde del mundo subterráneo bajo las olas te embriaga con la audacia de tus propias especies; luego, de repente, el poder y la realidad del elemento que estás invadiendo se te hace completamente claro, y por un momento el peligro y la alegría están tan absolutamente entremezclados que algo en uno retrocede de los libros de Kerouac. Temía por su mente, y algunas veces por la mía. Su ojo era como una fina membrana que vibraba entre la presión intolerable de dos paredes de agua, la conciencia fluyendo hacia afuera para absorber todo en el flujo del pensamiento y la realidad fluyendo hacia adentro inundando todo, menos el lenguaje para describirla. Mi terrible afinidad con él le daba a su trabajo una realidad que parecía siempre aplastar mi propia vida por un tiempo.

Esta curiosa reacción estaba intensificada por mi esperanza de que pudiera escribir algo que le permitiera ganar una vida establecida. Pero cada nuevo libro que me mandaba parecía golpear más obstinadamente contra la literatura actual (o corriente en esa época), y me encontré a mí mismo en una paradoja que era claramente incómoda para un hombre serio: me comporté tan apasionadamente, durante largo tiempo. para que a su trabajo le fuera dado el reconocimiento que merecía, que algunas veces me pescaba a mí mismo deseando que suavizara un poco su trabajo, con vistas a ese fin. También, debo confesarlo, no siempre tuve el coraje de actuar de acuerdo con mis propios gustos. Recuerdo, por ejemplo, leyendo Visiones de Cody una tarde húmeda y calurosa y después saliendo a caminar por el East River maldiciendo a Kerouac en mi cabeza por escribir tan bien un libro que yo estaba completamente convencido que nunca iba a ser publicado. Desde ese día, siempre que me complazco en mi propio buen sentido, recuerdo esa caminata por el río. Recuerdo que lo maldije a él, en vez de a los editores, a los críticos o a la cultura misma que lo había excluido. Releí Visones de Cody con un sentimiento de asombro ante mi propia confusión que fue tan grande como mi vergüenza, porque era evidente de inmediato que contenía prosa de una elocuencia que era Isabelina, en un acento que era indeleblemente el de nuestra generación de postguerra.

La notoriedad llegó súbitamente en 1957 y con ella el dinero, la adulación, las apariciones televisivas, las entrevistas, los escándalos y otra clase de juicios severos de la mirada pública que Kerouac ya había sobrevivido. La notoriedad estaba basada especialmente en En el Camino, un libro que tenía seis años, escrito por un hombre del que él ya no era sino un primo segundo, y aún la gente, invariablemente, lo miraba, le hablaba y se refería a él como si él fuera el otro hombre, porque la generación beat era noticia en ese momento y Kerouac (pensaban ellos) era la Generación Beat.

Tendían a conducir sus coches temerariamente cuando él estaba con ellos, como si fuera “Dean Moriarty” y no el Kerouac que odiaba conducir y al que una vez vi agachado con pánico en el piso de un coche en una borrachera, seis horas desde Nueva York a Provincetown. Lo recibían con tragos, armaban fiestas alrededor de él, duplicaban el desorden con la esperanza de captar su mirada y, así, nunca vislumbraron al Kerouac que una vez me confesó “¿Sabes lo que pienso cuando estoy en el medio de todo eso, el alboroto, el alcohol, el salvajismo?” Siempre estoy pensando “¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Es así como suponen que siento?” Ellos lo miraban de reojo como si fuera el Petronio Árbitro de lo cool, moderno distante , y vieron para su confusión, un hombre que siempre subía el volumen, que movía sus pies golpeando y se regocijaba y odiaba la hostilidad de la que lo cool era una máscara. Vieron al perseguidor de la continuidad que sin importar cuán desarraigada haya sido su vida siempre ha sabido que nuestra angustia es desarraigo. Donde fuera que iba era confrontado por ese otro hombre. Una vez en L.A., solo en una cafetería, trató de entablar una conversación con el tipo detrás del mostrador, diciendo “Hey, soy Jack Kerouac. Podemos tener una charla o algo así”, a lo que el tipo respondió, con un desprecio a la moda: “Seguro que eres Kerouac, todos dicen eso.” Unos pocos de esos encuentros producen el sentimiento bizarro de que uno es invisible, y había muchos así.

