Escrito por: William Gass
Traducido por: Luis del Mármol
Empecemos desde donde hemos comenzado: en la oscuridad: en una oscuridad en la que todavía no había color de piel, ni distinción entre lo tuyo y lo mío, ni marañas de lenguas, ni ideas falsamente seductoras, ni preocupaciones que pudieran extenderse como una mancha de aceite sobre nuestro océano amniótico, ni vaivenes, ni emociones mezquinas, ni traiciones, ni promesas, ni prohibiciones, ni decepciones de toda la vida. Comenzamos en un lugar donde la oscuridad cubría la faz de las cosas, y no porque las persianas estuvieran bajas y las luces apagadas, sino porque la oscuridad era nuestro éter, y nos dejaba dormir. Era un mundo en el que «¿qué pasa?» podía responderse honestamente, «nada».
¿Qué calamidades coloreó nuestra oscuridad? Pronto crecimos demasiado para nuestros zapatos, nuestros pantalones y nuestro propio bien. Así que las paredes de nuestro mundo se movieron contra nosotros como los brazos de un luchador, apretándonos como si fuéramos un banquito: alivio para las viejas paredes, sueltas al fin, laxas como un globo reventado; pero confusión para nosotros, ahora superados por la sensación, abrasados por la luz. Algunos todavía lo llaman trauma -el nacimiento- y los primeros poetas griegos se lamentaban de ese día igual que lo hacían los propios bebés, explicando que llorábamos por la crueldad de ser arrojados al duro aire brillante donde la percepción y el dolor eran uno, donde respirar era gritar.
Antes, estábamos bajo el cuidado de la naturaleza, y aunque los venenos se filtraran en nosotros, o nuestros códigos genéticos estuvieran malogrados, todos nuestros intercambios eran inocentes y automáticos y regulares como nuestro pulso. Ahora, de repente, estamos en manos del Hombre; es decir, en manos de mamá y papá, orgullosos de su nueva posesión, orgullosos porque han cumplido su función, felices porque se supone que son felices, balbuceando sus primeros arrullos, que serán nuestras primeras palabras – coup de coude, coup de bec, coup de tête, coup de main, coup d’état, coup de grâce – mientras nos preguntamos por qué estamos mojados y cuando llega la próxima mamada, o por qué hay tanto grito cuando berreamos, por qué nos abofetean y sacuden, por qué se espera que corramos hacia el vacío, y que no gritemos cuando nos atasquemos o lloremos cuando nos rocen, que no caguemos tanto, y que no queramos lo que queremos cuando lo queremos.
La vida es en sí misma un exilio, y su inevitabilidad no disminuye nuestro dolor ni altera el hecho. Es un golpe del que sólo la muerte nos recuperará, y cuando nos dicen, mientras agonizamos, que nos vamos a casa, puede que incluso estemos dispuestos a dar la bienvenida a la oscuridad familiar, al reconfortante «nada» de los viejos tiempos en que los días no eran más que noches. Sin embargo, tal vez esa sea la última mentira que nos digan, porque la oscuridad que avanza es una que nunca conoceremos. No será el cero sincero de una liberación después de un largo sufrimiento, una quietud acolchada, el pasado recapturado, un vientre reocupado, sino un cero con el cero dentro. No será la nada de la que viene la nada, sino la nada que no es más que su no -y un no, además, que no es más que el puro y breve recorrido de su «o».
Cuando Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, según la historia cristiana, les siguieron la muerte, el dolor y el trabajo: castigos por sus transgresiones, por haber cedido a la primera manzana que cayó en su regazo. Con un huerto de peras, ciruelas y cerezas, para elegir, -el Árbol de los Grandes Tiempos, la Vid de los Logros, el Seto de la Ferretería Militar y el denso Matorral de Bombas, recogen una pieza de fruta que un gusano les ha recomendado. Para los griegos, mucho más sabios en mi opinión, la vida era una condena, la Dinamarca que hacía de nuestro mundo una cárcel, y el cuerpo ataúd del alma. Esa actitud se convirtió en una tradición poética, de modo que siglos después de que los poetas griegos lamentaran que lo peor que le podía pasar a un hombre era nacer, mientras que lo mejor era llegar al final lo más rápido y sin dolor posible, Guillaume Du Bartas escribía:
Poco piensas que toda nuestra vida y Edad
No es más que un exilio y una peregrinación.
