Escrito por: Zacarías Marco
Hay soledades comunes y soledades extraordinarias. La soledad de los espacios intermedios es la común, la que se mueve en el destierro y camina hacia delante, aunque sea con la cabeza girada hacia atrás. Un terreno hecho de tropiezos donde las gemas y los rubíes son los espejismos del corazón. Por allí se avanza. Y adentrarse en los territorios de la imperfección es aventurarse sin remedio a sufrir un traspié tras otro. Aquí los brotes de las ramas no son cuánticos. No tienen esa belleza. Crecen irregulares encontrando en su apertura una resistencia inesperada. Hoy me veo llevado a orientarme y busco, al menos, que hagan serie. Que las detenciones y los desvíos hagan lectura. Me paro tras el tropiezo. Delante, incógnitas. Al principio, nada más que incógnitas. Espero. No sé cómo entrar en ellas. Pero hay que entrar, traspasar el umbral. Para hablar de ellas es preciso que ellas hablen. Eso es avanzar. Dejaré que se organicen, si es que eso se puede. La duda me detiene. Pero sí, se puede. Cuando se espera siempre ocurre algo. La espera no se soporta a sí misma, se pone rápido manos a la obra y produce retoños bastardos, ecos sin gracia, estrías de nuestra soledad. Nos fijamos en ellas. Ahora ya tenemos nuestra materia prima. Seguimos. Era cuestión de esperar.
Recuerdo que había acabado el instituto y llegaba ese año a la universidad. Debió de ser que, para ese cambio, necesité acompañarme de saberes inalcanzables, intercesores ante un difícil afuera. Recuerdo que quería aprender inglés, quería aprender el idioma como quien estudia música y se ejercita repitiendo compases buscando una confirmación en el conjunto armónico. No llegaba. Los espacios intermedios eran, sobre todo entonces, insufribles. Me horrorizaba mostrarlo en el lamentable siempre lamentable estadio intermedio del principiante. No conseguía pasar de ahí, ingresar en la fluidez de la lengua que te lleva. ¿Por qué era para mí tan importante? Atravesar ese umbral. Está al alcance de mi mano, me decía. La comunicación directa era posible, tenía que serlo, sólo era cuestión de insistir.
No sé por qué trasladé en un momento dado ese paraíso imposible a una lengua desconocida, el inglés. Un acto que repetiría muchos años después con el francés, tan ignorante entonces como lo fui antes sobre lo que me empujaba. Y también tan sorpresivamente, porque el inglés me pareció hasta ese momento un amor irrepetible. Lo fue durante mucho tiempo. Hasta que el francés se coló por una inesperada rendija. Tampoco lo dejé entrar fácilmente. Repetía una lucha desde otro sitio. La búsqueda de una inalcanzable comunión. Es curioso cómo busqué siempre destruir mi capacidad de olvido. Algo tan sano. Dejémoslo ahí. Necesito avanzar más rápido. No me mueve ahora entender mi búsqueda de acoplamiento con una lengua extranjera sino el ansia por volver al lugar donde el futuro se aclaró un día. No me mueve aunque sea un paso obligado para lo que siguió, para lo incomprensible que siguió. Además, puede que esas incógnitas estén estrechamente conectadas.
¿Cómo se aprende una lengua? ¿Se aprende? Más bien se deja ser aprehendido por ella. No podemos definir la experimentación. Se pasa por ella, se la recorre, y, aun así, no es eso todo. Algo permanece inalcanzable. Me enseñaron que eran pasos necesarios antes de ser reconocido por ella, de ser boca de su voz. ¿Pero por qué surge la necesidad de hacerse pasar por ella, de ser filtro de sus adherencias? Lo ignoraba. Empujado por una extraña tenacidad decidí acercarme poco a poco al manantial. La lengua inglesa me salpicó primero en Madrid, me rociaba sus encantos dos veces por semana. Lo de antes, la escuela, no contaba, había sido la muerte prosaica de la palabra. Después, una vez que pude desbrozar un poco ese bosque en la buhardilla de mi profesor, me permití un paso más, pude entonces acercarme un poco más y fui directo al lugar de la lluvia, de la lluvia en las calles, fui al lugar donde disfruté por primera vez mojarme en las calles, ducharme a cielo abierto con los sonidos de la ciudad. Eso era Londres para mí. Todos los rincones, todos los pasajes, a pie, en metro, en autobús, en tren. Boca, ser boca de la voz que circula por la ciudad. Desde mi atalaya del segundo piso del autobús número 30 buscaba esa comunión, la buscaba por todas partes. Por primera vez no había caminos hechos: todos los caminos estaban por hacer. Creía poder tomar mis decisiones. El lugar dibujaba mis contornos y cualquier cosa que hiciera era estar allí.
