JAMES

Escrito por: Juan Ritvo

Hay algo peculiarmente patético en la vida de Henry James: tan lapidariamente inhibido para la vida sexual y al mismo tiempo tan apasionado por el mot juste, ese que abre la noche a la mañana del mundo; tan dedicado a construir discretas vallas entre él y el prójimo, obstáculos que no debían notarse (o que si se notaban que por favor no alterasen el decoro) para que él pudiera absorber, ávido, la miel del mundo a través de anécdotas que dejaban entrar en su alma toda la vida no vivida pero que un narrador debe, con un deber no precisamente moral, aprehender para lanzarse a las contingencias de la imaginación.

¿Una imaginación sin cuerpo?

No, porque James, a su manera asombrosamente inteligente, era un vampiro amable que bebía, gota a gota, suspiro a suspiro, el cuerpo de los otros.

Su imaginación, como toda imaginación, tributaba a los sentidos desde el lugar de la inteligencia, pero la descomponía en el fervor agnóstico de la técnica.

(La técnica permite todas las transiciones que taponan los remiendos…, pero introduce simultáneamente la convicción de que si retiramos los andamios, los colores de la trama se desvanecen como tenue acuarela expuesta al desgaste de los años.)

Sus cuadernos recogían gestos fugaces, tramas de una pasión, fría o calculada o ardiente y suicida, intercambios casi incomprensibles de palabras susurradas, armaban el juego de las miradas recíprocas en lugares encantadores –césped cuidadosamente verdecido, cortinas que se entreabrían a la visión de un parque recoleto, ladrillos de ocre inglés revestidos por piedra, fachadas neoclásicas–, esos lugares que  él no se cansaba de recorrer porque le brindaban un sentimiento de seguridad que calmaba sus bruscas depresiones y los accesos de angustia, pero eran solo el placer preliminar: nunca dejaba de insinuarse la serpiente de la devoración, la delicada y parsimoniosa canibalización del prójimo, el fuego abstracto y serpentino del báculo de la nada.

La nada, siempre al acecho, como se dice, incomparablemente, puede llegar toute doucement.

                                                   * * *

En Las alas de la paloma  todo está listo para poner en escena un melodrama sórdido:

Ella –Kate Croy–, bella, pobre y ambiciosa, además de inteligente, como casi todas las mujeres en  las narraciones de James, comprometida con el desteñido Merton Densher, periodista sin fortuna, de una indolente pero no vulgar capacidad para captar el entorno, planea entregarlo a Milly, la paloma, riquísima y moribunda persona, para que, tras su muerte, ella y él  reciban parte de una herencia poderosamente americana.

El genio de James sustrae la sección esperada como culminación, esa que los autores teatrales decimonónicos, a uno y otro lado del Atlántico, pulirían con delectación hecha a golpes de indignación, de frenesí y de piedad.

Milly anhelaba la intensidad antes de morir, pero Densher, cautivo de Kate, descontento con el pobre papel que se le asigna, abandona Venecia y vuelve a Londres.

Milly, como se esperaba, muere, pero nada sabemos de sus momentos finales.

Ya en Londres, Densher recibe una carta póstuma de Milly y sin abrir el sobre, suponiendo cuál es su contenido, la arroja al fuego. Sabe, sin lugar a dudas, que parte de la fortuna de ella llegó o llegará a sus manos, aunque no sabe el importe que presume importante.

El momento en que el escritor podría haber levantado una punta del telón para que atisbemos la  intimidad de Milly, desapareció en el fuego de la chimenea otoñal: todo el intercambio se derrumba en  la futilidad, en el equívoco, en la mezquindad.

La promesa de felicidad, esa que promete la plena realización antes del derrumbe final, la búsqueda del fulgor que apacigua antes de la caída, retorna rápidamente, como avergonzada, a su agujero clandestino.

Kate quiere suponer, con su malicia histérica, que Merton recuerda a la muerta, suponiendo, quizá, que el único amor verdadero es hacia los muertos; también para absolverse de sus miserables cálculos; Merton, sin ductilidad, protesta: él solo quería casarse con Kate; así termina (o mejor: así empezó) quedando en la posición de un perro apresurado tras los pasos de su dueña.

El final del libro es la única escena verdaderamente teatral que compuso Henry James, escena sin público, pero destinada al lector sagaz y agradecido que llegaría décadas después de la muerte del narrador, quien en sus últimos años caminaba cada vez menos mientras, ya sea en la soledad de Rye, junto al mar, o bajo las luces del Londres elegante y nocturno, su mirada se perdía tras los bastidores de lo que denominanos realidad.

En tal final de la extensa obra, Merton escucha a Kate sin hacer ningún movimiento y le dice:

-Me caso contigo, no lo olvides, dentro de una hora.
-¿Como éramos?
-Como éramos.
Pero ella se volvió hacia la puerta, y su movimiento de cabeza marcó ahora el fin.
-Nunca más seremos como éramos.

                                                          * * *

Virginia Woolf dio forma a una reserva casi constante contra James.

Dijo:

«He terminado de leer Las alas de la paloma y hago este comentario.

 Sus manipulaciones se vuelven tan elaboradas hacia el final de la obra que en lugar de sentir al artista solo puedes sentir al señor que está presentando el tema. Creo que ha perdido el poder de percibir la crisis. Se ha convertido simplemente en alguien demasiado ingenioso”.

Esta reserva contiene una verdad no esperada por Woolf: que el «señor» que presenta a los personajes comprende perfectamente lo que le transmite a estos: que aceptamos fácilmente a los demás (son palabras del propio James) una vez que podemos someterlos.

(En algún momento dice James: «…Kate sabía perfectamente que debía ser devorada”.)

Entonces, para tener «intensa consciencia» (otra expresión de James)  es preciso que el personaje tense la cuerda y la aleje de sí  antes de quedar aprisionado y ahogado sin remedio. El narrador, su dáimon, más bien, también debe recrear este ascenso y descenso de las divagaciones, por momentos colosales, saliendo de la claridad de la paráfrasis para entrar en ese instante tan frágil en que la frase se envuelve sobre sí y aspira, aunque sea por poco tiempo, a permanecer en suspenso en un mundo en el cual el personaje es más verdadero en la medida misma en que se desvanece su rostro.

La modernidad de James, que tanto molesta a lectores más tradicionales, consiste en que antes de precipitar la escritura, vacila y examina la materia que tiene ante sí sumido en una profunda extrañeza.

Si los personajes, contemplados por James muchas veces como en la vida diaria contemplamos situaciones desde lejos y con curiosidad desaprensiva, se detienen ante lo que juzgan velado e intangible, el narrador va descubriendo, poco a poco, que toda la obra está destinada a construir el velo intangible, lo que hace que la sombra de la tragedia atraviese, brusca y elípticamente, todos los tramos de la historia.

Lo que James denomina «germen» de una historia no se expande como una frase simétrica, definitiva, plenitud de armonía y de visibilidad; queda capturado por un despliegue de circunlocuciones, de giros adverbiales, de adjetivos al borde de quedar desacomodados, del encastre que subordina y se aleja de la expresión principal al punto que lo que parecía un cielo sin nubes y estrellado se termina por transformar, inevitablemente, en el escenario de una hueca y oscura quietud; adiós a la piedad, adiós a la identificación, bienvenido el ritmo de la escritura que va llegando y que nos hipnotiza como discretamente nos capta el oleaje marino.

Juan Ritvo: Imprudencias Breves