Desde que Joyce, en Stephen el Héroe,¹ habló de epifanía transportando el vocablo desde la conmemoración eclesiástica a la literatura, todo lo referido a este término no cesó de inflarse y de crecer desorbitadamente. La cercanía en griego entre phainestai (aparición) y epiphainestai ( manifestación o revelación), permitió la multiplicación indiscriminada de las analogías, en las que se precipitaron desde Deleuze hasta Lacan. Si la epifanía es una manifestación espiritual que torna visible lo invisible, ¿qué no entraría en ella? Todo entraría, incluso y sobre todo la religión, en esta época en que el arte se convierte en un sustituto módico y laico del anhelo de Dios.
La epifanía puede, indistintamente, ser metáfora, símbolo, alegoría, estructura, figura matriz de figuras.
Cuando Joyce introduce el término en un texto que abandonó, lo hace a propósito de una conversación entre discreta e inaudible entre una señorita y un joven caballero.
“Esta trivialidad – dice inmediatamente luego de haber oído fragmentos poco significativos de la conversación –, le hizo pensar en coleccionar diversos momentos así en un libro de epifanías. Por epifanía entendía < se refiere a Stephen> una súbita manifestación espiritual, bien sea en la vulgaridad de lenguaje y gesto o en una frase memorable de la propia mente. Creía que le tocaba al hombre de letras registrar esas epifanías con extremo cuidado, visto que ellas mismas son los momentos más delicados y evanescentes. Dijo a Cranly < este Cranly es un interlocutor aburrido y distraído> que el reloj de la Oficina Marítima era capaz de una epifanía. Cranly interrogó la inescrutable esfera de la Oficina Marítima con rostro no menos inescrutable”²
Cierto: Joyce habla luego de la belleza según Tomás de Aquino, del resplandor y equilibrio de lo bello; de la claritas, de la quidditas y las vincula a la epifanía.
Tengo la impresión de que los críticos, voraces y patéticos, se han quedado con estas últimas consideraciones desdeñando así lo que no comprenden: el contexto satírico en que se ubican estas reflexiones y las manifiestas contradicciones entre vulgaridad y espiritualidad. Se argüirá que ese contraste lo es solo para el espiritualismo más tradicionalista y envejecido. ¡ De eso se trata, nada menos!
Joyce era irlandés como lo fue el gran Sterne y el no menos grande y amargo Swift.
En el Tristram Shandy, Sterne dibuja en uno de los capítulos una floritura en forma de serpiente; en el volumen VI, capítulo 40, dibuja unas líneas extravagantes; en el volumen IX, hay dos capítulos – el 18 y el 19 – que están en blanco; el siguiente comienza con una serie de asteriscos. Visto desde afuera, todo es una acumulación incesante de sin sentidos, banalidades, conversaciones estúpidas mantenidas por personajes bufonescos.
El texto incluye su propia teoría: el desarrollo incesante de la digresión entorpece y termina por anular la trama principal; el desarrollo de la obra principal anula y entorpece la digresión. Entonces Sterne declara que ha montado su maquinaria textual para impedir que funcione la maquinaria en general.
A Sterne le hubiera gustado el tratamiento del reloj de la Oficina Marítima como una epifanía.
Adelgazar el sentido. A pesar de su inmenso Ulises, Joyce no hubiera dejado de estar de acuerdo con Beckett y su humorismo del despojamiento.
[1] Joyce, J., Stephen el Héroe, (versión de J.M. Valverde), Lumen, Barcelona, 1978.
[2] Ib. p. 216.
Juan Ritvo: Imprudencias Breves