Que las cosas fueron mejores para nosotros en otro tiempo -antes de la rebelión de los ángeles (todas esas poderosas legiones, escribió Milton, cuyo exilio ha vaciado el cielo), antes de la Caída, en la Edad de Oro, antes del Diluvio, de la destrucción de la Torre de Babel, cuando los gigantes caminaban por la tierra, cuando había verdaderos héroes, reyes honestos y dragones reales, en cualquier caso antes de que fuéramos traídos, por nacimiento, a esta brutalidad- es una creencia que nos acompaña constantemente y de alguna manera nos reconforta. El consuelo, por supuesto, es la nota de gracia que nos deja este sonido: que las cosas desgraciadas se arreglarán un día, y los agravios de nuestros lejanos antepasados se pagarán finalmente en su totalidad, y la muerte nos liberará del dolor presente, y podremos volver a casa, al paraíso.
Continuamos imitando estos destierros mitológicos con otros propios. Los griegos castigaban a las personas expulsándolas de sus ciudades, enviándolas al exilio del mismo modo que se enviaba a las ex doncellas solteras desde la puerta de su casa familiar -con bebé y manta y mucho llanto- a la nieve. Incluso el Hades era considerado un país extranjero más, muy parecido a Persia, donde los bárbaros se inclinaban ante sus superiores, esnifando el polvo de los pies de sus señores.
Como siempre exclamamos: ¡cómo han cambiado las cosas! Se ha producido una gran inversión de valores. Los niños desean dejar su casa y su pueblo, cuanto antes mejor. La granja ha sido sustituida por la ciudad. No elegimos alimentarnos con el cerdo, sino con las gambas, el lenguado y la ensalada, en nuestra vida baja en calorías, una vida en la que -en lugar de bailar una jiga- corremos. (juego de palabras entre jig y jog)
El dinero es ahora nuestro hogar. Vamos donde va, somos seguidores de flujo de caja. No hay nada más seductor que la cuenta de resultados. El dinero hace girar el mundo, dice la canción, pero el mundo hace girar la rueda de la fortuna, y eso nos calienta tanto como la corriente del Golfo. El dinero. Los japoneses lo fabrican, Hongkong lo contrabandea, Singapur lo blanquea, los suizos lo acaparan para todo el mundo, los italianos lo estilizan, los franceses lo aromatizan, los alemanes lo marcan, los estadounidenses lo pierden, los ingleses se enojan, y los rusos se largan. Sí. Cómo han cambiado las cosas.
No hay una palabra de interés en nuestro valiente nuevo mundo que no esté en una cartelera. Las imágenes contienen nuestra información. Nos quedamos en blanco frente a la pantalla. Nuestra anterior definición de lo humano -que razonamos; que reflexionamos sobre nosotros mismos; que fabricamos herramientas; que hablamos- está en un taller de reparación de microchips. En realidad, cuando se contabiliza el rendimiento y se tabula el comportamiento, no somos superordenadores, sino pequeños cacharros, herramientas minúsculas, modestos hornos, simples asadores y parrillas de picnic: nos consumimos. Arde un universo: un bosque para nuestro incendio.
Ahora nos contamos por miles de millones, una profusión tan peligrosa que si nos tiráramos un pedo todos al unísono, barreríamos el viento y envenenaríamos el mundo; y si uno encendiera un fósforo en semejante nube de metano… el boom sería colosal.
