Escrito por: Zacarías Marco
Al día siguiente de haber desplegado los dos momentos de la causación del sujeto, Lacan sorprendía a su auditorio con este solemne introito: Formar analistas ha sido, y sigue siendo, la meta de mi enseñanza. ¿Qué le empujaba a ello? ¿Pretendía ahuyentar algún malentendido tras haberse dejado llevar, el día anterior, por complicadas operaciones matemáticas, o por sesudos desarrollos filosóficos interrogando el deseo de Descartes? Es poco probable, y no sólo porque todos los presenten sabían bien de la importancia que el maestro reservaba al estudio de estos materiales, sino porque ese año, 1964, era un año muy especial, Lacan había sido expulsado de la Asociación Internacional de Psicoanálisis y su enseñanza, la formación de analistas, declarada prohibida. En adelante tendría que hacerlo a título propio, amparado únicamente por su Escuela. De ahí, quizás, que esta introducción cobrara en ese momento un relieve particular, en el renovado esfuerzo por asentar sobre bases firmes lo que seguía siendo la meta de su enseñanza.
Una de esas bases era sin duda la concepción del sujeto, abordada por el psicoanálisis en tan clara oposición con todo discurso previo que Lacan no dudó en calificarla de subversión. Retomemos los impasses que revelan su precariedad constituyente, esbozados en el aforismo anterior, pero apuntando ahora directamente al cuerpo del delito.
Como vimos, el segundo momento lógico, la separación, giraba en torno a la posibilidad de subjetivar la pulsión; y su resultado, promovido en el encuentro de la falta del sujeto con la falta del Otro materno, era la construcción del fantasma. Si en la anterior operación el sujeto se iba a hacer representar por un significante extraído del campo del Otro, ahora se hará representar por un objeto. Representaciones ambas que no debemos entenderlas como algo que apuntale su ser, bien al contrario, quedará éste dividido por ellas, debido a los efectos de desaparición, de afánisis, que provocan. El sujeto construye su lugar traduciendo como demanda lo insondable del deseo del Otro, y responde a ella de la única manera que puede, con su pulsión. El fantasma viene a fijar esa relación con el elemento pulsional, el objeto a, recortado en ese encuentro con el Otro, con el doble objetivo de velar el agujero abierto por la castración y sostener el deseo. El fantasma es la fórmula del velo que sostiene el deseo, la ganancia tras haber aceptado la pérdida. Para entenderlo, nos acercaremos a la angustia, el afecto que surge cuando ese velo se rasga. Nos acercaremos a la causa de este afecto, caracterizado por Lacan como el único que, por ser señal directa de lo real, no engaña.
Retrocedamos un poco en el tiempo, un año, a unas sesiones particularmente oraculares donde el maestro, tras dejarse llevar por su verbo, lo retiene y enmudece delante de sus alumnos. En ese momento, de pie en la sala, él mismo se hace objeto, y una vez más el auditorio queda atrapado por una solemnidad sin pompa. ¿En qué piensa? ¿Dónde tiene fijada la vista? La pausa produce sin duda un cierto extrañamiento, una inquietud difícil de aguantar que la mayoría trasforma en devoción. Finalmente, sus ojos retornan del pozo que los engulló y los escribas se apresuran a garabatear el aforismo que sale de su boca, la angustia no es sin objeto.
Con esta característica inversión suya, la doble negación, Lacan venía a rectificar la distinción freudiana entre el miedo y la angustia, provocando el colapso de toda una tradición del pensamiento. La novedad era absoluta. Hasta entonces, parecía de sentido común pensar que el miedo tenía la fortuna de concretarse en un objeto, mientras que la intensa perturbación que caracterizaba a la angustia se debía, precisamente, a su ausencia. Sin embargo, también encontramos en Freud una reflexión sobre el surgimiento de la angustia que habilita el vuelco dado por Lacan. Freud observa –en el apartado octavo de Inhibición, síntoma y angustia– que tras el alejamiento de la persona amada, el niño pequeño la recrea imaginariamente, de manera espontánea, invistiéndola de una emoción proporcional a su añoranza. Esta creación, debido a su intensidad, podría sorprender al propio niño, provocando un desconcierto capaz de trocar esa emoción en angustia. Desgraciadamente, Freud dejará caer la consecuencia lógica de esta aguda observación fenomenológica, un verdadero diamante en bruto que le habría confirmado, contrariamente a su tesis, la presencia de un objeto como el rasgo definitorio de la angustia. Veamos ahora el sutil pero definitivo giro que imprime el pensamiento topológico de Lacan, recogiendo el diamante y puliéndolo como se merecía. Señala que la opresión que toma al sujeto en la angustia no está en conexión con algo exterior, sino que proviene de lo más íntimo de sí. Olvidémonos pues de la ausencia real de la madre. Lo que importa es lo que al niño se le ha construido, con lo que tiene el encuentro que le hace palidecer: la visión desconcertada e inasumible de su propia intimidad.
