Padre mío mi maldito caos, el grito de Chloé Delaume (III)

Tercer volteo

“Volteo mi cerebro de cristal como si fuera un reloj de arena”.

Agotada en una terapéutica que la obliga a cavar en las dunas de su infancia, Chloé se queja pero cede y sigue, vuelve a insistir, deja la pala a un lado y, más descarnadamente que antes, termina cavando a manos llenas en el diván de su décimo tercer analista. “Me vaciaré de padre. Grano a grano. Te sacaré de mí papacito lindo titubea echo más que los dados. No quedará nada.” La imagen es perfecta. No hay masilla que pueda unir el material bruto, el material padre, para hacer un emplasto que se sostenga. La arena no hace pared, el genitor no hace padre, y Chloé tiene este objeto múltiple, de mezcla imposible, que se vierte en su cerebro infinitamente. El mismo montón de granos con los que nada se puede hacer. Nada salvo nombrarlo, nombrar la incesante actividad, el grito que no cesa en la incesante actividad. Sí, algo más. El grito y unos dados arrojados. Chloé mantiene como cierta esta aparente incompatibilidad: nada más que esta arena imposible; pero ella arroja unos dados. Por un lado, el reloj de arena; por otro, la palabra, la decisión, unos dados arrojados y más.

Chloé pone voz a la ausencia de escucha de Dios para que se lleve al padre de este mundo. No perdonará esta ausencia, de Dios, esta falta de compensación al genitor. Un genitor que, rellenando el vacío, cerrando el círculo, parece haber usurpado el lugar de la omnipresencia divina. Es el genitor el que todo lo escucha y castiga. Ahorremos detalles. Volvamos al lenguaje y a la reducción hecha en las declinaciones. Aquí son las figuras padre reducidas a una, por tanto, absoluta. Esta reducción tiene efectos. El grito de ella es el eco del grito de él, el grito de la bestia. Y desde muy temprano la niña se ejercitará en la posibilidad de dejar la existencia, en salir de la escena o quizás sólo en cambiar radicalmente el escenario. Iniciará un camino recurrente, topando con la obstinada resistencia de un cuerpo que quiere vivir, que no quiere dejar de respirar. Hablará de la necesidad de matar un yo para producir un nuevo inicio, un recomenzar. Pasa una página, termina un libro, empieza otro. Sobredosis de somníferos mediante.

Y en diván Chloé desmontará con razón ecuaciones sencillas –ciertas o no, no importa, no le valen a ella, luego están de más– que ligan el deseo de muerte del padre a sus tentativas de suicidio. Peor todavía es lanzarle que es el padre en ella, su identificación a él lo que en ella actúa. Alguna nariz rota pagará tal atrevimiento.

Un grano de arena padre reenvía a otro grano de arena padre. Y hay demasiados. Decíamos que el deseo de muerte del padre hacia ella fue explícito: “No deberías haber nacido. Un día te voy a matar.” Mientras el momento llega, es preciso enderezarla a base de palizas. La niña concluye que ella debe de ser mala hierba, debe ser enderezada para llegar a ser un día una muerta decente. No tendrá que esperar mucho para ver el resultado. Finalmente, un día el padre declinará su verbo preferido, matar, y lo ejecutará en dos tiempos, primero en segunda persona con su mujer, y después empleará el reflexivo, ofreciendo a su hija el espectáculo de los dos actos logrados.

Queda además un entremedias casi más mortal que los anteriores, el entreacto que por no cumplido no acabará nunca. El padre apunta a su hija con el arma pero no dispara. La escena se eternizará. Chloé escribe sobre ese lazo inalienable que se instala.

Y a continuación traza el desenlace del segundo acto, ofreciéndonos la versión Chloé del ojo de Buñuel. Aquella imagen de cine puro la ponemos ahora frente al puro horror de la imagen actual, la del suicidio del padre. Horror significa sin mediación, sin poética. Ponemos uno al lado del otro los dos ojos, Buñuel y Chloé, el ojo rasgado y el ojo anaranjado. Se trata, en el caso del ojo que nos ofrece Chloé, de otro efecto producido por otra trayectoria: una trayectoria esta vez vertical y no horizontal, un efecto esta vez cromático y no matérico. La imagen muda de Buñuel tiene ahora una escritura. Chloé describe. Su imagen no remite a otra, no va de nube a cuchilla y viceversa. La poética nube del cineasta de Calanda rasgando la luna es aquí la brutalidad de una bala en su acción vertical. Y Chloé describe la culminación de la escena: el efecto en la mirada del uso de la pistola del padre cuando se puso en el paladar el verbo matar en reflexivo.

El blanco del ojo se anaranjó solito cuando papá se nagasakeó el cráneo.”

Escrito por: Zacarías Marco

Columna: Locura y Escritura

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