También vivimos en una época de migraciones y desplazamientos. Impulsados por la guerra, la enfermedad o la hambruna, por miedo al genocidio o a la inanición, millones de personas se desplazan, en barco, en su mayoría, como siempre ha ocurrido. No todos los que cruzan el océano están aplastados por la bota de alguien. Pero las botas en tierra golpean con fuerza a la gente de los barcos. Y, como para equilibrar a los que han sido expulsados de su país como un perro para hacer sus necesidades, hay un número igual que ha sido encerrado dentro; que se iría, si pudiera, en busca de libertad, de una vida mejor, de ideales compatibles.
Así que hemos aprendido a castigar a la gente encerrándola y echándola de casa al mismo tiempo. Sí. Quédate en casa en la pradera, con mamá y papá y sus ideas, quédate en casa junto al teléfono vigilado, fuera de las tiendas y los mercados, detrás del telón de bambú, de encaje o de hierro, quédate en casa donde rigen las reglas del hogar, y el gallinero ya tiene su gallo. Este gallo, cuando canta, se transmite por las cañerías, y se puede escuchar y volver a escuchar en mil estaciones, y en todos los zoológicos. Canta, y un millón de huevos son el doodle-doo de Elvis, aunque todavía en sus trompas de Falopio y sin ver el día.
Debemos permitir que los griegos nos instruyan, siempre. Quizá recuerden cómo los adivinos acudieron con preocupación al rey cuando Edipo apenas había nacido y apenas dormía en su cuna. Predijeron lo que todo padre teme: tu hijo te sucederá y gozará de todo lo que ahora disfrutas y posees, del amor de tu mujer en su papel de madre; sus pechos ya no serán tuyos, ni sus caricias, ni sus miradas de amor; el vigor juvenil de tu hijo te hará sombra y detendrá tu crecimiento; y te arrastrará lentamente a la tumba por la negligencia de sus actos. En atención a estas advertencias, el niño fue llevado a las montañas durante la noche, con los tobillos inmovilizados como se ata a un cabrito desollado para el asador, y allí fue abandonado en la creencia de que el viento frío congelaría su corazón, y sus pulmones expulsarían su alma con su último grito de aliento; de ahí que los dioses no pudieran culpar a ninguna mano humana de la muerte del niño.
Por supuesto, el infante es rescatado y criado por un pastor que lo encuentra entre las rocas o bajo un arbusto, o por un animal que lo lleva a su madriguera (las historias varían), y crece en un constante desconcierto sobre su naturaleza, porque no se parece a un lobo o a un oso, ni a los padres que lo acogieron. Dos veces exiliado, primero en la vida, como todos somos exiliados, luego en otro país, y ahora un extranjero entre sus supuestos parientes. ¿Por qué no fue ahogado en un tonel de amontillado, método favorito de los reyes ingleses? o simplemente tragado como Saturno se tragó a sus hijos, o la ballena a Jonás, o Mr. Etna a Empédocles?
Esto es un tema importante. Los muertos tienen parientes, los hijos tienen madres, pocas expulsiones son realmente completas. Seis millones han sido borrados, pero todavía quedaban más nombres judíos. La madre abraza al hijo deglutido utilizando una daga, y allí, en la oscuridad de la barriga de su padre, centro de sus poderes, se abre paso mientras el Titán duerme, o (las historias varían) le da al Titán un vomitivo y expulsa al niño no digerido, o se sustituye el cuerpo del bebé por piedras (las historias varían), y el estúpido Saturno se lo traga -no es una recomendación para la cocinera de la casa. En cualquier caso, el niño salvado empuña una hoz y le corta el pene su padre, las pelotas de su padre, y las arroja por una grieta, por encima de un parapeto, por el borde de un acantilado, al mar. Es una historia instructiva. Más moral que un sermón de Falwell. Los griegos eran grandes educadores. Afrodita, la diosa del amor, surgió del océano en una ola, y, ensangrentada, cabalgó hasta la orilla en una concha formada con la espuma. Podríamos seguir -es tentador- pero el relato nos llevaría hacia otra lección, en lugar de la que nos ocupa ahora.
