Escrito por: Juan Ritvo
Con la mirada absorta
en el ángel que nos da la espalda,
no por falta de cortesía; no quiere
mostrarnos el trastorno de sus ojos.
¡No, no miren, el arroz con leche
no abunda en el Paraíso!
Me arden los ojos de dolor…
La herida es tan profunda
que solo medito como
esos ridículos esqueletos
que dejaron de jugar al billar.
El Angelus novus diría:
«El progreso yace en ningún sitio,
el pasado, en la fosa común.»
Con la mirada, Benjamin invita a los muertos
a que pasen,
a que tomen asiento:
los muertos están cansados,
sin boca, sin hambre, pero con deseo de luz
en las ardientes cuencas vacías.
El silencio de la biblioteca cobija;
los anaqueles retienen la calidez antes
de que se evapore el eco
del sonido originario:
¿Nos taparemos los oídos con las manos?
¿No queremos, no podemos escuchar?
Nos rodean los muertos,
tan próximos y tan lejanos,
más cerca, sin embargo, que la sombra de los vivos
que pasa, ingrávida.
BENJAMIN ESCRIBE
El hombre de la multitud se pierde dentro de la multitud;
la multitud, las sombras que marchan indiferentes
o desconsoladas, ateridas, o con prisa,
para volver a un lugar seguro, como si les gustase
ver la tempestad sobre el mar detrás de un vidrio doble;
pálidas sombras que penetran en el Averno sin saberlo,
o que siguen el destino funesto de esos
templos de hierro y vidrio que
se levantaron con tanto esfuerzo,
y luego de los fastos
desaparecieron en el esófago
de la gran ciudad.
Algo se paraliza, algo se interrumpe:
los alemanes dicen Stillstand y los ingleses
invierten la expresión: Standstill; cesa la hemorragia,
cesa la marcha, descansa la mano, aterida, se interrumpe,
El flujo se estanca en el cristal onírico que no, no es azul, tampoco negro;
quizá incoloro, o más bien sepia: un resto fotográfico – como si Atget, digamos,
pudiera, alguna vez, haber fotografiado a Benjamin en algún
recodo del Marais, pero allí, parece, no iba, o iba poco…
Benjamin, inclinado sobre el escritorio,
fotografiado como un fantasma,
un fantasma capta a otro,
cerca de la Place de Vosges.
O dentro de la plaza, sentado,
contemplando distraído
las simétricas fachadas.
Todo tan tranquilo antes, poco antes,
del Desastre.
Mira por la ventana de la biblioteca, afuera hace frío,
pasan los autos, la gente cruza la calle, un vendedor de periódicos está ahí…
Varios están ahí — pero no están, definitivamente se van ausentando como
los actores que abandonan el escenario mientras
los aplausos se extinguen
y los espectadores buscan rápidamente la salida.
Se adormecen las luces, la guerra es inminente
y el siglo diez y nueve parece tan distante.
Mira una litografía del siglo XIX, de sus comienzos:
es la misma litografía del Palais Royal que quizá vio alguna vez Balzac,
de soldados y prostitutas bajo los faroles del soportal;
el dibujo insinúa las nalgas de ellas
y muestra el pecho orgulloso de ellos,
con aire y coraza de granadero.
Quizá alguno murió, anónimo, en combate, abandonado su cuerpo
entre metrallas, humo de los cañones
y el aguacero que caía lentamente,
cualquier día de nubes pesadas y mucho viento
de aquellas épocas lejanas, inhóspitas,
como todas; impredecibles, como cualquiera.
Quizá Atget siga fotografiando,
incansablemente, a sus traperos
por calles sinuosas y desiertas,
crudamente iluminadas
por el crepúsculo matutino.
(¿No reclamaba él, siempre,
un pensamiento crudo, crudo como
la luz que se inmoviliza en la placa
y eterniza lo trivial? )
¿O enfocando alguna gárgola de Notre-Dame
mientras vierte sus aguas
en un día de tormenta…?
Las grandes ciudades, lo sabemos, lo sabemos,
han crecido decenas y hasta centenas de metros en altura por la acumulación
de cadáveres de esclavos, restos de animales, por los restos
de la basura, por las demoliciones incesantes
continuadas por construcciones que serán
demolidas y etc, etc, etc;
el etcétera de lo que no tiene fin y se prolonga idéntico a sí mismo.
(Miremos el Capitolio, hacia abajo, por su costado menos ilustre,
da vértigo ver esa tierra reseca, áspera, desigual, compactada, muerta.)
Benjamin escribe
minuciosamente,
evocando los pasajes
estrechos que la moda desdeña,
ahondando en la memoria
de esos cuadros mecánicos
que dejaban a la gente con la boca abierta:
un pastor que toca la flauta
y a su lado dos niños de ojos grandes, de cristal;
mecanismos ingenuos, quizá tontos,
que distraían un tiempo, un poco de tiempo,
a los que apenas alcanzaban la tregua antes del abandono, de la incuria…
o que perdían el tiempo como quien espera vaya a saber ¿qué?
¿Perdurar?
¿Cuánto?
¿Redención?
¿Y el Mesías?
Benjamin lo sabía:
hay un tiempo anterior al mito;
hay un tiempo inmóvil
posterior al fracaso, ineluctable,
hay un tiempo continuo de
necedad y de olvido,
hay una Ley que es una
coartada eclesiástica.
(El viento de Kafka pasa siempre
y marchita los decorados…)
Los vivos sienten en la espalda, en la nuca,
el hálito de los muertos y saben, o presienten,
( el término «saber» es excesivo…)
casi en contornos, casi en penumbras,
que ellos ocuparán ese lugar
para los que sigan,
como si «cadena» de las generaciones significara otra cosa;
otra cosa, digamos,
que una cadena cuyos anillos
ya se dispersaron en el desván,
en el embaldosado de la ciudad,
en los campos de trigo,
en los cementerios,
en las llanuras estériles,
en las pequeñas y grandes ciudades,
en el monte desde el cual se arrojan
los suicidas o se despeñan los árboles
cuyas raíces están podridas,
en la soledad de las iglesias deshabitadas.
Un singular está dotado, cuanto menos, de unidad numérica, dicen los sabios con esos aires de inútil precisión,
pero Benjamin jamás escribiría esta
desteñida ontología.
Pequeña la letra, cada vez más pequeña,
hasta llegar a la exhaución,
como si el mundo no tolerase
ese trazo tan deslumbrante como
un talismán.
Benjamin,
un talismán te defiende
contra
el Jorobadito de los cuentos infantiles.
«Mala suerte», dijo el cuervo
de Meryon y levantó vuelo
hasta perderse en los límites del aguafuerte.
Un altar subterráneo en el fondo de mi desamparo
Qué hermoso poema Juan Ritvo! l justicia poética
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