Escrito por: Daniel Merro Johnston
¿Qué hay en estas cajas?
El hombre lo miró y sonrió: –¿No lo sabes? Son tus días.
–¿Qué días?
–Tus días perdidos. Han venido.
¿Qué has hecho? Míralos, intactos, todavía enteros.
Dino Buzzati
El comienzo fue disponer el encierro y prepararme para la despedida, conseguir las mejores cajas de cartón duro, que pudieran resistir seis meses hasta que yo volviese.
Con tristeza y cariño, como leyendo sus derechos mientras les entregaba su uniforme a rayas, fui ubicando lentamente las cosas dentro. Era para su bien, para cuidarlas.
Cada caja fue identificada con un código en letras azules que estaba seguro de no recordar: MARDO8093 significaba material de arquitectura vinculado a la docencia entre 1980 y 1993, COANMA colección de animales de madera y COCORE cosas de cocina para regalar.
Embalar fue un ejercicio de olvido, el alma por el suelo sucio, dolida de recibir pisotones. Objetos por todos lados, como si fuesen las huellas de los pies que fueron felices durante la fiesta y hoy quedan solas en el espacio del recuerdo.
La segunda fase fue el abandono.
Poco acertada fue la decisión de dividirlas. Algunas aquí y otras allá. Nadie las quería. Un presente griego, un caballo de Troya condenado a convertirse en un problema.
Manos ajenas, gentes extrañas, recibieron mis cajas. Recuerdo perfectamente sus caras de hace dieciséis años, que como testigos no deseados de un naufragio invisible acogían un grupo de desamparados en plena noche.
Recuerdo también la mía, angustiada por la certeza del inicio del viaje de mis libros hacia esa tierra inaccesible donde van las cosas perdidas para no ser recuperadas jamás.
Lentamente fueron desapareciendo. Durante un período largo, evité sus noticias. Fueron entrando en esa neblina perpetua que va y viene entre la posibilidad de estar en algún lugar y evaporarse para siempre.
Alguna noche me desperté sudando y abriendo cajas, removiendo objetos inútiles como un loco para averiguar si detrás de ellos estaba eso que buscaba.
Cuando perdí sus rastros, comencé a sentir la necesidad de saber. ¿Dónde estarían? ¿Qué había? Quizá alguna vez tendría que averiguar qué fue de ellas.
Intenté aceptar y buscar una pista. Tenía que encontrar la agenda, habría apuntado, yo hacía listas.
De golpe necesitaba como nada en este mundo, tener en mi mano La vida en el campo de John Seymour con doble dedicatoria, una a mi padre y por debajo la otra, de mi padre hacia mí, con veinte años de diferencia entre ellas.
Me daba rabia solo sospechar quién se habría quedado con la teja de alerce de las casas del sur de Chile, con mi colección de caricaturas o los pescados colgantes.
Como el flashback del ácido que años después te transporta al otro lado y necesitas, imploras, mueres por ese libro que ya no tienes y te lías a garrotazos con tu biblioteca, estoy sufriendo la fase final, la dispersión.
Las cosas se liberaron de mí. Se movieron, se fueron, se transformaron o se disolvieron en otro contexto. Todos nos hemos movido. Ya somos otros, buscadores y buscados, con otra mirada.
Esos objetos que pensaba que me acompañarían siempre, incondicionales, las armas que me habían servido para descubrir el mundo se fugaron, quizá hubo cómplices que ayudaron, pero huyeron y no volverán.
Cuento esto porque me temo lo peor.
En estos últimos días los ex convictos han pasado a la ofensiva.
El sábado pasado, en casa de una amiga del hijo de un ex compañero, mirando su extensa biblioteca me sorprendió el lomo ajado de un pequeño ejemplar de la antigua editorial Losada.
Cuando vi la famosa portada de la primera edición de Los orilleros de Borges con una esquina rota y lo sentí temblar en mis manos, pedí al cielo que no estuviera dedicado con lápiz “a mi querido Manuel, por su amistad genial…” antes de abrirlo, muy lentamente.