Pasemos, por un momento, del mito a la historia. Recuerden cómo los amigos de Sócrates organizaron su escape. Atenas no quería convertir en mártir a un hombre que prácticamente les había empujado a votar su ejecución. Sus enemigos estarían encantados si el problemático sabio se exiliara como su protegido, Alcibíades, y fomentara la decadencia de alguna otra ciudad. Que el tábano muerda otra grupa. Aquí había un caballo, al menos, que estaba cansado de estar despierto. Pero Sócrates declinó, obstinado hasta el final, alegando, entre otras cosas, ser hijo del Estado, e incapaz de renunciar a su filiación. Sus argumentos son interesantes, aunque sus razones están ocultas, y uno de esos argumentos puede decirnos algo de lo que es el exilio. Afirma, por supuesto, haber recibido un trato justo en su juicio. Todo lo que él, o tú o yo, podemos pedir correctamente al sistema judicial es que nos dé lo que nos corresponde, y Sócrates sentía que lo había recibido. Si la decisión del árbitro es contraria, no puede, entonces, retirarse del juego en un arrebato, un juego cuyas reglas ha aceptado, y cuyas ventajas ha disfrutado. Sobre todo, el exilio es una amputación, una mutilación del yo, porque la sociedad en la que vive Sócrates es una parte esencial de su naturaleza, una naturaleza que no puede, ahora, dividir. En resumen, invoca tres principios, ninguno de ellos expresado con precisión, pero cada uno de ellos profundo: Afirma la importancia del debido proceso (lo que significa que sitúa un método sólido por encima de cualquier resultado, por muy correcto que pueda ser, si no está fundamentado); cree en la correlatividad de los derechos y los deberes (lo que significa que ninguno es inalienable, sino que cada derecho se gana mediante el cumplimiento de una obligación correspondiente y definitoria); da por sentada una especie de conexión anatómica entre los individuos y su sociedad (lo que significa que nuestra comunidad es para cada uno de nosotros como un brazo compartido, y es, por tanto, un aumento vital del yo local).
Por lo general, nos relacionamos con otras cosas y personas de una de estas tres maneras: instrumentalmente, como Locke nos veía conectados, en términos de nuestros intereses, de modo que el Estado, por ejemplo, es visto como un medio para la felicidad individual de cada uno de sus ciudadanos; colectivamente, como Hegel nos veía constituidos, en el que todos somos elementos funcionales que contribuyen a la salud del conjunto; y, como lo llamaré, socráticamente, donde la comunidad es un órgano esencial del yo, pero no la suma de ellos.
Las familias, las sociedades, los gobiernos, se disuelven adecuadamente, desde el punto de vista instrumental, cuando no sirven a los intereses de sus miembros, del mismo modo que sustituiríamos una broca rota por otra, o un socio de negocios incompetente por uno con iniciativa, o un entrenador de fútbol perdedor por uno que gane. Como soltero, me preocupan los nervios, el acné y la anorexia. Sin sexo la vida parece no tener sentido. Mi médico me aconseja que me case. Te aclarará el cutis, te calmará los nervios, engordarás. Así que digo, lo hago, y espero las benévolas consecuencias. Sin embargo, al cabo de varios años, mis liendres vuelven a aparecer, mis nervios vuelven a enloquecer, una vez más no puedo mantener la pasta. Está claro que el divorcio es lo indicado.