Además de esto, escuchaba que su escritura era elogiada como “desenfrenada” y condenada como “mecanografiada” , sabiendo que ambas opiniones estaban probablemente basada sólo en la lectura de En el camino–de alguna manera su trabajo escrito con más descuido. Doctor Sax, Cody, Tristessa, Viajero Solitario– todos los libros en los que su voz es más segura y su visión más clara–eran o bien desestimados o ignorados porque no concordaban fácilmente con la imagen del adolescente, gritón hambriento de diversión que ha perseguido la carrera de Kerouac tan implacablemente como la imagen de narrador de la Isla de Mar del Sur ha perseguido la de Melville. Vio la reverencia budista para toda la vida consciente , la que los meses solitario en lo alto de la montaña y los años en el abarrotamiento de las ciudades sólo habían reforzado en él, repetidamente etiquetado “tonterías” y “sinsentidos” por hombres que relegaban la reverencia, sin escrúpulos, a los estantes de religión de sus bibliotecas y es a él a quien llaman poco educado. Y el hombre que me escribió 15 años atrás, “La vida está empapada de espíritu, llueve espíritu, sufriríamos si no fuera así” (y todavía lo cree), vivió para ver los libros que plasman este credo página tras página, utilizados como Biblias de vanguardia por los beatniks, ridiculizado como incoherentes tonterías por los críticos y tratado como una especie de equivalente literario del rock and roll por los medios de comunicación.

Los años pasaron, los libros aparecieron uno por uno, él se movía incesantemente de acá para allá entre Long Island y Florida, y siguió escribiendo de la misma manera.

En 1960 pasó a ser un misterio el por qué de lo que hacía: parecía preocuparse menos y menos sobre cosas como “carrera” y “reputación”. De repente yo no podía ya entender que lo hacía continuar. Recordé a Melville–el escritor americano más parecido en temperamento–, recordé que algo había abandonado a Mellvile en la madurez- alguna fe no examinada, alguna ilusión fructífera que se había adherido a él lo suficiente como para escribir sus primeras novelas. También recordé que en 1856, Hawthorne detectando estas ausencias había comentado con tristeza que Melville “preparó bastante su mente para ser aniquilado”. Y súbitamente sentí con un estremecimiento que Kerouac no viviría mucho más allá de los cuarenta. Tan voraz apetito, semejante vulnerabilidad psíquica, semejante firmeza, debe finalmente (sentía) horadar a un hombre. Sabía que era tan incapaz de dar la espalda a su propia apasionada conciencia, como de vivir por mucho tiempo una vez que había sido consumido por ella. Aun así (me decía), ocho años después del reconocimiento de Hawthorne, él mismo estaba muerto del mismo abandono que había sentido en el otro hombre, mientras que Melville, viviendo en la oscuridad silenciosa que le llega a los hombres que se han atravesado a si mismos, se volvió tan natural a la poesía como los viejos a la jardinería . Tal vez con Kerouac pasaría lo mismo.

Sin embargo, cada vez que nos reuníamos, no estaba tan seguro. Siempre nos sentábamos y bebíamos — a veces durante una semana. Al principio, nos sentábamos y hablábamos y hablábamos y hablábamos, pero luego nos iríamos volviendo extrañamente silenciosos, como si no hubiera más necesidad de decir ciertas cosas. Durante esos silencios me pescaba a mí mismo mirando a Kerouac como se mira a todo lo tremendamente talentoso, a los tremendamente complicados hombres, preguntándome de dónde en el nombre de Dios venían las malditas visiones.

Veía un hombre a menudo pendenciero, a veces propenso a tontos resentimientos de clase, tan a la defensiva como un coyote siguiendo el rastro y tan intratable como un caballo que no soporta la silla de montar, un hombre que algunas veces parecía verdaderamente demente por la conmoción en su propia psiquis, cuya vida estaba dolorosamente quebrada entre el deseo de saber– de una vez por todas– quién era en verdad y el igualmente poderoso deseo de llegar a ser inmolado en una Realidad más allá de sí mismo. Vi un hombre que ( durante todo el tiempo que lo había conocido) constantemente ha perseguido su visión de los trastornos (o disloques) y el desgaste de la experiencia de su generación “ en la gran América”, sin desanimarse por el fracaso o la desesperación, tan abnegadamente alistado en su servicio de que el hombre y la visión son inseparables, el proceso por el cual uno alimenta al otro (y viceversa), demasiado orgánico y demasiado misterioso para comprender, y la única palabra suficientemente inclusiva para contener la gama completa de todos sus dones y todos sus defectos, esa vaga palabra: genio. Mirando a Kerouac me daba cuenta que era el único escritor que he conocido jamás para quien no había otra palabra. Y todavía no me podía librar de la premonición de que él podía desaparecer súbitamente.

