Primero en 1900 y luego dos décadas más tarde, Atget fotografió desde un nivel más elevado que el de la calle, casi en picado, un rincón de la Rue des Ursins, en la Île de la Cité, en la cercanía de Notre-Dame, lugar conservado hoy en su estructura, aunque haya cambiado completamente el decorado.
En el escorzo se notan las últimas letras del anuncio de Carbons. Vemos alguien vestido con traje y con sombrero, quizá de paja ( es difícil percibirlo en la reproducción) al lado de un carro de mano volcado sobre el pavimento, sobre el cual se destacan nítidamente las aguas servidas. En el centro de la calle, hay una carretilla.
Al fondo, en segundo plano, un edificio de esos que solemos llamar “típicamente parisién”, cinco pisos, techo de pizarra, mansarda y las chimeneas con sus dos bocas de salida amontonadas en la coronación de la construcción. Al costado un corredor estrecho – junto con el cielo constituyen un tercer plano – en el cual se puede inscribir el punto al infinito – gracia absoluta de cualquier obra icónica– contrapuesto en su opacidad al cielo, que se abre arriba, bien arriba.
Pero lo que ocupa el centro mismo de la escena es la vivienda mucho más antigua y desvencijada, cuyas paredes alabeadas hablan del tiempo transcurrido desde su erección.
La impurezas de la piedra, sus arrugas, hablan de la edad pero también del escaso cuidado: los postigos muestran rajaduras; una prenda de vestir cuelga hacia afuera; macetas con flores mustias apenas se insinúan, y con un descuido que parece propio de la época, tan distinta de la actual, se amontonan afiches de propaganda replicando el amontonamiento de cuadros y muebles en el interior burgués. Para la iluminación nocturna hay un solo farol, que sin duda le ha servido como referencia al fotógrafo.
Nostalgia, abandono, tristeza, todo Atget está presente en esta disposición de la figura y del fondo. Todo Atget en este rincón de París que parece replegarse sobre sí : la extrema fijeza de la estampa, transmite un sugestivo temblor que desmiente los lugares comunes turísticos acerca de la “Ciudad-Luz”.
Es el vacío y el aura del vacío – pero el aura es aportada por el fotógrafo, quien envuelve al objeto en su eros desolado, mientras nos arrastra hacia pulgadas de sombra y de luz, que provienen de una puerta pequeña que nos llama, quizá para que reparemos en su inermidad.
Todos los objetos encuadrados son fruto de la casualidad, sin duda transfigurada por la mirada de Atget; es esa falta de origen, de fundamento, es ese ectoplasma de la insignificancia , el que denuncia el vacío que, si lo cruzamos como se cruza un umbral, volveremos a toparnos con él, como si nada lo modificara en su absoluta indiferencia, digna de la pesadilla.
Aquí uno puede sortear el abismo poniéndose a soñar con árboles submarinos, laberintos, objetos necrománticos.
La proximidad de Notre-Dame nos permite, luego de haber cedido a la atracción de la materia, ceder ahora a la hesitación del deseo: el más bello de los desórdenes cuando la lluvia cae, una y otra vez, suavemente, sin interrumpir una alegría sin causa.
* * *
Entre 1921y 1925 Atget fotografió los parques de Saint-Cluny, Versailles y Sceaux.
De este último me interesa una estampa.
El Parc de Sceaux ( literalmente “el parque de los Sellos”) situado a poca distancia de París, tuvo su centro en un castillo construido para Colbert por Le Nôtre, rodeado por un estanque, jardines impecablemente simétricos y estatuaria neoclásica. Como tanta obra representativa del poder, el castillo y su entorno fueron construidos, reconstruidos, demolidos: Fouché, el ministro de la policía de Napoleón, lo demolió piedra sobre piedra para negociar los materiales.
Años más tarde, se construyó el castillo actual, durante el Segundo Imperio. El anterior, el de Colbert, estaba rodeado de verjas y de muros bajos, como para señalar al profano el límite que solo la nobleza podía franquear. El actual está situado al fondo, rodeado de un espacio de vegetación baja que no dificulta la visión panorámica, abierta, amable, y cuyo objetivo, una vez más, consiste en censurar la historia de destrucción, que ha sido exhibida obscenamente durante un prolongado tiempo de desidia, para luego ser ocultada como si nada hubiera, mientras tanto, ocurrido.
(Muchos lugares que hoy son vergeles, antaño fueron cementerios; muchos edificios que ahora encantan la visión, fueron levantados sobre la nivelación de los restos de patibularios barrios medievales.)
Indiferente a las perspectivas paisajísticas del parque ( tan fotografiado hoy con vistas turísticas), Atget se ha detenido en esbozos y fragmentos del vasto fresco, no como un medium romántico que desciende las escaleras del templo, sino como un actor de Kafka, que no diferencia “yo” de “él”, y cuya metamorfosis lo confunde con el entorno: él es urna, él es rama de enramada, él se funde con las hojas caídas durante un desolado día de invierno.
(¿Podemos invocar, una vez más, la autoridad del silencio?)
Juan Ritvo: Imprudencias Breves