Escrito por: François Cheng
Traducido por: Hugo Savino
A menudo las grandes pasiones ocurren en circunstancias excepcionales. Es el caso del amor pasional que vivieron Paul Claudel y Rosalie Vetch, cuyos ecos ardientes se encuentran en Partición del mediodía. En principio, el encuentro tiene por marco un barco trasatlántico y luego China, y ambos se convierten en lugares propiamente irreales, míticos.
Corre el año 1901, a comienzos de un nuevo siglo. El trasatlántico Ernest-Simons, que une Francia con China, efectúa un trayecto de más de un mes. Los pasajeros arrancados de su vida habitual durante días y días entre el cielo y el mar, se encuentran más o menos en una suerte de «trance». Entre ellos, Rosalie Vetch (a la que Claudel llamará Rose), una madre de cuatro niños que acompaña a su marido. Este, originario de Bordeaux, debido a malos negocios, tuvo que abandonar su ciudad natal para instalarse en Picardía. En ese momento, busca una nueva oportunidad en China.
Alta, espigada, dotada de una cabellera magnífica, la mujer de treinta años que es Rose, vivificada por el aire marino, encuentra en el barco el brillo pleno de su belleza. Coquetamente vestida, atrae de manera natural las miradas. Pronto se convierte en el centro de todos los requerimientos masculinos. En este clima se revela su naturaleza imperiosa, la de la Ysé de Partición de mediodía, como cuando se dirige a las hombres : «Les prohíbo ir al salón de fumar. Es preciso que se queden aquí para conversar conmigo, para entretenerme.»
Uno de los hombres (Amalric) «experimentado y perspicaz», la describe de esta manera : «¡Es una guerrera, una conquistadora. Necesita subyugar y tiranizar, o entregarse torpemente como un gran animal que piafa. Es una yegua de raza (…), pero no tiene jinete, con sus potrillos que la siguen. Corre como un caballo desnudo. La veo volviéndose loca, rompiendo todo, rompiéndose ella misma.»
«Mesa, no hay que amarme». En el medio de todos aquellos que la rodean, no puede evitar observar a un hombre bajo y robusto, huraño, un poco apartado, y con el añadido de que su estatuto de alto funcionario lo distingue. Paul Claudel vuelve a su puesto de cónsul en Fuzu, capital de la provincia de Fujian, una región costera situada frente a Taiwan. Sombrío, gruñón, todavía sigue masticando el rechazo que acaba de sufrir por parte de los monjes de Ligugé a quienes les había solicitado ser admitido entre ellos. De vuelta al mundo, tampoco puede evitar que la presencia de Rose, su voz, su risa. su cabellera que el viento marino agita y la gracia de sus movimientos lo fascinen. Este hombre de 32 años, todavía virgen, siente instintivamente que, en la mitad del camino de su vida, la hora fatídica ha llegado. Tiene la certeza que ante él no hay una mujer, sino La mujer. Es la pregunta de Mesa : «¿Por qué esta mujer? Por qué la mujer repentinamente sobre este barco?»
Y sin embargo el primer contacto entre ambos no se produjo bajo el signo de la amabilidad. El hombre le reprocha a la mujer su frivolidad. Ysé : «Me apoyé en la balaustrada junto a él y él me insultó con todo su corazón en voz baja, tratándome como nunca me trataron, y le pedí perdón, y lloré a lágrima viva como una niña.»
Desde ese momento, Rose intuyó en Paul a alguien distinto, alguien con otro lenguaje. Le hubiera gustado tener esa clase de amigo, capaz de revelarla a su verdad, de manera que cuando Paul finalmente logrará mostrarle todo el deslumbramiento que siente por ella, que no es otro que la expresión de una pasión irresistible, ella se resiste: «No, Mesa, no hay que amarme. (…) Siga siendo el Mesa que necesito y ese hombre fornido y tosco y bueno que me hablaba la otra noche (…). Con usted no se trata de un juego.» Ante la autenticidad de este hombre de una sola pieza que se le entrega, Rose entiende que desde ese instante una fuerza incontenible la arrastra, la del destino. Desde sus entrañas surge esta frase, que suena como un anuncio: «Mesa, soy Ysé, soy yo.»
Al término del viaje, este amor que sigue siendo platónico podría permanecer así o sobrevivir en la separación bajo la forma de la nostalgia. Pero la vida quiere que el marido de Rose, deseoso de impulsar negocios en el sur de China, necesite del apoyo y de las relaciones del cónsul. Termina incluso por confiar su esposa y sus hijos a la benevolencia de aquel que los alberga en el consulado (esta práctica es habitual y natural en China aún si inquieta al Quai d´Orsay que terminará por ordenar una investigación administrativa).
Recordemos que en esa época, Europa está en el apogeo de su poder, en tanto que China está en los más bajo de su decadencia. En el interior está corroída por un poder que vive sus últimos años. Hacia el exterior sufrió una serie de guerras desastrosas, hasta la última, llamada la guerra de los bóxers – en 1900 -, que vio la ocupación de Pekín, el saqueo del palacio y la intervención de una coalición de ocho países (los que hoy forman el G8). En todas partes se pueden constatar signos de desorden y de pobreza. A pesar de este clima de decrepitud, la gente corriente sigue trabajando y está activa. Inevitablemente, esta situación provoca de parte de los europeos declaraciones racistas, tal como pueden leerse en Partición de mediodía, que pronuncian Amalric o la misma Ysé. Paul Claudel supo vencer esos prejuicios porque como poeta y habitante del mundo, sabe ver y sentir cosas, más allá de las apariencias, y comunicarse profundamente con la tierra china. Sabrá hacerle compartir a Rose su natural generosidad.
