Entrelazos publica este texto de Lev Shestov sobre Anton Chejov. Es otro hallazgo de traducción. Se lo debemos (y agradecemos) a Fulvio Franchi, que traduce con el oído y la visión a cada autor ruso en su ritmo.
Para mayor comodidad se ha divido en tres partes: Segunda Parte.
Lev Shestov
Una creación a partir de la nada
(A. P. Chéjov)
IV
El argumento de “Una historia aburrida”, de este modo, concluye en que el profesor, al compartir sus “nuevas” ideas, en esencia, manifiesta que no encontrará posible reconocer sobre él el poder de la “idea” y realizar a conciencia lo que la gente llama el fin más elevado y al servicio del cual ven el destino, el sagrado destino del ser humano. “Que me juzgue Dios – no tengo valor suficiente para proceder a conciencia” – es la única respuesta que encuentra en su alma Chéjov para todas las exigencias de una “percepción del mundo”. Y esa actitud hacia la “percepción del mundo” se vuelve una segunda naturaleza de Chéjov. Una percepción del mundo exige, el hombre reconoce que las exigencias son justas y sistemáticamente no cumple ninguna de ellas. Además, el reconocimiento de la justicia de las exigencias disminuye gradualmente. En “Una historia aburrida” la idea todavía juzga al hombre y lo desgarra con su implacabilidad, que es propia de todo lo que no tiene vida, lo inanimado. Como una astilla que se clava en un cuerpo vivo, ajena y hostil al organismo, la idea realiza despiadadamente su elevada misión – hasta el momento en que madure la firme decisión de quitársela, por dolorosa que le resulte esta difícil operación. Ya en “Ivánov” el rol de la idea ha cambiado. Ella ya no acosa a Chéjov, pero Chéjov la acosa a ella con las alusiones y el desprecio más selectos. La voz de la naturaleza viva prevalece sobre las costumbres culturales prestadas. En verdad, la lucha continúa si es conveniente, incluso transcurre con suerte cambiante. Pero no hay previa resignación. Chéjov se emancipa cada vez más de los prejuicios previos y va… ¿hacia dónde? Él mismo casi no sabría responder esa pregunta. Pero prefiere quedarse sin ninguna respuesta que tomar cualquiera de las respuestas tradicionales. “Sé perfectamente que no viviré más de medio año; parecería que ahora debería más que nada preocuparme por las cuestiones sobre las tinieblas de ultratumba y las visiones que visitan mi sueño sepulcral. Pero por algún motivo mi alma no quiere conocer esas cuestiones, aunque mi mente reconozca toda su importancia”. De nuevo la mente, en oposición a lo que era antes, golpea respetuosamente a la puerta y sus derechos se le transmiten al “alma”, una aspiración oscura, poco clara, en la que Chéjov ahora, cuando hay una línea fatal que separa al hombre de la verdad eterna, confía instintivamente más que en la luminosa y clara conciencia, que determina hacia adelante hasta las perspectivas de ultratumba. ¿Es indigna la filosofía científica? ¿Chéjov está minando sus bases inconmovibles? Porque Chéjov es un hombre agotado, un hombre anormal. Es posible no escucharlo, pero una vez que uno ha decidido hacerlo hay que estar preparado para todo de antemano. Un hombre normal, aunque sea un metafísico en el más enorme, en el más exorbitante sentido, siempre ajusta sus teorías a las necesidades del momento; solo las destruye más tarde, para después volver a construir sobre el material anterior. Por eso nunca tiene desperfectos en el material. Sumiso a una fundamental ley humana hace ya tiempo señalada y formulada por los sabios, él es limitado a un humilde papel de buscador de formas, y eso lo satisface. Del hierro que él encuentra ya preparado en la naturaleza, forja una espada o un arado, una lanza o una hoz. La idea de crear a partir de la nada apenas le viene a la cabeza. Los personajes de Chéjov son personas anormales par excellence, puestos en la antinatural y después terrible necesidad de crear a partir de la nada. Frente a ellos está siempre la desesperanza, la falta de salida, la absoluta imposibilidad de lo que sea. Y mientras tanto viven, no mueren…
Aquí aparece una curiosa y desacostumbrada pregunta. Yo dije que es algo opuesto a la naturaleza humana crear a partir de la nada. Pero al mismo tiempo la naturaleza a menudo le quita al hombre el material preparado y a la vez le exige imperativamente obras. ¿Esto significa que la naturaleza se contradice a sí misma? ¿Qué ella corrompe sus creaciones? ¿No sería más correcto permitir que la comprensión de esa corrupción tiene una procedencia puramente humana? ¿No sería la naturaleza, quizás, mucho más económica y sabia que nuestros sabios y, quizás, la reconoceríamos mucho mejor si en lugar de separar a las personas en sobrantes y no sobrantes, útiles y nocivas, buenas y malas, después de oprimir en uno mismo, durante un tiempo, la tendencia a la valoración subjetiva, intentásemos relacionarnos con sus creaciones más confiados? Pero ahora son “luces malas”, un buscador de tesoros, un brujo, un mago, y se eleva entre las personas una pared que no se puede derribar, no solo con conclusiones lógicas, sino tampoco con cañones. Yo tengo pocas esperanzas de que la razón mencionada se muestre convincente para aquellos que están acostumbrados a vigilar la norma. Sí, es probablemente innecesario que lo que la viva representación que tiene la gente sobre la oposición de principios entre el bien y el mal se nivele; como es innecesario que los jóvenes nazcan con la experiencia de vida de los adultos, que desaparezcan de la faz de la tierra el rubor y los rizos negros. De todas maneras, no es posible. El mundo cuenta con muchos milenios, muchos pueblos vivieron y murieron en la tierra, pero, por cuanto sabemos por los libros y las tradiciones que se conservan, la lucha del bien con el mal nunca se ha interrumpido. Y siempre fue igual, el bien no temía la luz del día, los buenos vivían en sociedad, unidos por la vida, y el mal se ocultaba en la oscuridad y los malos siempre fueron solitarios. No puede ser de otra manera.