La novedad estriba entonces en una reorientación topológica que va a liberar a Lacan de cierto compromiso con aquellas realidades imaginarias que a veces empantanaban el discurrir freudiano. Soltado ese lastre, de cierto regusto académico, Lacan podrá presentar de forma subversiva lo que ya estaba a la vista. La fórmula importa, el aforismo expresa una verdad a partir de entonces irrenunciable. El qué y el dónde se van a imbricar de tal manera que, en lo sucesivo, la pregunta por el objeto sólo podrá responderse topológicamente. Lacan escogerá un ejemplo inolvidable. Recordando el final de la tragedia de Edipo, la escena donde éste se ciega, dirá que la angustia es la imposible visión de tus propios ojos por el suelo. Una imagen espeluznante para dar cuenta de la confrontación con ese extraño objeto tuyo que sin saberlo te representa.
Freud empezó considerando a la angustia como efecto de la represión. La respuesta a una insuficiencia psíquica que había mudado la libido en angustia, como se avinagra el vino, para impedirle satisfacer sus pulsiones sexuales. Una visión que escondía, en realidad, una gran dosis de optimismo, pues liberando el cauce sexual interrumpido ambicionaba secar la fuente de la angustia. Pero pronto la clínica le fue obligando a rectificar y terminó ubicándola del lado de la causa, la angustia provocando la represión misma. Desde entonces entendemos la angustia como algo estructural, tan ineludible como el trauma, imbricada en el origen de los síntomas y de la posición neurótica del sujeto. Lacan continúa el camino trazado por esta segunda versión, expuesta por Freud en 1925, atando los cabos sueltos. Se verá que no son insustanciales. Y como la diferencia que nos interesa destacar se pone de manifiesto en sus respectivos acercamientos al estudio de la fobia, vamos a aprovechar la proximidad que tiene ésta con la angustia para discernir la naturaleza del objeto en juego. Nuestro telón de fondo será el historial freudiano del caso Juanito.
La fobia es el camino más corto de la angustia al síntoma. La fobia es el hallazgo de un significante, el llamado objeto fóbico, con el que el niño tramita, vía impedimento, el goce que le ha invadido. La inmediatez de este hallazgo es lo que diferencia la fobia del ataque de pánico, que en la escala de la angustia colocaríamos en el lugar más elevado. ¿Qué empuja al niño a recurrir a una fobia? El surgimiento de una angustia particular, producida en el encuentro con la falta en la madre, concretamente, con la manera en que ella reacciona frente a su propia castración, en este caso eludiéndola. El niño responde a este goce no castrado de la madre con el propio, lo que termina provocando su angustia. La fobia es su manera de poner un límite a su goce, de reintroducir un ordenamiento.
Entendida desde su funcionalidad, la fobia es un límite en ausencia de otro, un límite que suple la falta de regulación de un goce. ¿Qué regulación? Aquella que instala un ordenamiento separador, una función conocida como metáfora paterna, lo que era la construcción edípica en Freud, esto es, la operación simbólica que nombrará el goce con la brújula del falo. ¿Por qué camino lo lleva y a través de qué pruebas lo conduce? Por el de los avatares de la pulsión. El nuevo operador lógico, el falo, traduce los conflictos imaginarios por los que pasa el niño-a para ubicarse en la escala del deseo. Este magnífico comodín le irá ofreciendo a cada paso su elenco de traducciones: podrá pasar de serlo/no serlo a tenerlo/no tenerlo, con todas sus secuelas imaginables, ofrecerlo/buscarlo, envidiarlo/temer perderlo, etcétera. El encuentro con la falta en el Otro, con su castración, le remitirá a la propia. La orientación fálica le sirve para traducir la pulsión de la madre en demanda y responder con la propia, con su pulsión.
