Toma, tu tiempo

Escrito por: Daniel Merro Johnston

Incluso el futuro era antes mejor

                                                                      Karl Valentin

Comienzo a creer que esto será así para siempre, justo en el momento que ya ha empezado a cambiar, sin saberlo.

Cuando se va cumpliendo el guión, todo previsto, con muchas cosas por hacer y poco tiempo para hacerlas, inesperadamente una señal se tuerce y alguien, sin avisarte, cambia tu plan de vuelo.

Me convertí en legatario. No fui heredero porque quizá no me correspondía nada, pero alguien que no estaba en los planes me dejó un legado. Estuvo trabajando puntualmente, es decir antes de tiempo, movió una palanca y el cambio de agujas abrió un desvío.

Se me asignó un trabajo lejos de la ciudad. Tendría que ir a Alcalá dos veces por semana en tren. Cuarenta y cinco minutos de viaje de ida y otros tantos al caer la tarde, de vuelta.

Ese viaje abrió un hueco, una brecha, un paréntesis, un tiempo que no existía, nadie contaba con ello, un regalo de cuarenta y cinco minutos de vida futura.

Porque nuestro tiempo fluye desde el futuro hacia el pasado como un río, se convierte en presente por unos instantes, y luego se divide en partes, se separa, se desvía, diverge hacia diferentes pasados.

Creo que desde allí, desde ese futuro, estos tipos que mantienen el vínculo buscan, imaginan y a veces encuentran un mejor plan para nosotros.

Son los que viven y piensan aquello que no tiene un lugar en este momento, son los que están en el futuro del presente, uno de los tres futuros de Henri Meschonnic.

Al mediodía solo yo voy, ellos vuelven. Cosas por hacer, ellos ya las han hecho. A la tarde todos volvemos.

Clac clac, las puertas exteriores, clap clap las interiores. El tram tram ha desaparecido pues los rieles se sueldan cada treinta kilómetros, solo unos sonidos largos como silbidos graves, para sentir que te mueves.

Elijo el asiento según la luz y los puntos de vista, con la espalda siempre cubierta.

Me atraen los desconocidos, el andar de los revisores, el anuncio de las estaciones, los horarios perfectos que nunca he aprendido, gente con la cabeza cubierta, el canto de la lengua de los rumanos y su dientes de oro, las miradas cruzadas y poco fiables entre quienes nos sentamos en las esquinas cuando el tren está vacío.

Viajes enteros mirando solo el reflejo de los cristales, una visión indirecta de imágenes múltiples y pequeños incidentes de estas vidas superpuestas.

El paisaje no vale nada, galpones, naves, todo es fondo, nada es frente. Vertederos, descampados, un inmenso prado con miles de coches idénticos aparece y desaparece.

Ese afuera me confunde, la velocidad falsifica las distancias y el tiempo pasa en unidades   variables. Se dilata y se contrae, a veces en el mismo momento.

Me enamoro y mirando tus ojos mi tiempo se hace muy lento, casi se detiene con un roce de tu mano. Mis días son eternos pero mis meses vuelan. Pasa un Ave como un rayo a menos de un metro de mi ventana y huyo.

Noventa minutos dos veces por semana alcanzan para descifrar el orden de la cábala, soñar nuestro pasado no vivido por capítulos y preparar una oposición a catedrático.

Leo y me siento más rápido o más lento, pesadísimo o muy leve y salgo volando.

Aprovecho la oportunidad y me mudo. Organizo mi memoria en capas con pistas identificables para reconocerlas posteriormente y evitar pérdidas innecesarias, aprovecho para aislar frases o imágenes que ya no sirven o que pueden salir a la superficie. Bajo, recupero el equilibrio, pensando que esta mudanza es una prueba.

Lo pienso mejor y cambio. Como si yo mismo me hubiese traducido, elijo nuevas palabras manteniendo el sentido de las frases, de los textos. En movimiento, soy inconstante en afectos y decisiones.

Quiero trasmitir mi legado, ahora mismo en este tren, para continuar con el vínculo, eso que nos une a nuestros ancestros con una lealtad invisible y que nos hace cargar con experiencias traumáticas o felices que no son nuestras, que no fueron elaboradas en su momento, pero que nos fueron trasmitidas.

Voy a legar cosas ajenas, porque está en la ley, y los obliga a vosotros, mis herederos, a cumplir con mis legatarios, cueste lo que les cueste.

A la bibliotecaria del Sanjo, un servicio de autobús que la lleve a la ciudad en no menos de treinta minutos y un ejemplar de la primera edición del jardín de senderos que se bifurcan firmado y dedicado: a César Tiempo, estos tímidos ejercicios fantásticos, cordialmente, Jorge Luis Borges, en 1942, para que los disfrute juntos.

Al coleccionista de monedas, que me espere allí arriba con su sonrisa tranquila, que tengo muchas cosas para contarle, que escuche a Piglia, se compre una libreta y anote todo. Trataré de demorar lo máximo posible, pero iré.

A mi amigo el cabo, un despertar temprano, un poco más de cuarenta minutos antes que siempre. Sin sueño y con toda tranquilidad, se acostumbrará a dormirse pronto, feliz de identificar a diario esta ventana de minutos nuevos como un luminoso contratiempo y comenzará a preparar su lectorado para el Trinity College de Dublín.

Se lo haremos un poco más fácil, con el Ulises en tapa dura, una de las ciento cincuenta copias de la primera edición, Shakespeare and Company, impresa en exquisito papel de algodón Vergé d’Arches con el número ciento treinta y seis, firmada y fechada por James Joyce el 27 de junio de 1922 y enviada a James Whitall de Londres. Por apenas ciento cuatro mil doscientos cuatro euros, la librería se lo enviará a su casa.

Y lo demás, las cosas menos importantes, tendréis que pensar vosotros, pues yo no lo sé.

Cuando salgo, no puedo evitar una mirada a la secretaría. Allí dentro, en la sala de archivos, en un cajón enorme y entre varios folios me está esperando desde hace muchos años pero aún no he ido a su encuentro.

Por la parte de atrás tiene sellos y anotaciones, numerillos y letras como códigos secretos o mapas, que ya no necesitan permanecer ocultos pues están escritos en el mismo tesoro.

Me lo he imaginado flameando en la ventana de este tren, y el tiempo se haría muy largo recordando todo lo que ha pasado mientras lo buscaba.

Pensé en dejarlo allí para siempre, nadie lo reclamará y vivirá feliz, impecable.

Pero si un día se incendia la Escuela, sobreviene una invasión incontrolable de pececillos de plata y yo no vuelvo porque habiéndome sentado en un lugar equivocado me apuñalaron por la espalda, podéis mostrar está declaración, quizá os den mi título de Doctor y a vosotros se les ocurrirá algo que hacer con él.

  Columna: Dérives