Los héroes de Chéjov siempre temen la luz, los héroes de Chéjov son solitarios. Se avergüenzan de su desesperanza y saben que la gente no puede ayudarlos. Ellos van hacia algún lugar, quizás hacia adelante, pero nadie detrás de ellos los llama. Les fue quitado todo y siempre deben crear. Probablemente, es de aquí que salga el evidente desprecio con el cual se relacionan mayormente con los productos valiosos de la habitual creación humana. De cualquier tema que ustedes hablen con un héroe de Chéjov, la respuesta siempre será la misma: nadie puede enseñarme nada. Le pueden proponer una nueva percepción del mundo, pero desde las primeras palabras él sentirá que todo lo lleva al intento de una nueva manera de colocar los viejos ladrillos y piedras, e impacientemente, a menudo groseramente, se desencantará de ustedes. Chéjov es un escritor enormemente cuidadoso. Teme la opinión pública y la tiene en cuenta. De todos modos, él muestra una completa y evidente aversión a las ideas y percepciones del mundo adquiridas. En “Una historia aburrida”, por lo menos, conserva un respetuoso tono exterior y una pose. En consecuencia, abandona toda prevención y al mismo tiempo, para reprocharse a sí mismo su incapacidad de someterse a una idea general, se escandaliza abiertamente por ella y hasta la ridiculiza. Ya en “Ivánov” esto está expresado en un grado suficiente – no en vano este drama provocó, en su momento, una tormenta de indignación. Como ya lo dije, Ivánov es un hombre acabado. Todo lo que puede hacer con él el artista es enterrarlo decentemente, es decir, elogiar su pasado, lamentarse de su presente y después, para evitar la impresión desconsoladora que produce la muerte, invitar a los funerales a la idea general. Se puede recordar las tareas universales de la humanidad en cualquiera de las innumerables formas preparadas – y el caso difícil y aparentemente insoluble es suprimido. Junto con el moribundo Ivánov habría que dibujar la vida luminosa, joven, prometedora, y la impresión de la muerte y la degradación perderían toda su agudeza y su amargura. Pero Chéjov actúa directamente en sentido contrario: en lugar de darle a la juventud y a la idea el poder sobre la degradación y la muerte, como se ha hecho en todos los sistemas filosóficos y en muchas obras artísticas, él manifiestamente pone el centro de todos los acontecimientos al vejestorio de Ivánov, que no sirve para nada. Junto con Ivánov hay vidas jóvenes, a la idea también se le da su representante. Pero la joven Sasha, una muchacha encantadora y atractiva, que se ha enamorado con toda su alma del héroe quebrantado, no solo no salva a su amado sino que ella misma sucumbe bajo el peso de una tarea que está por sobre sus fuerzas. ¿Y la idea? Es suficiente recordar solo la figura del doctor Lvov, a quien Chéjov confió el importante papel de ser el representante de la soberana todopoderosa, y en seguida comprenderán que él no se considera un súbdito y vasallo de ella, sino un enemigo mortal. El doctor Lvov no tiene más que abrir la boca para que todos los personajes, poniéndose de acuerdo en todo, a cual mejor, de la manera más agraviante, se apresuren para fastidiarlo – con bromas, amenazas, poco menos que con cachetadas. Mientras tanto, el joven doctor cumple con sus obligaciones de representante del gran Estado con no menor habilidad y conciencia que sus predecesores, los Starodum[1] y otros honorables héroes del viejo drama. Él intercede por los ofendidos, quiere sublevar a los pisoteados por el derecho, amotinarse por las injusticias, etc. ¿Acaso él atravesó los límites de sus atribuciones? No, por supuesto. Pero donde reinan Ivánov y la desesperanza no hay ni puede haber lugar para las ideas.