¿En qué queda entonces el Edipo freudiano? ¿Cómo entenderlo? Si lo pensamos en un nivel lógico, el Edipo es el relato princeps que expresa la imposibilidad del goce: la vuelta mítica a Madre debe ser frenada por provocar un acto impensable, la muerte del Padre. Este imposible impone la Ley, esto es, la renuncia al goce. Por eso, no importa aquí la forma del relato, porque es una cuestión de estructura, del reflejo de la operación del símbolo, que cuando es operante impone siempre una renuncia.
Acerquémoslo a nuestro ejemplo. Lo que se le encasquilla al sujeto en la fobia es, precisamente, la construcción del relato. Intuimos que el falo como símbolo no le funciona lo suficiente y tiene que recurrir al objeto fóbico para que le haga de significante ordenador. A fin de cuentas, este remedo de brújula que es el objeto fóbico le marcará a continuación límites a sus movimientos, no pudiendo abrirse camino por el deseo so pena de despertar una angustia devastadora.
Para los que tengan presente el caso, no parece que Freud, en aquella única entrevista con Juanito, diera en la tecla al proporcionarle la interpretación edípica clásica –amor a la madre ergo temor al padre–, por más que tuviera efectos positivos. Porque Juanito no teme a su padre, y es no temiéndolo que muestra su problema: la dificultad que encuentra en hacer la construcción imaginaria que dibuje a un padre como interdictor del goce. Si le temiera no necesitaría la fobia, indicaría que tiene herramientas para construir su relato, el guión de esa historia que cada uno construye con los significantes que el Otro dejó caer. ¿Qué teme entonces Juanito, hacia dónde apunta la fobia? Su temor está más bien del lado de la potencia de esa madre que exhibe a sus anchas su goce. Es con ella con quien tiene establecidos los juegos privados que terminan llevándole a la coyuntura desencadenante, al callejón del que no saldrá sin haber reintroducido con su fobia al padre. Un padre, cuya bonhomía esconde su dificultad para hacer de la madre de Juanito su mujer. Y la razón estriba en su propia posición de goce, de hijo de su propia madre, que es la verdadera matriarca de la familia, como bien detecta Juanito. O sea, que son las mujeres quienes comandan, la abuela y la madre. La fobia empujará a este padre a movilizarse, solicitando el apoyo de Freud para poder intervenir en el idilio madre-hijo. En fin, que el chico se las apaña como puede para reorganizar su mundo.
Por lo tanto, la angustia que desencadena la fobia está ligada al exceso de proximidad con el goce de la madre, un goce que se termina presentificando bajo la forma de devoración. El encuentro con lo real, al que Lacan eleva al rango de acontecimiento constituyente del sujeto, es lo que provoca la angustia. Bien, de acuerdo, esto parece que se entiende, pero intentemos acercarnos un poco más, ir a la juntura misma de los goces que circulan entre la madre y el hijo. ¿A quién es imputable el objeto en juego? ¿A su madre, a Juanito? ¿Es el miedo de Juanito a la mordedura del caballo la expresión de su pavor ante la devoración de la madre? Bueno, no exactamente. Estamos en un territorio compartido –¡y ése es el problema!–, un territorio mixto donde se ha activado la propia devoración, que es el modo del hijo de responder a la pulsión de la madre. Por ese entremedias pulsional circula el objeto que recortó de su madre, hasta que éste cae de bruces, delante de sus narices, para ser mirado por él. El niño experimenta la experiencia de lo siniestro. Rasgada su protección, emerge Juanito en la más terrible división subjetiva, en tanto objeto a devorar. Ésa ha sido su manera de representarse para el goce del Otro, su manera de amputarse como objeto.
La angustia no es sin este objeto, sin ser el objeto al servicio de una devoración que rueda sobre sí misma en banda de Moebius: te devoro porque me devoras.