Luego, un día algo extraño pasó. A pocos kilómetros de un mal tramo de carretera, en peligro de inundaciones por el otoño, hace unos años, fui a Marquette, en el estado de Iowa, bajo las empalizadas del sombrío Mississippi empalizadas, en un triste lluvia, y allí, al final de la calle, vi el Hotel Burke–mugroso, sencillo como granos de café, capas de hollín, necesitado de pintura, oliendo a camas de hierro, sábanas húmedas, abandonadas Gideons4 sin abrir, un revestimiento de madera ennegrecido por el humo en el vestíbulo sombreado, y cielos raso ondulados de hojalata de los años 30, con telarañas. Allí estaba, decrépito como un buró bajo la prohibición, escarpado salvaje en la llovizna del río, con su cafetería llena de vapor, llena de olores grasientos y su barbería de ventiladores oxidados : un hotel-de-fin-del camino abandonado en ese tarde de sábado lluviosa, en esa ciudad de tristes tabernas de cerveza y ferreterías — los peñascos enormes del río imponente asomando sobre él.

Inmediatamente pensé en Kerouac, porque el lugar era la quintaesencia de su América, la América que él conocía bajo su último colchón de cotín manchado y su botella final rota en la maleza del ferrocarril; la América que me enseñó a ver, llena de caras ansiosas en las que su ojo había divisado una América más vieja, más arraigada (de escupideras y carcajadas, y cenas de invierno), ahora desapareciendo desconcertadamente detrás de vallas publicitarias y antenas de la TV; una América en las que los jóvenes holgazanean en las esquinas de la calle, indecisos, tomada (captada) en la discrepancia entre los deseos salvajes que sienten y la vida domesticada que consiguen; una tierra (ahora en su momento amargo) que Kerouac continúa evocando en los acentos más originarios: “Amo los amaneceres azules sobre las pistas y apuesto a que Ioway es dulce como su nombre, mi corazón se va a sonidos solitarios en la noche neblinosa de primavera de la salvaje dulce América con sus poderes, la humedad de la cerca de alambre haciéndome señas para creer. Me paré en pilotes de arena con el alma abierta” (Está todo nuestro desarraigo en esto, y todo nuestro hambre por raíces, lo que otro escritor americano llamó nuestro “destino complejo”: incluso más verdadero ahora para nosotros, en un siglo que rompió con sus creencias).

El especial modo-kerouac estaba en esa ciudad y mientras esperaba la luz del semáforo, me daba cuenta otra vez cuán elocuentemente había hablado para él la punzada de ser joven en América en esos tiempos. Lo imaginaba ahí en el Hotel Burke, tomando un café detrás del vidrio borroso, con gorra de baseball y suela de goma para el camino, gastado y resuelto, algo espectral y desapercibido en él en la ventanilla, ahí, mientras las camareras murmuran, de paso, años atrás, hacia la promesa de otra costa.

Me vi a mí mismo pensando: él nos ha dado a todos nosotros esta manera de ver. Entonces lo extrañe vivamente y supe con seguridad que sobreviviría.

1.- Texto publicado en Empty Phantoms, editado por Paul Maher Jr., Thunder´s Mouth Press, New York.

2.-. Holmes está citando algunos tramos del siguiente párrafo de Visiones de Cody:

“Soy completamente tu amigo, tu `amante´, el que te ama y comprende por entero tu grandeza – perseguido por ti en la mente (piensa en lo que eso significa, trata de invertirlo suponiendo que refieres todas tus sensaciones a un tercero y te preguntas qué se opina de eso) (esto lo resuelve: esta carta incluye un sueño que tuve de ti hace dos o tres noches), suponiendo cada vez que escuchas una idea deliciosamente original o que obtienes una imagen que hace cantar a tu alma, de inmediato la pusieras como en esos nuevos archivos de oficina a verificar con la COSA CODY, es decir, la constelación Cody, y luego a otro nivel la verificaras emocionalmente como para medir sus cantidades de terror que le puedes poner tu mismo.”

3.- Holmes está citando algunos tramos del siguiente párrafo de Visiones de Cody:

“Soy completamente tu amigo, tu `amante´, quien te ama y comprende por entero tu grandeza – perseguido por ti en la mente (piensa en lo que eso significa, trata de invertirlo suponiendo que refieres todas tus sensaciones a un tercero y te preguntas qué se opina de eso) (esto lo resuelve: esta carta incluye un sueño que tuve de ti hace dos o tres noches), suponiendo cada vez que escuchas una idea deliciosamente original o que obtienes una imagen que hace cantar a tu alma, de inmediato la pusieras como en esos nuevos archivos de oficina a verificar con la COSA CODY, es decir, la constelación Cody, y luego a otro nivel la verificaras emocionalmente como para medir sus cantidades de terror que le puedes poner tu mismo.”

4.- Se refiere a las Biblias que repartían los miembros de la International Gideons, una asociación Cristiana evangélica fundada en Wisconsin en 1899. La principal actividad era distribuir copias de la Biblia sin cargo.

Fuente:John Clellon Holmes, The Great Rememberer, from Gone in October: Last Reflections on Jack Kerouac (Limberlost Press, 1985).

Columna: Otros Ritmos

.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s