No es posible vivir juntos. Y a los ojos del sorprendido lector, acostumbrado a pensar que todos los reinos pueden caer y derrumbarse y que solo el poder de la idea del reino es inquebrantable in saecula saeculorum – produce una visión inaudita: la idea se derrumba del trono del hombre impotente, quebrantado y que no sirve para nada. ¡De qué no ha hablado Ivánov! Desde el primer acto le dispara una parrafada y no antes del primer encuentro, sino antes de la personificación de las ideas – a Lvov-Starodum: “Tengo el derecho de aconsejarle. No se case ni con judías, ni con psicópatas, ni con feministas; elíjase algo ordinario, seriecito, sin colores claros, sin sonidos de más. En general, edifique su vida según las pautas establecidas. Cuanto más gris y monótono sea el fondo, mejor. Querido, no pelee solo contra miles, no luche contra los molinos de viento, no se dé la frente contra la pared. Y Dios lo protegerá de todas las posibles economías racionales, de las escuelas extraordinarias, de las corrientes cálidas… Enciérrese en su caracola y haga sus pequeñas cosas. Es lo que Dios nos da… lo cálido, lo honorable y lo sano”. El doctor Lvov, representante de la idea todopoderosa, autocrática, siente que su gobernante ha sido agraviada en sus derechos soberanos, que tolerar semejantes agravios significa fácticamente renunciar a la soberanía. Pues Ivánov era y debe seguir siendo un vasallo. ¡¿Cómo se le transformó la lengua para aconsejar, cómo se atrevió a levantar la voz donde debía escuchar con respeto y callado, obedecer sumisamente?! ¡Eso es una rebelión! Lvov intenta incorporarse en toda su estatura y responder al violento rebelde con nobleza. Pero nada sale de él. Con voz temblorosa y débil murmura unas palabras habituales, que ya hacía tiempo no tenían fuerza triunfal. Pero no resulta una acción habitual. Su fuerza desapareció. ¿A dónde fue? Lvov ni siquiera se atreve a confesarse: con Ivánov. Y esto ya no es un secreto para nadie. Por más vulgar y groseramente que haya actuado Ivánov – pero Chéjov no mezquinó en este aspecto, y en la foja de servicios de su héroe figuran todo tipo de delitos, hasta el asesinato casi consciente de una mujer que lo engañó – así y todo ante él y no ante Lvov es que se inclina la opinión pública. Ivánov es un espíritu de la destrucción, grosero, violento, despiadado, que no se detiene ante nadie. Pero la palabra “canalla”, que arranca de sí con torturante esfuerzo y la dirige al doctor, no pega con él. Él de algún modo tiene razón en cuanto a sus motivos, particulares y, si se le cree a Chéjov, incomprensibles para los demás, pero indiscutibles. Sasha, un ser joven, sensible, talentoso, va a inclinarse ante él, pasando indiferentemente por delante de la figura de Lvov-Starodum. Todo el drama está construido en esto. Es verdad que Ivánov al final se pega un tiro, y esto, si se quiere, puede dar una base formal para pensar que la victoria final le corresponde, de todos modos, a Lvov. Y Chéjov hizo bien en terminar así la pieza, en no extenderla hasta el infinito. Pero contar hasta el final la historia de Ivánov no es algo fácil. Quince años después, Chéjov seguía escribiendo, terminando de contar lo que no había sido contado hasta el final, pero igualmente pudo interrumpir sin llegar hasta el final…
Quien tuviese la idea de interpretar las palabras que Ivánov le dirige a Lvov en el sentido que Chéjov, como Tolstói en la época de La guerra y la paz, veía en una estructura prosaica de la vida su “ideal”, entendería mal al autor. Chéjov solo se defendía contra la “idea” y le decía lo más ofensivo que se le ocurriese. Pues ¿qué puede ser más ofensivo para las ideas que escuchar un elogio de lo cotidiano? Pero en caso necesario Chéjov sabía describir no menos venenosamente también lo cotidiano. Sirve como ejemplo, al menos, el cuento “El maestro de literatura”. El maestro vive bastante de acuerdo con la receta propuesta por Ivánov. El trabajo, su esposa Maniusia – que no es hebrea, no es psicópata, no es feminista – y la casa-caracola, etc. no impiden que Chéjov acorrale ligeramente y de a poco al pobre maestro en el cebo de una ratonera común y corriente, lo lleve a un estado tal que solo le queda “caer al piso, gritar y golpearse la cabeza contra el suelo”. Chéjov no tenía un “ideal”, ni siquiera el ideal de lo cotidiano, que con tan inimitable e inigualable maestría cantó en sus obras tempranas el conde Tolstói. El ideal presupone el sometimiento, el rechazo voluntario de todos los derechos a la independencia, la libertad y la fuerza – este tipo de exigencia, incluso las alusiones a semejante tipo de exigencia, despertaron en Chéjov toda la fuerza de una aversión y una repugnancia de los cuales solo él era capaz…
V
