Escrito por: Daniel Merro Johnston
El que está en Venecia es el engañado que cree estar en Venecia.
El que sueña con Venecia es el que está en Venecia.
Ramón G. de la Serna
No encuentro las fotografías del Hospital… ¿es posible que las haya guardado impresas solo en mi memoria?
Me llamo Guillermo Jullian de la Fuente, y de vuelta en Santiago, estoy ordenando miles de planos y documentos para donarlos a la Universidad.
Terminé mi carrera y me fui a Europa en el año 1958 en un barco que llevaba cobre a Amberes, soñando trabajar con Le Corbusier.
Llamé a la puerta de sus padres en el lago Lehman. Por encima de los ladridos del perro y por una pequeña mirilla expliqué a su madre que admiraba esa casa y que quería conocerla.
—Albert me deja encerrada porque dice que estoy loca y que me voy a escapar. Si quieres, puedes saltar el muro –me dijo. Me recibió y me convidó con pastel porque era su cumpleaños. Mientras me daba más y más pastel porque se le olvidaba, yo apunté todo lo que dijo.
Visité Venecia, dibujé sus calles, canales y la catedral de San Marcos con todo cuidado y se los mandé a Le Corbusier, pero el maestro se me burló por carta: “¿Descubrió estos aspectos usted mismo o compró postales?”
Gracias a su madre, que le comentó mi vista, me llamó, nos reunimos y me aceptó en el equipo con la condición de mantener dos secretos. Uno de ellos, que cambiaría la cerradura del estudio y echaría a todos sus colaboradores más antiguos a la vuelta del verano. El otro me lo guardo.
En 1962, nos encargaron el proyecto para el Hospital de Venecia, lo que sacudió mi vida para siempre.
Allí, al final del Canareggio, hicimos un proyecto fantástico, abierto y casi ilimitado cuya estructura se expandía hacia la laguna, apoyándose o flotando sobre ella, con volúmenes sobre pilotes sumergidos en el agua, siguiendo la técnica de construcción antigua de los venecianos.
Solo la parte superior sería cerrada, el piso de los pacientes ingresados. Todo lo demás lo dejaríamos semiabierto, encantados de encontrar los espacios públicos en los vacíos entre las cosas, esa idea que tanto habíamos hablado con mi amigo Van Eyck.
Con 32 años me instalé allí, en el barrio de San Giobbe. Tres años ajustando esquemas, planos y maquetas como responsable de un equipo de arquitectos, urbanistas y médicos.
El conjunto tendría solo tres niveles: planta baja para peatones, góndolas y vaporettos que llegarían a los vestíbulos y a la administración. En la intermedia, los servicios de diagnóstico, y en la planta superior, los pacientes en sus habitaciones maravillosas con luz del cielo.
Pero en el verano de 1965 nos fuimos de vacaciones, y ya no volvimos a ver a Le Corbusier.
El día que murió el viejo me sentí como un huérfano, no sabía qué hacer. Yo conocía sus fórmulas y sus maneras de trabajar, manipulaba sus fantasmas, que operaban simultáneamente uniendo todos los aspectos de su vida, las ideas y obsesiones que estaban en su interior. Pero no había vivido su vida, no había tenido las experiencias que formaron su pensamiento.
Todo parecía naufragar. Sin embargo, la dirección del hospital me invitó a continuar y finalizar el proyecto que, recuerdo perfectamente, terminé con entusiasmo en noviembre de ese mismo año. Le siguieron negociaciones, reuniones y más reuniones hasta el año 1972, cuando Venecia se rindió, abandonó la empresa y se tragó una oportunidad única, un proyecto arquitectónico sin precedentes.
Volví derrotado a París pero me construí otra vida. Con mi hermano montamos un atelier en una nave industrial en la calle Daguerre y conseguimos encargos interesantes, desarrollamos las embajadas de Francia en Brasilia y Rabat, que habían quedado pendientes luego de la muerte de Le Corbusier, y otros trabajos en Argelia.
Hasta que conocí a Anne, una mujer fantástica, y en 1984 nos fuimos a vivir a Boston.
Habrían pasado quizá veinte años de todo aquello y no sé por qué decidí volver a Venecia.
En pleno invierno, viajé en tren desde París. Muy temprano desde Gare de Lyon, al mediodía por Turín, luego Milán, vimos desde lejos el Lago di Garda al pasar por Peschiera. Luego Padova y a la tardecita nos acercamos a Venecia.
Recuerdo que estaba terminando de ver el Napoleón de Kubrick en el televisor del tren mientras cruzábamos la Via della Libertà, esa pequeña línea que une el continente con la isla y que acaba en la estación de Santa Lucía, cuando la niebla cayó sobre el tren y se mezcló con el crepúsculo de Venecia, con esas luces que llevan miles de años reflejándose en el agua.
En ese momento, el hospital apareció a mi izquierda.
Allí estaba. Maravillosos, los prismas de hormigón gris flotando sobre el agua, perfectos. Las luces lo iluminaban desde abajo y lo dibujaban en la laguna destacando las pequeñas plazas interiores en penumbra como huecos por donde aparecía Venecia en un segundo plano, mezclándose con el hospital.
Imágenes por encima y por debajo cambiaban de posición varios horizontes simultáneos que se filtraban entre el edificio y la ciudad.
Bajé del tren y caminé lo más rápido que pude por la calle Carmelitana, crucé el puente y entré al gran atrio semicubierto del hospital, emocionado como el director sube al escenario al final de la obra.
Envuelto en el sonido de las sirenas lejanas, de las gaviotas en los techos y el chop-chop del agua negra que chocaba contra los pilares sumergidos junto a mis pies, me animé a mirar hacia arriba y pude ver la luz que se colaba entre los amarillos y verdes de los lucernarios cambiando por momentos el color del hospital.
Ni en el más bonito de mis sueños, el hospital, el agua y la luz se fundían con tanta delicadeza, como asumiendo esa cualidad veneciana, la transenna, los suaves trasluces que desvanecen los límites entre los canales, los palacios y sus interiores iluminados.
No pensaba, no respiraba, solo disfrutaba.
No había nadie, pero estaba todo.