Sin embargo, la lectura de un historial tan rico como el caso Juanito depara sorpresas cada vez que se vuelve a él. Tratándose del enlace del significante con la pulsión, ningún análisis puede pretender alcanzar una totalidad. Dejémonos pues sorprender por el detalle. Hasta aquí, aparecía el caballo que muerde como la primera imagen terrible, pero en el historial se acaba reconstruyendo una imagen anterior, la del caballo pesado que cae al suelo, un caballo que relincha agitando en el aire sus patas. Esta escena reactivó el horror que presenció Juanito en el parto de la madre, un año y medio antes, cuando nació su hermana. Juanito no estaba preparado para aquel momento dramático que amenazaba su posición desde distintos frentes. Dejaremos de lado el tema de los celos para fijarnos en lo que se deduce de las preocupaciones de Juanito: la convergencia, en esa imagen del parto (la representación que se hace escuchando los gritos de su madre), de la potencia fálica materna junto con su destrucción. Una peligrosa combinación que quedó en suspenso… hasta que la escena fue revisitada por Juanito, vía caballo espanzurrado, en el paseo de aquella tarde. Y lo que nació entonces fue su síntoma, la fobia, volviendo traumática la vivencia pasada. De ahí la investigación que Juanito emprende sobre dicho embarazo. Lo que, de rebote, nos permite entender mejor el conflicto actual. ¿Qué estaba ocurriendo? Nada menos que lo concerniente al origen de la vida, a la posibilidad de engendrar y de ser engendrado. Ese misterio ligado a la pulsión, que venía recorriendo el cuerpo de Juanito hasta alcanzar su vértice, el centro de sus investigaciones, su pene. En ese impasse, la fobia vino a poner un cierto orden, haciendo estallar delante de él la imagen intolerable de su propia pulsión: el objeto mirándole desde el suelo. Tras cinco meses de elaboración consentirá en convertir su órgano en un significante, y su fobia se desvanecerá.
Dejamos aquí cómo ilustra la angustia ese momento fundacional del sujeto, cuando la estructura del fantasma se rasga, volviendo imposible el deseo. ¿Pero qué ocurre cuando el fantasma se mantiene, cuando vela la división del sujeto permitiéndole desear? ¿Cuál es el alcance de ese éxito? Malas noticias, el éxito es bastante relativo. Porque el deseo no podrá realizarse sino al dictado de las determinaciones escritas en el inconsciente del sujeto. Terminábamos el aforismo anterior justo en este punto, diciendo que lo que se esperaba de un análisis era trascender esas fijaciones para liberar al sujeto de sus identificaciones, tanto la que tiene al objeto como la que tiene al significante. ¿Pero cómo podrá hacerlo, cómo podrá el sujeto asumir la doble fractura que habita en su constitución? Aguantar lo que el significante y el objeto dicen de uno, esa verdad que nos constituye, implica una destitución subjetiva difícil de digerir. Después de lo desarrollado sobre la angustia, se entrevén dos modalidades. Mientras en la angustia la destitución que provoca reconocerse en el objeto se realiza de forma salvaje, a las bravas, con las secuelas de los síntomas y las inhibiciones, el análisis intenta llevar a cabo este proceso sin sacrificar el deseo.
¿Es posible? ¡Ah, ésa es la aventura de cada uno! Pero no olvidemos que la historia de Edipo no concluyó en aquella fatídica visión. Sófocles le reservó para su última tragedia un destino diferente. Después de haber atravesado su verdad intolerable, Edipo se transformó en vidente, en hacedor de la fortuna de otros.
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Para terminar, esta división de la causación del sujeto en dos vertientes, la significante y la pulsional, nos muestra de manera ejemplar la coexistencia de distintos acentos en Lacan, propia de su pensar topológico. Por eso, dichos acentos no dejarán de estar presentes, con todas las variaciones y trasvases internos imaginables, a lo largo de toda su enseñanza. La pretendida sucesión temporal de varios lacanes, un troceamiento explicativo según el cual habría un primer Lacan dedicado a investigar lo Imaginario, después uno segundo centrado en lo Simbólico, en la incidencia del lenguaje en el ser humano, para pasar finalmente el testigo a un tercero que daría primacía a lo Real, resulta ser una lamentable simplificación. No le hace justicia. Lacan reivindicó haber trenzado siempre, íntimamente, el interjuego de los registros, y no dejó de mostrar en todos sus abordajes otra concepción temporal, quizás la que mejor se adecuaba a la movilidad de un pensamiento capaz de colocarse alternativamente en puntos focales diferentes, para transcribir desde cada uno de ellos lo que veía.