Escrito por: Philippe Sollers
Traducción : Hugo Savino
Cada tanto recibo cartas de insultos, a menudo anónimas, que provienen de seudo-admiradores de Guy Debord. Me tratan, con no mucha precisión, de víbora lúbrica, de hiena dactilógrafa, de maoísta, de papista, de prostituta mediática, de falsificador profesional, de perverso polimorfo, de idiota, y me quedo corto. Las cartas más policíacas no omiten recordarme que Debord, por definición infalible, me habría juzgado de una vez para siempre cuando me trató, una noche de mal humor, de “insignificante”. Toda el agua del mar no podría lavarme de este epíteto, y sin embargo, indiferente a mi propia insignificancia, no por eso dejo mi oscuro trabajo de interferencia y de avasallamiento. Estas cartas hay que aclararlo, carecen absolutamente de humor. Tienen un estilo aplicado, falible, melancólico. Destilan un aroma de provincialismo profundo, un estilo siglo XIX mal digerido, un clericalismo congelado. Uno se pregunta qué leen sus autores fuera de Debord : visiblemente poca cosa. Entonces rápidamente se impone la conclusión de que no llegan a impregnarse del autor de su predilección. Por eso finalmente están en consonancia con la mayor parte de los asalariados del espectáculo, de quienes se puede ver con claridad que nunca reflexionaron en las propuestas más elementales del autor de Panegírico. Están lo que creen que Debord hizo únicamente “crítica social”, y los otros, los que creen que se trataba de un utopista temperamental cuyas “ideas “ habrían triunfado a pesar de él en el poder absoluto del mercado.
Los clisés solo piden funcionar, la máquina se embala. Todo está preparado para verificar lo que se podría llamar el teorema de la carta robada : no ver lo que se tiene ante los ojos, ahí, a plena luz. Incluso están aquellos que piensan que Debord era un bon vivant, suicidado desgraciadamente, más bien alcohólico, y que está bien que sea así, tampoco se trata de hacer un mundo de algo así. ¿Su pensamiento? ¿Qué pensamiento? Debord ni siquiera era un intelectual funcionario, y por otra parte, cada vez más, se sabe que los intelectuales son unos impostores. ¿Su arte? ¿Qué arte? ¿Estos libros, estas fotos, estos collages, estos films? Usted está bromeando. Por ejemplo, este último volumen póstumo, Panegírico (tomo segundo) : ¿podemos imaginar algo más chato, más “insignificante”?
Pues bien, en este libro se trata de arte con mayúscula, un arte cuya particularidad siempre será la frialdad, la certeza de sí mismo, la calma. El teorema se burla de su naturaleza, no es indecente. Pongan una lapicera en manos de un moralista que sea un escritor de primer orden, y será superior a los poetas. Aquí se verifica una vez más esta ley. ¿Ustedes piensan que estas fotos son malas? Obviamente que no, son deliberadas y meditadas por alguien que supo, mejor que nadie, lo que quiere decir una situación. Se trata de una fecha exacta, de un momento que toma en cuenta todo lo que lo sostiene y lo rodea, se trata de una manera enteramente nueva de escribir la historia perfilándose allí como ausencia o presencia transformadas por la pasión de la libertad.
Debord, a los 22 años, en 1953, se divertía escribiendo sobre una pared de la calle de Seine : “¡No trabajen jamás!”. Publica la fotografía de esa inscripción, es tiempo en estado puro (quince años antes del 68). Es también un principio del que nunca se alejó (aunque en un sentido, más bien chino, se podría decir que nadie trabajó más que él : “No hacer nada, pero que nada se haga”). Fechas, fotos, citas, planos, mapas : pruebas, todas, de una visión viva y global en la pelea azarosa de la existencia y, simultáneamente, a “flote”. ¿Quién vivía en esa calle precisa, ese mes preciso, qué frase estaba escribiéndose en ese café? ¿Quiénes son esas mujeres jóvenes, tan bellas, de las que ninguna revista pensaría en hacer la publicidad? ¿Esos amigos de mirada clara?¿Dónde están esas casas de Italia?
Hay una geografía mágica de Guy Debord, y se ve muy bien cuánto le debe al surrealismo en su periodo de descubrimiento de la ciudad : pero nada oscuro ni irracional, ningún espiritualismo, ninguna histeria, y ahí, una cita de Shakespeare es suficiente : “El hombre en ciertas horas, es dueño de su destino. Nuestras faltas no están en nuestras estrellas, sino en nuestras almas prosternadas.”
El arte de la cita es un arte extremo, muy difícil, si se quiere probar una cierta continuidad secreta y clara de la historia y del tiempo. En ese caso hay que apropiarse de toda la batería clásica, rescatarla y prolongarla críticamente, y por último una síntesis filosófica moderna para no ser “modernista” en ningún caso. El francés, como lengua, está aquí en su máximo despertar. Desde luego, Debord no es un “poeta” ni un “artista” : por eso es justo hablar de su arte, de su poesía, puesto que la libertad más grande solo puede ser revolucionaria. Entenderlo equivale a decirse : “Claro, sí, es posible hacer de ese modo, pero también “de manera diferente”.” Debord es lo contrario de un santo, y se sabe hasta qué punto la época es amante de mártires puestos en escena : Guevara crístico, esa pobre Argelina transformada en Madona, la Madre Teresa y Lady Diana en fusión- espectáculo.
Nada más sutil que la nota de humor que introduce Debord para la traducción de Panegírico, nada más opuesto a la pesada sopa de populismo mezclada con agua de Vichy que nos sirven en estos tiempos. Alguien llegó a decir que Panegírico era “emocionante”. Bien dicho, el genio es emocionante. “Estamos, escribió Novalis, en el comienzo del arte de escribir. Cada vida tiene un tema, un título, un editor, un prefacio, una introducción, un texto, notas, etc. – o puede tenerlos.” ¿Les parece “romántico”? Sí, ¿y qué?
(Sobre Panegírico II de Guy Debord. Le Nouvel Observateur, 16 de octubre de 1997. Y pileface.com).