Bajo el concepto de lo colectivo, los individuos pueden ser sustituidos por otros cuando no cumplen su función, del mismo modo que se sustituye a un lanzador en el montículo, porque es el equipo el que continuará (¿no lo hace Notre Dame?), aunque el entrenador, y todos los que jugaron para él, hayan pasado a la historia. El soltero, que resultaba tener mala piel, era admitido en la Familia para que cumpliera su función en ella, como marido y padre, incluso abuelo eventualmente. Sin embargo, si su desempeño es pobre, entonces puede ser reemplazado por un mejor sostén de la familia, o por uno cuya posición social camine en zancos más estables. Las familias, de esta manera despiadada, a veces sobreviven a siglos de desgracias y calamidades. Hemos visto a equipos que fracasan temporada tras temporada, con entrenadores despedidos y jugadores continuamente sustituidos. Este último ejemplo nos permite observar que, aunque el propio equipo esté constituido colectivamente, la relación del propietario con él puede ser completamente instrumental. Si el club no sólo pierde partidos, sino que también pierde dinero, puede que lo venda y establezca, en su lugar, una línea de medias de mujer. El dinero, por supuesto, es el emblema puro y perfecto de la instrumentalidad, y es por eso que, aunque tan universalmente deseado, siempre ha sido, por la buena gente, despreciado. El verdadero aficionado, por supuesto, piensa en los equipos como una mutualidad, y a través de ella, la comunidad participa en su ascenso y descenso y mantiene una temperatura común como si compartiera el mismo corazón.
La sangre común es el vínculo común en el caso de que la comunidad se defina como el ser compartido, como un parque público o una biblioteca, que pertenece a todos pero no es propiedad de ninguno. Si mi brazo está herido, lo siento; me preocupo por él; lo cuido, lo curo; y aunque me haya ofendido, no me lo corto. Sólo cuando todo el ser se ve amenazado se recomienda ese remedio. Se lamenta la pérdida pero se considerara irrevocable. Por lo tanto, si el soltero vuelve a tener problemas de salud, o si la fortuna de la familia decae por su culpa, no hay que echarlo de casa. Más bien, hay que descubrir las razones de su anterior felicidad, restablecer el estado de salud y mantener así el bienestar de la familia.
El exilio, como intento definirlo, no es una condición que pueda darse para el instrumentalista. Puedo, por supuesto, separarme de mi caña y mi reel, de mi franquicia de hamburguesas, de mi séptima esposa, y esa separación podría ser costosa, especialmente si los peces pican, o mi esposa es rica, o especialmente litigiosa; pero exilio sería siempre una palabra demasiado fuerte para lo que realmente sería un inconveniente y una decepción, incluso si éstos fueran severos. Según la concepción colectiva, el exilio es una catástrofe sin paliativos para la persona expulsada, ya que todo su ser dependería de la definición que le diera el Estado. En cambio, el Estado que ha expulsado a esa persona no tiene por qué sufrir nada, ni los demás ciudadanos sienten una pérdida, mientras el trabajo que se hizo en su día se siga haciendo bien y bajo la forma de la obediencia.
Atenas puede desear que se quite de en medio, pero Sócrates será echado de menos, porque su contribución, y la contribución de cada ciudadano al Estado, tiene que ser considerada como única, siempre que hablemos de la sociedad como un yo compartido. Sólo aquí la muerte de cada hombre me disminuye verdaderamente, en la famosa frase de Donne, porque sólo aquí cada individuo es, sin ningún sacrificio de sí mismo o de su soberanía, una parte del todo.
Las ciudades-estado eran pequeñas, tanto en población como en territorio, de modo que cuando la ciudad sentía que tenía un elemento peligroso en su seno -una célula que se volvía cancerosa- la expulsión era el recurso razonable. Pero un cuerpo acosado por enemigos no sólo puede atacarlos y matarlos, o expulsarlos con un violento estornudo, sino que puede sellarlos dentro de sí mismo, formando una especie de quiste siberiano. Los países con colonias pueden penalizar a una de ellas enviando a sus idealistas, convictos y fanáticos religiosos. Los individuos descontentos, si la simple desaparición no es factible, pueden ser arrojados por la borda, abandonados o dejados a merced del desierto, como hizo Edipo. Para la víctima, el exilio tiene dos mitades, como un pan cortado a cuchillo. El corazón, el hogar, la casa, llenan un lado – la tierra que el exiliado pierde; mientras que la extranjería, la extrañeza, la condición de extranjero, ocupan el otro – la orilla en la que el náufrago es arrojado.