Que hagas pasar por tu cabeza los letreros en idioma desconocido, con toda su historia, imaginándote toda su historia, la de las palabras y la de las gentes que las utilizan y la de los lugares donde las utilizan, ¿puede, todo eso, permitir incorporarla? Dicen que la vida es otra cosa. Que el estudio, la soledad, el ensimismamiento del viajero observando el quehacer cotidiano del otro, del que vive allí, sin atreverse a hablarle todavía, son distintos de la vida. Pero son dos grados diferentes de experiencia, donde uno funciona como vehículo del otro o como carril por donde el otro se mueve, por donde el otro circula. Ambos están, además, irremediablemente afectados, contaminados el uno por el otro, y se cuela entre ellos lo inatrapable, eso que hace de intermediario, la vida. Pero esto no se ve y uno intenta atrapar y atrapar, numerar las piedras del camino. Se busca a Cronos por aliado, se deja que lleve él la batuta, que dicte linealmente los tiempos, que organice las escalas, que ordene y que explique. Hay que decir que así no entenderemos nada. Aquí nos empeñaremos en lo contrario, en quitarle los galones a ese poderoso impostor de la linealidad para poder establecer un diálogo con lo inexorable, atravesando tiempos para jugar con otras escalas, cambiando el compás de la mano que dirige, desenroscando su batuta, palpando su contenido, esparciéndolo delante; y quietos, allí, esperar a que nos hable.
Cómo hacerse en otra lengua, cómo salir de la lengua materna. Quedé capturado por la idea de otra lengua posible que se abriría paso en mí. Pensaba que se trataba únicamente de no ofrecer resistencia. Que si no entraba con más facilidad en el territorio de los sonidos desconocidos y sus inaprehensibles lógicas era por la oposición que yo ejercía. Algo en mí no quería, se negaba a participar. No sabía qué. No sabía por qué. Me decía que no podía salir de la lengua materna, pero que era necesario. Pasaban los meses y no ocurría. Después encontré a alguien que me dijo que no, que no era necesario más, que para qué tanto esfuerzo. Ocurrió una mañana. Me lo dijo mientras esperábamos el autobús en la ciudad de mis sueños. Fue el primer día en que salimos juntos de su casa. Me sentía tan afortunado que debía devolverle algo, algo valioso, ignorando que ya lo hacía con mi pobre torpeza, con mi pobre presencia. Veo ahora cómo intuyó mi preocupación. Pero si yo ya te entiendo, me dijo. Y aquí añadió mi nombre y me sonrió. Vi entonces que era sólo a mí a quien yo intentaba convencer, apaciguar. Estaba lejos, todavía muy lejos.
Esto sucedió en mi primer viaje a Londres. Hablar así es tan pobre, me repetía a mí mismo, al tiempo que tenía que admitir que mi nuevo amigo me mirara desde otro sitio, desde un lugar de acogida sin necesidad de equipaje. Sentí entonces que me equivocaba, que era otra cosa, que la lengua expresaba mi dificultad ante él y no al revés. Ese día descubrí que la lengua no garantizaba ningún enlace y que el enlace que yo frenaba era con el otro, con él en ese momento. ¿Por qué? Estaba desconcertado. Salté tras él al autobús y subimos al piso de arriba. Estar a su lado era para mí un privilegio. No me daba cuenta que eso me impedía cogerle de la mano, una mano que él me tendía y que tuvo que aguardar en suspenso al menos un año más para producir un movimiento distinto al imaginado. Dejo ahora ese autobús y salto en el tiempo al siguiente. Quiero avanzar rápido al segundo año, ir allí, ir ya al lugar donde ocurrió algo que se podría decir con dos palabras porque la vivencia fue, en sí, aparentemente banal. Pero su alcance no fue banal, fue algo extraordinario. Afectaba mi relación no con éste o aquél, no con tal o cual amigo o conocido sino con cualquiera. Con cualquiera y de allí en adelante, eso pensé, con cualquiera en cualquier circunstancia. Entonces, de repente, mi cuerpo se estremeció.
Voy a viajar al lugar y al momento donde una vez, creo que podría decirse que esa única vez, el enlace se produjo. Digamos, un enlace musical, un acorde que suspendió por un tiempo el territorio estriado de la imperfección. Curiosamente fue bajo la forma de una promesa, y aun así era también una realización. Eso es, cuando se realizó en forma de promesa un enlace que tiró al suelo la hasta entonces necesaria tarjeta de visita con la que me presentaba. Siempre necesité ese esfuerzo previo. Para poderme presentar. Un esfuerzo que no terminaba nunca de calmarme. Y esa tarde, a la vuelta del trabajo, mientras esperaba a mis compañeros de piso sentado en un sillón del querido, destartalado y remoto apartamento de Hackney Wick, la tarjeta caía sin que yo cayera. Ya no volvería a ser necesaria. Nada podía volverla a hacer necesaria. Nada. Eso sentí en ese momento. Eso recordé después muchas veces, durante muchos años, siempre con nostalgia. Y también con cierta perplejidad. Hasta hoy. Volver aquí, me dije entonces. Vuelve aquí si lo conseguido se desvanece un día. No olvides que sólo tienes que volver aquí.
Columna: Tejidos de escritura