En el Metropolitan de Nueva York se exponen cuatro óleos de Joseph Mallord William Turner sobre la pesca de la ballena. Uno, el que tiene más impacto mítico y narrativo, pertenece al Met y los otros a la Tate Gallery.
En el del Met emerge, en primer plano, una mancha oscura dominada por el negro, cuyos bordes se confunden con los blancos sucios y grises verdosos de lo que suponemos es el agua del mar: un caos de rasgos y colores en ebullición totalmente descentrados por el trazo de Turner, quien esboza líneas oblicuas en direcciones divergentes, como si estuviera tachando la escena.
Borrones, manchas negras, movimientos nerviosos de alguien que pareciera dibujar palotes, alejándose del cuadro para tomar vacilante distancia y acercándose para trasfundir algo indefinido pero intenso…
Tras el que suele nominarse como “cachalote”, aparecen las amenazantes proas de botes balleneros y en última término el elemento más realista y unívoco del óleo, identificable por su velamen.
Hay que seguir las líneas y los colores en los distintos sectores del cuadro sin preocuparse por otra cosa que seguir las volutas, los caprichos, los súbitos impulsos del pincel, las borraduras, la densidad del color y los distintos modos en que nos atrae.
¿Y la figuración?
¿No conduce ella el caos de colores?
Toda figura nace de un fondo infigurable que no cesa de hacer señas y de materializarse a medias y en sombras, a través de las configuraciones que finalmente el pintor figurativo nombra, o en su defecto lo hacen los críticos diligentes, para que el espectador reconozca y se reconozca.
Lo que fascina a Turner es menos la explosión de energía que aquello que está antes y después del fulgor. Las últimas líneas de Moby Dick de Melville pueden darnos una idea de esto:
“Entonces volaron pájaros pequeños, chillando sobre el abismo aún abierto; una tétrica rompiente blanca golpeó contras sus bordes escarpados. Después, todo se desplomó y el gran sudario del mar volvió a extenderse como desde hacía cinco mil años.”
Turner contempló en un bote, desde el río, el incendio de la Cámara de los Lores y de los Comunes en octubre de 1834. Preparó diversos estudios y un cuadro final en el cual el fuego incandescente domina la perspectiva hasta demolerla. Las llamas, que parecen llegar hasta el cielo, iluminan un sector del Támesis mientras la noche se va apoderando de la escena.
Más allá de la cronología, un óleo de 1819 indica qué persigue el pintor.
Se llama Trama de colores y está constituido solamente por franjas horizontales de colores desvaídos y que se van mezclando en la gradación de la luz, colocadas unas a continuación de las otras y totalmente planas, sin perspectiva.
La crítica se ha empeñado en ver aquí la playa, allí el horizonte, más arriba el cielo y así por el estilo. Todo inútil y encubridor. A Turner le atraía el mar porque su mezcla con la luz, corona las formas de la naturaleza y de la civilización con la ceniza volcánica del anillo de las edades.
Lo que viene de la oscuridad vuelve a la oscuridad y es por ello que la pintura tiende a la abstracción.
En el film Mr. Turner de Mike Leigh, el pintor, en una actitud desafiante, escupe sobre un cuadro suyo, ubica con el dedo, como si jugase con mierda, un color exaltado, y borronea todo con un trapo hasta transformar una escena realista en otra que me gustaría llamar enigmática. Pero no, el enigma se resuelve o puede resolverse.
Juan Ritvo: Imprudencias Breves
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