A pesar del carácter lúgubre que le dieron los griegos, el término tiene hoy en día muchas aplicaciones honoríficas, románticas, incluso poéticas. Está claro que París es la isla moderna más favorecida por el exilio, pero es difícil tomarse en serio el castigo que te envía allí. A los escritores estadounidenses que se tomaban unas largas vacaciones atravesando Saint Germain, porque París era París y por el tipo de cambio favorable, les gustaba considerarse exiliados, aunque no dudaban en volver a casa cuando se les acababa el dinero o querían impulsar sus carreras.
Henry James y T. S. Eliot se convirtieron en expatriados por simpatía y conveniencia, y por una vaga aversión a su lugar de nacimiento. En cierto modo, siempre habían sido ingleses, y el traslado no hizo sino confirmar su identidad. Sólo Ezra Pound fue un verdadero exiliado, y eso no ocurrió hasta su encarcelamiento en St. Elizabeth’s. Encerrado en un manicomio (un recurso habitual), alcanzó, tras esos muchos años en Europa, la dudosa condición de exiliado entre las incomodidades del hogar. Hoy en día hay muchas cosas en las que uno puede convertirse además de exiliado: puedes ser un inmigrante, un extranjero indeseable, un desplazado o apátrida, un disidente, un expatriado, un deportado, un espalda mojada, un delincuente, un colono, un turista, un holandés volador, un judío errante.
Estar exiliado no es ser arrojado por cualquier puerta, sino por la propia; es perder el hogar, donde el hogar sugiere una estrecha pertenencia emocional y las nudosas raíces de la propia identidad. No puedo estar exiliado de Café Society porque nunca tuve un hogar allí. Me pueden expulsar de mi club o del ejército, me pueden expulsar de la escuela o del partido, pero no me pueden exiliar de ninguno de ellos. Sin embargo, aquellos negros que fueron esclavizados y sacados de África estaban siendo exiliados de la raza humana, y reducidos a instrumentos, a máquinas, a dinero. A los negros no se les ha dejado entrar en América. Son la arteria oscura denegada.
Puedo ser obligado a abandonar mi patria por un usurpador, o por un ejército conquistador, pero mientras no me sienta excluido por el propio país, no soy realmente un exiliado. El exilio implica el rechazo de un ser querido, como si el rostro de tu espejo hiciera una mueca cuando se asomara y te descubriera mirando. Es una herida narcisista.
¿Cuál es exactamente el delito por el que el exilio parece un castigo tan apropiado? Hay sinvergüenzas en abundancia entre nosotros: asesinos, atracadores, ladrones, violadores, vándalos, adictos, extorsionadores, secuestradores, ladrones de coches, ladrones de cajas fuertes, malversadores, pirómanos, carteristas, ladrones de bolsos, estafadores, usureros (hay tantos sinvergüenzas que podemos ser uno de ellos); los que hacen llamadas telefónicas obscenas, golpean a los bebés, roban en la caja de los pobres, beben o se juegan los ahorros de los demás, adulteran y envenenan, falsifican y engañan, o son culpables de hacer trampas en el parchís, de falsificar, de sobornar, de malversar, de contaminar, de evadir impuestos, de difamar, de tergiversar, de plagiar, de espiar, de cometer altos delitos y faltas, incluida la traición; y todos estos, y todos aquellos que no he enumerado y que, sin embargo, deben estar allí, como los que ensucian los caminos y ensucian nuestros callejones y pintarrajean nuestras paredes, que envenenan el aire y ofenden a los ojos y hacen ruido en nuestros oídos; simplemente se les envía al calabozo, se les mete en la cárcel y se les mantiene encerrados de forma segura durante diferentes períodos de tiempo desagradable; pero ninguno de ellos, incluidos los que amenazan el bienestar del Estado huyendo con el enemigo, vendiendo secretos, desobedeciendo a sus superiores o abusando de su alto cargo, son enviados al exilio.