Una vez superada la primera impresión, Rose empieza a apreciar el encanto de la vida en el consulado, vida que tiene muchos aspectos agradables. Francia dispone en Fuzu de un edifico vasto y confortable con verandas que rodean la construcción, desde donde se pueden admirar paisajes cercanos o lejanos; el río Min bordea la ciudad y , más allá de las murallas, está rodeada de colinas boscosas. Fuzu es una ciudad portuaria muy poblada de juncos y house-boats que surcan el río. El consulado posee un personal doméstico numeroso sobre el cual Rose termina por reinar, naturalmente, para organizar la marcha de la casa.
En este marco y esta situación, ¿cómo llegarían los dos amantes a resistir? Los diques se rompen y ambos se dejan arrastrar por la tormenta que ellos mismos desataron. Mientras que el poeta siente en él a «un león que ruge», la mujer es «la yegua sin freno».
En verano, toda la familia Vetch, acompañada o no por el cónsul, puede evadirse, dejar la ciudad e ir a la montaña. Todos van allí en palanquín. Una vez que salen de la ciudad, atraviesan grandes extensiones de arrozales, suben por pendientes cubiertas de naranjeros y árboles de té. Desde la mitad de la colina, se disfruta de la vista del río que serpentea en el valle, así como de la ciudad con sus canales y sus murallas. En la montaña, el agua que cae en cascadas hacia el precipicio hace oír los ecos de su canto que repercuten de roca en roca. La casa que ocupan, rodeada de árboles muy altos y de flores salvajes, está llena de frescor. En las noches de luna, la montaña impregnada de aromas y zumbidos de insectos ejerce un sortilegio que embriaga a los amantes. Cuando el tiempo es bueno les gusta dirigirse a un monasterio aislado. Emocionados, escuchan sonar las campanas mientras sus almas en silencio están ocupadas en tejer entre ellas un pacto para la eternidad.
En resonancia con el Cantar de los cantares. En 1904, Rose está embarazada y parte para dar a luz en Europa. Sintiendo que no está a la altura de cargar con el drama en el que el hombre se preocupaba por la salvación de su alma, entendió que el amor de ambos era fuera de lo normal y que no tenía salida. Rose se comprometió en un segundo matrimonio, sin comunicárselo a Paul. Este, en el colmo de la desesperación, se sumerge en la escritura con el objetivo de escapar al suicidio, intenta restituir la historia que vivieron juntos, con la secreta esperanza de que podrá conmoverla y vuelva a amarlo. Esta obra será Partición de mediodía. Mientras trabaja en ella, toma conciencia de que el drama que vivió no es un banal adulterio; es a la vez carnal y espiritual. Veinte años más tarde, por otra parte, cuando se vuelvan a encontrar, los dos amantes, ya casados cada uno por su lado, se perdonarán y se prometerán «nupcias después de la muerte». Inmortal, en todo caso, se volvió su obra. La escritura de Partición de mediodía no es una simple transcripción, sino un movimiento en espiral que de nivel en nivel le permite al que escribe acceder a esferas hasta allí inaccesibles, indecibles. Es un ascenso hacia la esfera suprema de la cual la pasión humana es capaz. Esta esfera suprema, más allá de las heridas y naufragios, no sería otra cosa que el infinito donde el hombre se reúne con lo divino. Puesto que el poeta sabe que la Mujer no es solamente este cuerpo sexuado, es también aquella sobre la frente de quien está inscrita la palabra «Misterio». Es así como el Cantar de Mesa resuena con el Cantar de los cantares y como hacia el final de la obra, Ysé puede exclamar : «¡Sí Mesa, esta es la partición de medianoche!».
Aquí es donde reaparece el recuerdo de mi lectura del Cementerio marino de Valéry: cuando tropecé con la expresión «justo en el mediodía», ya me había hecho a mí mismo la observación de que un chino hubiera preferido «justo en la medianoche». Para la sensibilidad china, la hora más alta, es la luna llena, a medianoche. Solo la noche es apta para crear el estado de reunión y de comunión, un estado que toda China comparte en el transcurso de la fiesta de la luna. Me pregunto si la inspiración de Claudel, gran conocedor de la poesía china, no se vio favorecida por esta sensibilidad particular: su partición de medianoche es una justa transfiguración de la partición de mediodía.
Y cómo esconder mi propia emoción cuando evoco esta pasión, más de medio siglo después de haber tenido el privilegio de asistir a la creación de la obra que puso en escena la compañía de Barrault. Como en esa época mi rudimentario francés no me permitía seguir todo el texto, me dejaba llevar únicamente por el encantamiento del último acto. Vuelvo a ver la escena: en la noche trágica, iluminada por la luz de la luna, los dos amantes reunidos por última vez, Barrault-Mesa de rodillas con los brazos en cruz, detrás de él, de pie, Ysé-Feuillère, con un vestido blanco, su larga cabellera sobre los hombros, esta Ysé cuya presencia le arrancó lágrimas a Claudel, más de cuarenta años después del drama, este grito conmovedor: «Es ella».