De modo que el auténtico y único héroe de Chéjov es el hombre desesperanzado. Este hombre no tiene absolutamente nada que “hacer” en la vida, quizás golpearse la cabeza contra las piedras. No tiene nada de sorprendente que una persona semejante sea insoportable para los que lo rodean. En todas partes siembra muerte y destrucción. Él mismo lo sabe, pero no tiene fuerzas para alejarse de la gente. Intenta con toda el alma salir de su terrible situación. Más que nada, le atraen los seres frescos, jóvenes, intactos: él desea que con su ayuda regrese su perdido derecho a la vida. ¡Esperanza vana! El principio de la destrucción siempre resulta victorioso, y el héroe de Chéjov, al final de cuentas, queda librado a su suerte. No tiene nada, debe crear todo él mismo. Y he aquí que la “creación a partir de la nada”, más precisamente la posibilidad de una creación a partir de la nada, es el único problema capaz de ocupar e inspirar a Chéjov. Cuando él despoja a su héroe hasta de lo último, como dejándolo en paños menores, cuando al héroe le queda solo golpearse la cabeza contra la pared, Chéjov comienza a sentir una especie de satisfacción, en sus ojos apagados se enciende una extraña luz, que no por nada a Mijailovski le pareció maligna. ¡Una creación a partir de la nada! ¿No traspasa esa tarea los límites de las fuerzas humanas, de los derechos humanos? Evidentemente, para Mijailovski no había dos respuestas para esta pregunta… Que hasta el propio Chéjov, si le hubiesen planteado esta pregunta formulada de manera tan deliberadamente brusca, probablemente, no habría sabido qué responder, aunque constantemente lidiase con ella o, mejor dicho, porque constantemente lidiaba con ella. Sin temor a equivocarnos, se podría decir que la gente que responde a ella sin vacilar en tal o cual sentido, nunca se ha acercado a ella, y en general tampoco a todas las así llamadas cuestiones últimas de la existencia. La vacilación es un elemento complejo y necesario en los juicios del ser humano, cuyo destino lo ha llevado a cuestiones fatales. ¡Cómo le temblaba la mano a Chéjov cuando terminó de escribir las líneas finales de “Una historia aburrida”! La pupila del profesor – el ser más cercano y querido para él, pero tan atormentado, que ha perdido la esperanza a pesar de ser todavía joven – llega a su casa en Járkov a pedirle consejo. Y entre ellos tiene lugar el siguiente diálogo:
—¡Nikolái Stepánovich! —dice ella, poniéndose pálida y apretando las manos contra el pecho—, ¡Nikolái Stepánovich! ¡No puedo vivir más de esta manera! ¡No puedo! ¡Por amor del Dios verdadero, dígame rápidamente, en este mismo momento, qué debo hacer. Dígame: ¿qué debo hacer?
—¿Qué puedo decir? —respondí, perplejo—. No puedo decir nada.
—¡Dígamelo, se lo suplico! —continuó ella, jadeando y temblando con todo el cuerpo— Le juro que no puedo más vivir así. ¡No tengo fuerzas!
Ella cae sobre una silla y comienza a sollozar. Echa la cabeza hacia atrás, se retuerce las manos, patalea; se le cae el sombrero de la cabeza y queda colgando del elástico, el peinado se le ha deshecho.
—¡Ayúdeme, ayúdeme! —suplica— ¡No puedo más!
—No puedo decirte nada, Katia —le digo.
—¡Ayúdeme! —solloza ella, tomándome una mano y besándola. —Porque es mi padre, mi único amigo. Porque es inteligente, instruido, ha vivido mucho. ¡Usted fue maestro! Dígame, ¿qué debo hacer?
—Sinceramente, Katia, no lo sé.
Desconcertado, confundido, conmovido por los sollozos de Katia, apenas puedo permanecer en pie.
—Vamos a desayunar, Katia —le digo, forzando una sonrisa—. ¡Basta de llorar!
Y en seguida agrego, con voz desfalleciente:
—Pronto ya no estaré, Katia…
—¡Una palabra, aunque sea una palabra!… — dice ella, llorando, extendiendo una mano hacia mí”.
Pero el profesor no encuentra esa palabra. Él desvía la conversación hacia el clima, Járkov y demás temas indiferentes. Katia se levanta y, sin mirarlo, le extiende una mano. “Quiero preguntarle —termina él su relato—: ‘es decir que no estarás en mi entierro’. Pero ella no me está mirando, su mano está fría, como si fuese de otra persona… Sin decir nada, la acompaño hasta la puerta. Entonces, ella se va de mi casa, camina por el largo corredor sin mirar hacia atrás. Sabe que la sigo con la mirada y, probablemente, se volverá antes del recodo. No, no se da vuelta. El vestido negro se deja ver por última vez, el sonido de los pasos se apaga… ¡Adiós, mi tesoro!”… “No sé”: ¡solo con esas palabras sabe responder a la pregunta de Katia el inteligente e instruido Nikolái Stepánovich, quien ha vivido mucho, su antiguo profesor! En toda su enorme experiencia de los años vividos, él no encuentra ni un solo recurso, regla o consejo que, aunque sea un poco, corresponda con la salvaje incongruencia de las nuevas condiciones de su propia existencia y la de Katia. Katia no puede vivir más, pero él tampoco puede soportar más su impotencia execrable y vergonzosa. Ambos – él, viejo; ella, joven – ambos habrían deseado con toda el alma apoyarse mutuamente, y ninguno de los dos sabe idear algo. Al “qué debo hacer” de ella, él responde “pronto ya no estaré”, es decir con otra pregunta, y al “pronto ya no estaré” de él ella responde con un sollozo enloquecido, retorciéndose las manos y repitiendo absurdamente las mismas palabras. Habría sido mejor no preguntar nada, no comenzar ese diálogo “espiritual”, franco. Pero ellos todavía no se dan una respuesta. En su vida anterior la conversación aliviaba, las confesiones francas los acercaban. Ahora es al revés: después de un encuentro semejante, la gente ya no está en condiciones de tolerarse entre sí. Katia se va de la casa del viejo profesor, de su padre adoptivo, de su pariente y amigo, con la conciencia de que él es alguien ajeno. Incluso ella, al irse, no se da vuelta para mirarlo. En esta ocupación, todos actúan a conciencia, y ya no se puede soñar con la armonía consoladora de las almas…
VI
