Atadito 19: En la ciudad líquida de Marta Rebón, Caballo de Troya, 2017

Escrito por: Laura Estrin

 

«Los libros son lo mejor que tenemos en la vida, nuestra inmortalidad»
(Varlam Shalámov, Mis bibliotecas, citado En la ciudad líquida)

 

Leer, leer biografías. Leer fotos y recuerdos. Leer un libro que enhebra mil libros que atan recuerdos, imágenes; un cálido libro de retratos atesorados y aquí compartidos. Leer una vida de lecturas y lenguas. Viajes. Pero no un libro más: “Lo que a mí me seducía del viaje, no obstante, era más bien esta idea de Rilke: «Para dar a luz un solo verso hay que haber visto muchas ciudades, hombres y cosas, hay que conocer los animales, hay que sentir cómo vuelan las aves y saber con qué ademán se abren las flores pequeñas al amanecer». Un libro de Rusia y la literatura rusa. Y sus ciudades, ciudades, personajes de libros, que al verlas despanpanan. Y juntar todo, Dostoievski sobre S.P: “No hay ciudad que pueda compararse a San Petersburgo; desde el punto de vista arquitectónico, es un reflejo de todas las arquitecturas del mundo, de todos los periodos y modas; todo ha sido copiado paulatinamente y tergiversado a su manera. En esos edificios, lo mismo que en un libro, pueden leerse todas las corrientes de ideas grandes y pequeñas que, de forma progresiva o súbita, nos han llegado de Europa.»

Hacer un libro con lo que leemos, con lo que somos, con lo que hacemos. Saber hacerlo. Un libro amable que dice su parentesco con El viaje de Sergio Pitol pero también perdido de la mano sabia de Gógol, también, de las infinitas remakes de Dostoievski. Marta Rebón ama leer y contar su trabajo de traducción y así puede recorrer las mil veces en que los autores quieren, con un hacha, matar a un usurero, sin dejar de notar todo lo terrible, incandescente siempre, que queda en nosotros cuando leemos. Como las mil veces que puede volverse a las familias felices que Tolstoi desvanece en Anna Karénina y que, en su envés, la muerte de la misma Anna Karénina, Dovlátov dice como su propia tragedia. Todo eso es En la ciudad líquida.

Una y otra vez el libro vuelve sobre esa tarea de Stalker, por la nostalgia de Tarkovski, pero además, por la tarea de traducción. Y allí anota que “Chukóvskaia, también traductora, comentó, en un texto de ficción, la difícil tarea de traducir poesía: «Nada como la impotencia de la traducción revela mejor que los versos no solo se construyen con palabras, ideas, pies métricos e imágenes, sino también con el tiempo que hace, el estado de ánimo, el silencio, la separación…” Marta Rebón anota citas como cuentas dulces en un libro que nos rodea por completo. Un libro que hace atmósfera es un libro que nos deja adentro. Eso es un libro. En la ciudad líquida puede de atrás para adelante presentar a Nábokov, verlo de profesor norteamericano a niño ruso y siempre atarse a lo que es el hilo de su tarea: “Las licencias que Lowell se tomó a la hora de verter poesía extranjera al inglés encontraron detractores. El más clamoroso fue Nabokov, que le dedicó una airada diatriba en un artículo. Cuando The New York Review of Books lo publicó, los editores le hicieron llegar una copia a la viuda de Mandelstam. En la réplica de Nadiezhda no faltaron «correcciones a las correcciones» de su compatriota: «Cada palabra de su carta me parece un ladrido indigno de un hombre de letras. Está privada de toda simpatía y comprensión… Cualquier traducción es una suerte de adaptación. Todas son buenas y, de alguna manera, insatisfactorias. Estemos agradecidos por lo que es bueno y nunca contestemos con insolencia al poeta-traductor o adaptador por lo que no nos haya complacido».

En la ciudad líquida es un libro que hilvana y nos da millones de lecturas contundentes, que además es un libro de historia, de viajes a la historia leída o aprendida en libros voraces y, simultáneamente, que caen en malditas avideces, como se reprochó desesperada Tsvietáieva. Un libro donde Siberia, la de Shálamov, toca a Proust. Un libro para unir lo que se ama, autores y lugares que más que camino hacen una especie de largo interrogante dado a un “tú”. Un libro dedicado.

 Y Marta Rebón va desgajando impresiones fuertes, afirmaciones y saberes: “¿Acaso escribir no es un homenaje prolongado a la imperfección?” o “Las pasiones literarias se rigen por fuerzas gravitatorias misteriosas” o “De la infancia siempre nos estamos alejando, como montados en un tren sin paradas”. Marta Rebón arma su libro con lírica, tal como ella misma señala para un autor retratado allí esa “inclinación suya a escribir una poesía que abraza la prosa” porque, añade en otro lugar, “hay que robar versos para captar el espíritu de una ciudad“. Entonces su libro nos regala: “El sol se pone tan oblicuamente que da la impresión de que toda la luz viaja paralela al horizonte.” Porque también es un libro de acuarelas, de lecturas escritas. De los libros que hacen escribir: “la lectura me arropó con una felicidad inagotable”, señala.

Biografía de libros, biografía autobiográfica de una autora y fotógrafa voraz: “Somos tiempo cuajado, solo existe lo que se amó. Dos miradas se calibran y el horizonte se expande”.  Una mirada que vuelve una y otra vez a las ciudades rusas pero que puede irse con Bishop a Petrópolis. Me gustaría decir de En la ciudad líquida lo que Marta Rebón dice de la poeta: “Más que crear un mundo, como hacen muchos poetas, Bishop describió con sobriedad el que veía, sin ceder nunca al sentimentalismo, que detestaba, y parecía animar sosegadamente al lector a observarlo más de cerca. La suya es una poesía de la percepción, apegada al horizonte y a lo próximo, en que las palabras transmiten una verdad transitoria, nunca absoluta, sin explayarse en confesiones ni verter sentencias categóricas. En su obra confluyen extrañamente lo impersonal con lo íntimo.” Pero también lo que registra en  Dombrovski que repetía: “He decidido no inventar nada, describir lo que conozco mejor, mi propia vida».

En la ciudad líquida es, por cierto, un libro de lejanía y tiempo: “Prendemos y apagamos días como cerillas”, dice la autora para hacia el final del relato notar que “Leer nos sitúa en un espacio intermedio: a la vez que dejamos nuestro yo en suspenso, nos vincula con nuestra esencia más íntima. Virginia Woolf, lectora compulsiva, escribió que la condición de la lectura consiste en la completa eliminación del ego…” Y el libro va y viene, de los Bowles puede volver a Piast, al Salón de Gippius… y vuelve a la mayor intimidad: “Aprovecho tu ausencia para alargar la jornada de trabajo”. Antes había dicho muy justa: “recordar es restablecer la intimidad, se alza como un alegato a favor de la dignidad y la resistencia”.

Columna: Ataditos