Escrito por: Laura Estrin
El que recuerda, maldito tirano. Jorge Quiroga, Poesía completa 1963-1916, Instituto Lucchelli Bonadeo, 2017.-
“Quisiera poner en el cuadro mi apreciación, el amor que le tengo”. (V.Gogh).
¿Quién sabe qué es poesía? Un viejo del arte dijo: si el mundo está confundido, yo no. El que recuerda es la primera frase del primer libro que este libro incluye. Cuaderno nocturno. Los títulos de Quiroga son geniales. Poner nombre es un riesgo alto y mal llevado en la literatura de quienes no llegan a la literatura.
¿Quién sabe qué es literatura? ¿Quién triunfa el tiempo o el recuerdo? ¿Qué valen? Vale anotarlos, anotar, cualidad extrema de esta poesía. La poesía de Jorge Quiroga acomoda lo que ve, lo que anda ahí alrededor lo dice.
¿A quién le importan estas cositas? Solo a un poeta como nosotros. La poesía, esa lengua terriblemente atacada sobrevive en estas cositas nuestras, en lo más propio, en lo único que queremos decir y hacer. La poesía es la propiedad. Así como Jorge Quiroga inventa sus dibujos, sus retratos y sus parecidos con colores y collages caprichosos en sus pinturas, así escribe: Quiroga describe.
La poesía es una casa. La poesía define. Molesta que ahora yo defina: Quiroga parece no decir pero dice y consigue «ese sentido que el verano destruye». La literatura son saberes chicos, saberes de uno. Quiroga hace poesía de cosas y de estados, «de la forma del cuerpo y de cada condición». También hace frases de la ciudad, su obra es muy urbana (la ciudad para él es un mirador y le ata las palabras), y del río, o algo del mar, esos deben ser sus pequeños viajes que se acomodan en la mano que los escribe.
Se anota lo que se ve, lo que acuchilla, lo que se puede agarrar. Quiroga se protege con palabras del vacío que no puede dejar de anotar. En ellos insiste el sol y la muerte y las parejas del olvido. Quiroga pone algo vago, la noche, los barrios prontos a desaparecer, sus libros son un destilado de lo que ve y memora. De lo que le gusta. Y eso aparece. El que recuerda pide y pinta las cosas que son siempre fieles, no desaparecen. Pinta cosas y con ellas trae de nuevo el silencio que es el papel que tienen las cosas, como dice Beckett. Quiroga está ahí, es el puente suburbano, es el borde de la ciudad en Constitución. El que recuerda anota y eso jode. Quiroga repite su mundo en sus frases.
Quiroga juega un poco a lo irreal, al vacío, pero es solo un desespero de sus palabras, y aunque ellas paseen demasiado por la angustia, la muerte, el desgarro y la ausencia, atrás viene el sentido que ahí se arma y la verdad que tiene. Quiroga rodea, circunvala, viene de Lanús -donde nació igual que yo- y puede llegar a un conventillo en Avenida La Plata, o ahí llega una figura que titila en su recuerdo. Quiroga cuenta una vida tijereteada pero que consiguió fuertemente sobrevivir con una sonrisa algo inquieta e interrogante como la suya. Él sabe que «las palabras no reemplazan la vida» pero marcan el agujero de lo no podido. Tal vez, del mismo modo en que Perlongher escribió «hay cadáveres», Quiroga trae el eco insistente de «hay palabras». Hay palabras para el poeta solo, siempre solo, siempre perorante, presto a llenar de palabras el vacío como cuando dice: «No hay que dejarse convencer por los otros».
Y las palabras que tiene Quiroga son un diccionario parejo donde ninguna salta más que lo el poeta quiere. Noche, olvido, cuerpo, ausencia, voz, verano: un diccionario de cómo y de qué. Quiroga escribe cómo (cómo se siente, cómo está, cómo piensa, cómo olvida, cómo ve) y qué. El cómo arma el qué. Hay que aguantarlo.
¿Quiénes leen esta poesía? Seres afines que inesperadamente un poeta encuentra pese y gracias a sí mismo. Quiroga escribe: «¿Quién puede hablar/ sino nosotros?» y «Son lo que queda/ cuando estamos despojados de sol/ viviendo para los demás». La poesía que elegimos es la que nos dice mejor a nosotros mismos. Nos dice exactos, como cuando Quiroga pregunta al aire: «¿Qué le pasa a un hombre/ aunque se pueda entender/ su sentido?» o cuando se cerciora de que «Siempre/ está hablando con sinceridad/ como si la música lo rodease./ Así/ hace surgir de la nada/ las pocas palabras que sirven».
Entonces él va definiendo en acuarelas llenas de palabras su mirada, su recuerdo, lo que le vale el irse quedando en «las palabras (que) ya no se entienden».
Quiroga entrepone algunos personajes vagos, de la calle, un hijo, el retrato de los padres, pocas mujeres importantes, relatos recordados y traspuestos breves. La poesía de toda una vida se junta, porque con la vida uno no sabe qué hacer -como dice un verso de sus libros nuevos aquí editados- y no hay conversación ni ladrillito del tiempo que valga para juntar todo lo que se ha sentido, pensado, sufrido, visto, cegado, encontrado. Pero están «los animales de la casa», «la voz de Marta» y hay frases hermosas: «Estoy preparado para muchas cosas/ menos para que la vigilia apagándose se expanda». O Quiroga puede ver y anotar lo que vuelve, frente a los «amigos que la vida hizo desaparecer (…) viene el aire que se nos fue». Mientras que lo que se fue está apretado en las palabras que la poesía como recuerdo trae: la voz premonitoria, verdadera, nuevamente de Marta, el lugar de Sakura, la perra que conocemos; son palabras sabias de tiempo como cuando dice «pero comienza el día/ y nos buscamos entre/ lo que queremos ser» o cuando uno se convence de que «todo se pierde/ en el enigma de un dolor inevitable» o cuando afirma «Marta habla/ enfrenta la pena/ casi desconociendo o evitando/ que la colme innecesariamente». Las palabras nos arman la vida, la poesía es su mejor forma, un modo de aprender, de decir el aprender como cuando Quiroga pone: «Tenemos por delante / lo que recordamos».
Sabia la poesía de Quiroga dice: «En la vigilia donde el tiempo/ nos aísla/ entendemos que los demás/ viven en nosotros».
Columna: Ataditos