Chéjov sabía a qué conclusiones había llegado en “Una historia aburrida” e “Ivánov”. Algunos críticos también lo sabían y se lo hicieron ver. No diré que haya sido precisamente el temor a la opinión pública o el terror frente a los descubrimientos realizados o a ambas cosas juntas, pero es evidente que Chéjov tuvo un momento en el que decidió, a toda costa, abandonar la posición que ocupaba y retroceder. El fruto de esa decisión fue “La sala número 6”. En este cuento el personaje es el mismo hombre de Chéjov que ya conocemos, un médico. Y el ambiente es bastante habitual, aunque algo modificado. En la vida del médico no ocurrió nada especial. Cayó en un agujero provinciano y gradualmente, aislándose cada vez más de la gente y de la vida, ha llegado a una situación de completa falta de voluntad que en su imaginación constituía el ideal de la existencia humana. Es indiferente a todo, empezando por su hospital, al que casi no va, donde reina un enfermero borracho y grosero, donde desvalijan a los enfermos y los maltratan. En la sección psiquiátrica manda un guardia, un soldado retirado que con los pacientes inquietos se las arregla con los puños. Al médico todo le resulta indiferente, como si viviera en un lugar muy lejano, en otro mundo, y no comprendiese lo que ocurre delante de sus ojos. Casualmente, cae en la sección psiquiátrica y entra en conversación con uno de los enfermos. El enfermo se queja del orden reinante, más bien del repugnante desorden de la sección. El médico escucha pacientemente sus palabras, pero frente a ellas reacciona no con hechos, sino con más palabras. Intenta demostrarle a su interlocutor demente que las condiciones externas no pueden tener en nosotros ninguna influencia. El loco no está de acuerdo, le habla groseramente, formula objeciones en las que, como en los pensamientos de muchos alienados, junto con las afirmaciones irracionales se encuentran observaciones muy profundas. Incluso, probablemente, las primeras son muy pocas, de modo que por el diálogo no se llega a adivinar que se trata de un loco. En doctor está entusiasmado con su nuevo conocido, pero no hace nada para aliviar en algo su situación. Ahora, como antes, el desdichado se encuentra bajo el dominio del guarda, que ante la mínima insubordinación lo golpea. El enfermo, el médico, los que los rodean, todo el ambiente del hospital y del departamento del médico, están descriptos con sorprendente talento. Todo predispone a una absoluta falta de oposiciones y a una indiferencia fatalista: que se emborrachen, peleen, roben, ejerzan la violencia: todo da igual, se ve que así está predeterminado en el consejo superior de la naturaleza. La filosofía de la inacción profesada por el médico es como si fuese sugerida y susurrada por las leyes invariables de la existencia humana. Parece que no hay fuerzas para arrancarlas de su poder. Hasta ahora, todo más o menos en el estilo de Chéjov. Pero el final es algo totalmente de otro tipo. El propio doctor, gracias a las intrigas de su colega, cae en la sección psiquiátrica del hospital en condición de paciente. Lo privan de la libertad, lo encierran en el pabellón de los enfermos y hasta le pegan, le pega el mismo guarda con el que le enseñó a su interlocutor loco a congraciarse y frente a los ojos de ese mismo interlocutor. El médico se despierta instantáneamente, como de un sueño. En él aparece la sed de lucha, de protesta. Es cierto que en seguida muere, pero la idea triunfa de todos modos. La crítica se podía considerar completamente satisfecha: Chéjov se arrepintió abiertamente y abjuró de la teoría de la no resistencia. Y parece que a “La sala número 6” en su momento la recibieron con gran simpatía. Agregaremos, de paso, que el médico muere de manera bella: en sus últimos instantes ve una manada de ciervos, etc. Y de todos modos la construcción del cuento no deja dudas. Chéjov quería ceder, y cedió. Sintió lo intolerable de la desesperanza, la imposibilidad de crear a partir de la nada. Golpearse la cabeza contra las piedras, golpearse eternamente la cabeza contra las piedras, es tan terrible que es mejor regresar al idealismo. Se justificaba el divino refrán ruso: “de mendigar y de la cárcel nunca te creas a salvo”. Chéjov se adhirió a la pléyade de los escritores rusos y empezó a celebrar la idea. Pero no por mucho tiempo. El cuento “El duelo”, muy cercano en el tiempo, tiene ya otras características. También su desenlace parece ser idealista, pero solo lo parece. El personaje principal, Laievski, es un “parásito”, como todos los héroes de Chéjov. No hace nada y no sabe hacer nada, incluso no lo desea; vive medio a costa de otros, contrae deudas, seduce mujeres, etc. Su situación es insostenible. Vive con la mujer de otro, a la que no puede ver, lo mismo que a su persona propia, pero de la que no sabe cómo separarse; eternamente pasa necesidades, completamente endeudado, y sus conocidos no lo quieren y lo desprecian. Siempre se siente dispuesto a salir corriendo sin volver la vista atrás, no importa a dónde, solo huir del lugar donde está viviendo. Y también su esposa ilegítima se encuentra aproximadamente en la misma, si no más terrible, situación. No se sabe por qué, sin amor, incluso sin atracción, ella se entrega a un polaco en un primer encuentro. Después le parece que está de pies a cabeza manchada por el lodo, y esa suciedad se le ha adherido tanto que no se la podría quitar ni con toda el agua del océano. Así es como esa pareja vive a la vista de todos en una pequeña ciudad del Cáucaso y, naturalmente, atrae la atención de Chéjov. El tema es interesante, ni que decirlo: dos personas manchadas por el lodo, que no se soportan a sí mismos ni a los demás…
