Escrito por: Juan Ritvo
Silent Theater
En el cuadro Night Windows, Edward Hopper encuadra una escena enfocada desde la vereda de enfrente: un departamento cuyas sólidas paredes acrecientan su misterio gracias al negro que aquí y allá muestra estrías blanquimarrones y , sobre todo, debido al contraste con el tenue y luminoso amarillo del fondo de la habitación: las luces están encendidas y se observa el escorzo de una mujer, en enaguas y de espalda: una leve evocación de carne que ha pasado su momento de esplendor.
¿Hay un ojo furtivo?
Desde luego, pero la evidencia de la escena ( que sugiere la presencia de un mirón inconfeso ) disimula algo más inquietante, más primitivo, más conmovedor: el primario contraste, contraste absoluto, entre el negro que nos sume en la oscuridad y la luz despiadada, fría, que nos alerta no sabemos sobre qué, una luz todavía intensa pero que promete la interrupción final de la escena una vez que el personaje imaginado la apague. Tras la aparente simplicidad de sus temas, Hopper remonta a las fuentes de la pintura porque detiene el movimiento y lo plasma en abstracciones puras que no diluyen el color, lo magnetizan para anclarlo en el mundo cotidiano, aparentemente amigable, aunque el precio, aceptado de buena gana, sea el eclipse de la expresividad humana.
Si el Hopper dibujante publicitario exaltaba el movimiento, el Hopper creador lo detiene.
Es el dominio de lo inhumano: algo que nos interpela desdeñándonos.
(En sus dibujos con lápiz o en sus aguadas, y más en sus trabajos comerciales, la plasticidad humana, incluso la ternura o el buen amor, pasan a primer plano; por eso, sorprende ver cómo el óleo es el medio técnico de esta empresa de deshumanización.
Alguna vez dijo: «Quizá yo no sea muy humano. Mi deseo era pintar la luz del sol sobre una pared.» O se trata de una forma de ascético misticismo o de la atención del arquero concentrado al máximo en la tensión discorde del arco sin importarle el blanco.)
Lo más vivo en la escena no son los muslos cargados de la mujer sino el ondear de una cortina, súbitamente impulsada por el viento.
Hay en este artefacto algo imposible de nombrar; algo evocado por el trazo espontáneo y sabio del color, algo que, llamado por las líneas ejecutadas de manera compacta y sin vaguedad, se enreda en nuestras palabras y apenas sale a flote… ¿Es lo improporcionado en la proporción? ¿Es la perspectiva en que el cuadro nos obliga a situarnos?
¿Es lo desmedido que nos habita como un objeto sordo y mudo que encuentra, no obstante, un sosiego en la fascinación de la línea y del color? ¿Es la atmósfera dotada de una falsa transparencia, ya en las antípodas del impresionismo, en las antípodas de la fluidificación de la materia?
Hay un instante en que la mirada se detiene en este negro, en este blanco, en esta gradación que desde la calidez que promete arraigo, transita a la frialdad de un verde cuya pureza nos deja estupefactos.
(Estoy pensando en su Compartment C, Car 293; todo, en apariencia, es nítido.
Un vagón de ferrocarril quizá a punto de partir ( no hay signos de movilidad), la ventana abierta al caer la tarde; se ven una densa arboleda, un puente que cruza un río; la visión es sesgada tanto por la perspectiva como por la estrechez de la ventana; se impone un sitio singular distribuido por una pequeña lámpara con su pantalla blanca.
A la izquierda de la lámpara, un espacio abombado sobre la ventana que da al exterior; la pared sobre la que está apoyado un cómodo asiento doble está pintada de un verde claro; el espacio abombado, por el contrario, que se impone como se impone siempre lo convexo, saliendo a nuestro encuentro, interrogándonos; hay allí un verde oscuro, helado, que entra en contrapunto con el exterior que, como todos los exteriores de Hopper, se sustraen de la narratividad que provocan – allí estalla algo misterioso, sin contornos precisos, sin nombre … Es la mancha tupida de los árboles donde la mirada no puede centrarse porque es un objeto esbelto y casi anamórfico, un algo ofrecido sesgadamente.
Entretanto, el primer plano está ocupado por una mujer joven, vestida de azul con un sombrero también azul que contrasta con sus rubios cabellos que oscurecen el rostro que se adivina bello; ella está cómodamente sentada, abstraída en su lectura.
El encuadre en su conjunto, con sus líneas tan nítidas, tan despojadas de ondulaciones, salvo la mancha rojiza que anuncia, como a lo lejos, el crepúsculo, se sustrae de la tentación alegórica. Quiero decir: la estimula, la punza.
No obstante, el ojo puede descansar del tumulto de la palabra, del esfuerzo, penoso por momentos, de dar sentido – lo que nos lleva a olvidarnos que más allá del sentido, hay una presencia que se siente. )
Hopper, quien en su juventud amó a los impresionistas mientras dejaba de lado a Cézanne, considerado «insignificante», cuando encontró en sí mismo su punto ciego, fuente indecible de toda verdad, también encontró, inadvertida, la lección de Cézanne: en la falta de misterio hallamos el misterio, en la recuperación de la rotundidad del volumen, encontramos la masa, la densidad, el turbión, la insistencia inquietante y soberbia de la vida.
Fuera de escena
«The woods are lovely, dark and deep,
But I have promises to keep,
And miles to go before I sleep,
And miles to go before I sleep.»
(Los bosques encantan, oscuros y profundos,
Pero tengo promesas que conservar,
Y millas que andar antes de dormirme,
Y millas que andar antes de dormirme.)
Robert Frost
Son diversas las obras de Hopper en las cuales un espectador, tenso, contempla algo que está fuera de escena.
(En otra, los espectadores permanecen indiferentes, pero un perro queda, de golpe, al acecho de algo también en off.)
Mientras, permanece en escena la densa vegetación: está ahí como para señalar que hay un más allá indeterminado.
Bosques oscuros y profundos…
Como siempre, se trata de comunicar lo incomunicable y solo es posible que lo hagan algunos hombres – muy pocos – que pertenecen a una humanidad compuesta por miles y miles de millones de perspectivas insignificantes e irreductibles entre sí – cada uno recibe todo del Otro y sin embargo queda fuera de él; el Otro es una mansión inhabitada– y que lo hagan objetivando lo necesario, lo ardiente, lo intenso, el hallazgo del trazo o del giro hablado, para que se arme una escena con sus bastidores, sus comparsas, el utilaje, pero enfocando el fuera de escena, allí donde cada uno puede encontrar la variación infinitesimal de un abismo que nos reune a todos sin reunirnos.
¿Recuerdan los tres surtidores rojos de Hopper? ¿Dónde nos llevan?