Para contrastarlo, Chéjov confronta a Laievski con el zoólogo von Koren, que llega a la ciudad balnearia por un asunto importante, al que todos consideran importante: estudiar la embriología de las medusas. Von Koren, como se ve por su apellido, es alemán, así pues intencionalmente una persona saludable y normal, pura, descendiente del Stolz de Goncharov[2], una oposición directa de Laievski, quien a su vez sostiene una familiaridad directa con el viejo Oblómov. Pero en Goncharov la oposición de Oblómov con Stolz tenía un carácter bastante diferente que en Chéjov. El novelista de los años 40 deseaba que la aproximación a la cultura occidental renovase y resucitase a Rusia. Y el propio Oblómov no está representado como una persona tan desesperanzada. Solo es perezoso, no se mueve, no emprende nada. Parece que si se despertase se metería en cintura a una decena de Stolz. Otra cosa es Laievski. Este ya se ha despertado, se ha despertado hace tiempo, pero despertarse no le ha traído ningún bien… “No ama la naturaleza, no tiene Dios, todas las muchachas crédulas que él conoce han sido arruinadas por él o por sus coetáneos, en toda su vida no ha plantado en su jardín natal ni siquiera un árbol y no ha hecho crecer una sola brizna de hierba, y viviendo entre los vivos no salvó ni a una mosca, solo ha destruido, echado a perder y mentido, mentido”. El bondadoso bobo de Oblómov ha degenerado en un asqueroso y terrible reptil. Pero el puro Stolz está vivo y permanece puro en sus descendientes. Solo que conversa de otro modo con los nuevos Oblómov. Von Koren llama canalla y miserable a Laievski y exige para él la aplicación de los castigos más rigurosos. Es imposible conciliar a von Koren con Laievski. Cuanto más frecuentemente chocan entre sí, más profunda, implacable y despiadadamente se odian. No pueden vivir los dos juntos sobre la tierra. Solo uno de los dos: el normal von Koren o el degenerado y decadente Laievski. Por añadidura, toda la fuerza exterior, material, está del lado de von Koren, por supuesto. Él siempre tiene razón, siempre triunfa, en sus actos y en sus teorías. Una cosa curiosa: Chéjov es un enemigo irreconciliable de todo tipo de filosofía. En sus obras, no hay un solo personaje que filosofe; y si filosofa, por lo general lo hace sin éxito, ridícula y débilmente, sin ser convincente. La excepción es von Koren, típico representante de la corriente positivista y materialista. Sus palabras respiran fuerza, convicción. En ellas hay pathos y un máximo de coherencia lógica. En los cuentos de Chéjov hay muchos héroes materialistas, pero con un matiz de oculto idealismo, según el modelo elaborado en los años 60. Chéjov es sumamente severo con ellos y los satiriza. El idealismo en todos sus tipos, los evidentes y los ocultos, provoca en Chéjov un sentimiento de amargura intolerable. Le resultaba más fácil escuchar las amenazas despiadadas de un materialismo intransigente que tomar los escuálidos consuelos de un idealismo humanizante. Hay en el mundo una fuerza invencible, que divide y deforma al hombre, está tangiblemente claro. Una mínima imprudencia, y el más grande, tanto como el más pequeño, se vuelve su víctima. Uno puede engañarse a sí mismo nada más mientras sabe de él solo de oídas. Pero quien estuvo alguna vez en las garras de hierro de la necesidad perdió para siempre el gusto por la obcecación idealista. Ya no minimiza, más bien tiende a exagerar, la fuerza del enemigo. Pero el materialismo puro, coherente, que predica von Koren, expresa mucho más completamente nuestra dependencia de las fuerzas materiales de la naturaleza. Von Koren habla como si estuviese golpeando con un martillo, y cada golpe no cae sobre Laievski, sino sobre Chéjov, sobre sus partes más enfermas. ¿Para qué? ¿Por qué? ¡Pues miren! Quizás habitaba en Chéjov la esperanza secreta de que la austeridad fuese el único camino hacia una nueva vida. Él no lo dijo. Quizás, tampoco lo sabía, y quizás también temía ofender al idealismo positivista, que tan indiscutiblemente reinaba en la literatura contemporánea. Él todavía no sabía tomar la palabra en contra de la opinión pública europea, pues nuestras filosóficas percepciones del mundo no han sido inventadas por nosotros, sino que nos fueron traídas desde Europa. Y, para no discutir con la gente, ideó para su extraño cuento un desenlace convencional, consolador. Al final del cuento, Laievski “se corrige”, se casa con su amante y comienza a copiar documentos afanosamente para pagar sus deudas. Las personas normales pueden estar completamente satisfechas, pues en las fábulas las personas normales leen solo las últimas líneas –la moraleja–y la moraleja de “El duelo” es la más saludable: Laievski se corrige y comienza a copiar documentos. Es verdad, se puede demostrar que este tipo de final parece una burla a la moraleja, pero las personas normales no son psicólogos demasiado perspicaces; temen la dualidad y con la “sinceridad” inherente a ellas creen a pies juntillas todas las palabras del escritor. ¡En buena hora!
VII
La única filosofía que Chéjov tenía en cuenta, y por eso la combatía seriamente, era el materialismo positivista. Precisamente el positivista, es decir, limitado, sin pretensiones de perfección teórica. Con todo su ser, Chéjov sentía una terrible dependencia del ser humano vivo respecto de las leyes de la naturaleza, invisibles pero poderosas y claramente desalmadas; pues el materialismo, en particular el materialismo científico, moderado, que no persigue la última palabra y la completitud lógica, reduce por completo a un dibujo las condiciones externas de nuestra existencia. La experiencia de cada día, de cada hora y hasta de cada minuto nos convence de que el hombre solitario y débil, al chocar contra las leyes de la naturaleza, debe gradualmente adaptarse y ceder, ceder, ceder. No se le puede devolver la juventud al profesor viejo, no se puede afianzar al destruido Ivánov, no se puede lavar a Laievski, cubierto de lodo, etc., la sucesión sin fin de “no se puede” inexorables, puramente materialistas, frente a los que el genio humano no sabe exponer nada a excepción de resignación u olvido. Résigne toi, mon coeur, dors ton sommeil de brute – otras palabras no encontramos frente al rostro de los cuadros desarrollados en las obras de Chéjov. La resignación externa, pero debajo de ella un odio recóndito, duro, maligno hacia un enemigo desconocido. El sueño, el olvido, solo es aparente, porque ¿acaso duerme, acaso se olvida el ser humano que llama a su sueño “sommeil de brute”? ¿Pero cómo ser de otra manera? Las protestas acaloradas, de las que está llena “Una historia aburrida”, la exigencia de verter hacia afuera el despecho acumulado, pronto comienzan a parecer innecesarios y hasta ofensivos para la virtud humana. La última pieza protestataria de Chéjov es “Tío Vania”. Tío Vania, como el viejo profesor, como Ivánov, toca a rebato, eleva una alarma inaudita a causa de su vida derrochada, como si de todos modos alguien de los que lo rodean, alguien en todo el mundo, pudiese ser responsable por su desgracia. Para él son pocos los gritos y los lamentos. Llena de agravios a su madre. Como un loco, sin ningún sentido, sin ninguna necesidad, comienza a dispararle con el revólver a su enemigo imaginario, un viejo lamentable e infeliz, el padre de la fea Sonia. Tiene poca voz propia, y corre hacia el revólver. Está dispuesto a disparar con todos los cañones de la tierra, a golpear todos los tambores, a llamar con todas las campanas. Le parece que toda la gente, que todo el mundo duerme, que tiene que despertar a los prójimos. Está dispuesto a cualquier absurdo, pues para él no hay una salida racional, y de golpe reconoce que no hay salida – ni una sola persona es capaz de ello. Y comienza la historia de Chéjov: conciliarse no es posible, no conciliarse tampoco lo es, queda golpearse la cabeza contra la pared. El propio tío Vania lo hace francamente, en público, pero ¡cómo le resulta doloroso después recordar su desmesurada franqueza! Cuando todos se marchan después de la escena sin sentido y torturante, el tío Vania comprende que hubiese debido callar, que no es posible confesarse con nadie, ni siquiera con la persona más próxima y sobre cosas conocidas. La mirada ajena no soporta el espectáculo de la desesperanza. “Dejé escapar la vida” – se reprocha a sí mismo: ya no eres un ser humano, todo lo humano te resulta ajeno. Y los próximos ya no son para ti próximos, sino extraños. No tienes el derecho de ayudar a los otros, ni de esperar ayuda de los otros. Tu patrimonio es la soledad absoluta. Poco a poco, Chéjov se convence de esta “verdad”: el tío Vania es la última experiencia de una protesta ruidosa, pública, que provoca una “declaración de principios”. Hasta en esta pieza el único que se enfurece es el tío Vania – aunque entre los personajes están también el doctor Ástrov y la pobre Sonia, quienes también tienen el derecho de enfurecerse y hasta de disparar cañones. Pero ellos callan. Incluso repiten palabras buenas, angelicales, sobre el feliz ser humano del futuro; expresándonos de otra manera, callan doblemente, porque en los labios de ese tipo de gente las “buenas palabras” significan una separación completa del mundo; ellos se separaron de todos y nadie los deja acercarse. Ellos se protegen de la curiosidad de los prójimos con sus palabras, como con una muralla china. Exteriormente se parecen a todos – lo que significa que nadie se atreve a mencionar su vida interior…
¿Cuál es el sentido, cuál es el significado de este forzado trabajo interior de gente acabada? Chéjov, probablemente, respondería a esta pregunta con las mismas palabras con las que Nikolái Stepánovich respondió a la pregunta de Katia: “No lo sé”. No agregaría nada. Pero esa vida, más parecida a la muerte que a la vida, era lo único que lo atraía y lo ocupaba. Es por eso que año tras año su habla se vuelve más baja y lenta. Entre nuestros escritores, Chéjov es el que habla más bajo. Toda la energía de los héroes de sus obras está dirigida hacia adentro y no hacia afuera. Ellos no crean nada visible, peor aún: ellos destruyen todo lo visible de su pasividad externa y de su inacción. El “pensador positivo”, al estilo de von Koren, etiqueta sin vacilaciones, con sus terribles palabras, cuanto más satisfecho consigo mismo y con su sentido de la justicia esté, más energía pondrá en sus expresiones. “Canallas, miserables, bastardos, macacos”, etc., ¡qué es lo que no pensó von Koren a propósito de Leivski! El ostensible pensador positivo quiere obligar a Laievski a copiar documentos. Los pensadores positivos no ostensibles, es decir los idealistas y metafísicos, no utilizan palabras ofensivas. Sin embargo, entierran en vivo a los héroes de Chéjov en sus cementerios idealistas, llamados percepciones del mundo. El propio Chéjov se abstiene de “resolver la cuestión” con una perseverancia para la que la mayoría de los críticos, probablemente, hubiese deseado una mejor suerte, y continúa sus cuentos largos, interminablemente largos sobre gente, sobre gente viva que no tiene nada que perder, como si en el mundo fuese interesante solamente esa suspensión entre la vida y la muerte. ¿De qué nos habla? ¿De la vida, de la muerte? De nuevo hay que responder “No sé”, con las palabras que despiertan la mayor aversión de los pensadores positivos, pero las que resultan de modo misterioso un elemento constante en los juicios de las personas de Chéjov. De allí que les resulte tan próxima una filosofía materialista tan adversa. En ella no hay una respuesta vinculada con una alegre resignación. Ella golpea, humilla al ser humano, pero ella no se llama a sí misma racional, no exige para sí reconocimiento, no necesita nada, porque no tiene alma ni el don de la palabra. Se la puede reconocer y al mismo tiempo odiar. Si el ser humano logra cumplir con ella, tiene razón; si no, vae victis[3]. ¡Qué placenteramente suena la voz de la franca crueldad inanimada, impersonal, indiferente a la naturaleza en comparación con las melodías falsamente dulces de las cosmovisiones humanas idealistas! Pero después, y esto es lo principal, la lucha con la naturaleza es de todos modos posible. Y en la lucha con la naturaleza el ser humano siempre sigue siendo un ser humano y, así pues, resulta justo todo lo que él pueda hacer por su salvación. Incluso si él rechazara reconocer como principio fundamental de la percepción del mundo la indestructibilidad de la materia y la energía, la ley de la inercia, etc. Porque la fuerza muerta más colosal debe servir al ser humano, ¿quién intentará rebatir esto? ¡Otra cosa es una “percepción del mundo”! Antes de proferir la palabra, ella impone una exigencia incuestionable: el ser humano debe servir a una idea. Y esta exigencia no se considera como algo que se da por descontado, sino como algo extraordinariamente elevado. ¿Es sorprendente que en la elección entre idealismo y materialismo Chéjov se incline hacia el lado del último, un enemigo fuerte pero honorable? Contra el idealismo se puede combatir solo con el desprecio, y en ese sentido las obras de Chéjov no dejan nada que desear… ¿Cómo luchar contra el materialismo? ¿Y se puede triunfar sobre él? Quizás al lector le parezcan extraños los recursos de Chéjov, pero solo hay un medio de luchar al que ya recurrían los antiguos profetas: darse la cabeza contra la pared. Sin estrépito, sin disparo, sin alarma, solitaria y tácitamente, lejos de los prójimos, de propios y ajenos, reunir todas las fuerzas de la desesperación para los ensayos con una ciencia sin sentido, hace tiempo condenada, y con el sentido común. Pero ¿acaso tienen ustedes derecho a esperar que Chéjov aprobase una metodología científica? La ciencia le quitó todo: está condenado a crear a partir de la nada, es decir, a algo de lo que una persona normal, que utiliza solo recursos normales, es absolutamente incapaz. Para hacer lo imposible, antes que nada hay que rechazar los recursos rutinarios. Por más porfiadamente que continuemos nuestras investigaciones científicas, ellas no nos darán el elixir de la vida. Pues la ciencia, desde el mismo comienzo en que rechazó como inaccesible, por principio, la tendencia hacia la omnipotencia humana, sus métodos son tales que los éxitos en un único campo excluyen hasta la búsqueda en otros. Dicho de otra manera, la metodología científica está limitada por el carácter de la tarea que se plantea la ciencia. Y en realidad ninguna de sus tareas puede ser alcanzada golpeándose la cabeza contra la pared. Este método, aunque no nuevo (repito que ya lo conocían y lo utilizaban los profetas), para Chéjov y sus héroes promete más que todas las inducciones y deducciones (a propósito sea dicho, tampoco imaginadas por la ciencia, sino existentes desde la creación del mundo). Esto sugiere un hombre con misterioso instinto y cada vez que en él aparece la necesidad aparece en escena. Y no hay nada extraño en que la ciencia lo condene. Él a su vez está condenando a la ciencia.
[1] Personaje de la comedia de Fonvizin “El menor de edad” (1781).
[2] De la novela Oblómov.
[3] “¡Ay de los vencidos!”
Columna: Traducción, Otros Ritmos