Los gobernantes sufren con frecuencia este degradante destino, a menudo como simple consecuencia de la usurpación; pero debemos recordar que en cualquier juego del Rey de la Colina, si quieres probar el verdadero exilio es la colina la que debe hacerte girar, no un golpe en la cabeza por un niño que quiere tu lugar. Y si un niño, entonces sólo por su hijo (hoy en día una hija también servirá), que tiene que tener el pueblo detrás de ella, así como un ejército y un par de cárteles internacionales. Entonces será la Colina, en efecto, la que le dé el tirón. Otras veces, los gobernantes que perdemos son simplemente canallas que tendrían un lugar o dos reservados para ellos en mi lista si no estuvieran jugando a ser Big Daddy detrás de algún escritorio nuevo, y, como Ferdinand Marcos, probablemente deberían ser encarcelados por mal gusto, asesinato y robo, pero, por muchas razones, la mayoría de ellos moralmente odiosos, escapan a este resultado a través del exilio.
¿Quién más? La gente de la raza equivocada. Sí. Sin embargo, el gueto no es un lugar de exilio, ni siquiera un área de infección sellada. Es un círculo conveniente de confinamiento moral y religioso que tiene la ventaja adicional para el Estado de ser económicamente útil. Al igual que las barriadas en las que se mete a los negros, se anima a sus ocupantes a salir a hacer el trabajo de los turcos, de los mexicanos, de los yugoslavos, a cavar agujeros y taparlos, a subir a un autobús para cuidar a las señoras y limpiar el crack de las calles.
¿Quién más? Los artistas. Y entre los artistas, sólo ocasionalmente los pintores, los escultores, los arquitectos, pueden tener sus exposiciones cerradas, sus edificios vilipendiados, sus yesos destrozados; pero rara vez son desterrados por las razones de su trabajo. Tampoco los músicos -que pueden ver interrumpidas sus actuaciones, que pueden encontrarse con que las salas de concierto están cerradas para ellos, que recibirán críticas excéntricas y luego un silencio orquestado- son expulsados del país a causa de una serie de notas sediciosas.
El caso de Sócrates sigue siendo instructivo. Fue Sócrates quien pensó y enseñó que el alma era el único y verdadero motor del cuerpo y que, por lo tanto, nos correspondía conocer su composición y algo de su funcionamiento. Al igual que las plantas, teníamos apetitos, y éstos nos impulsaban; al igual que los animales, teníamos también sentimientos y percepciones, y éstos nos enviaban en busca de satisfacciones; pero, además, y a diferencia de cualquier otra criatura, podíamos dirigirnos por medio de la razón a fines responsables. El habla era el principal órgano de influencia. A través de la palabra dimos a conocer nuestros pensamientos a los demás, y a través de la palabra cada aspecto de nosotros mismos se esforzó por persuadir a nuestros diferentes deseos, mediante razonamientos, halagos o gritos, para que se callaran. La mayoría de las veces, los exiliados son novelistas y poetas, periodistas y dramaturgos, o cualquier otro, sea cual sea su ocupación, que habla en voz baja, o en voz alta. En términos generales, aunque creo que centralmente, lo que se exilia es casi siempre la palabra de alguien.
Y cuando un músico es arrojado a la desgracia, la causa es lo que se dice que dice su música; y cuando el pintor es apagado como un fuego salvaje, es por lo que se supone que significan sus cuadros; son las palabras que se pueden extraer de ellos, las ideas que entonces se puede alegar que apoyan, por lo que son excluidos. Sócrates no corrompió a los jóvenes poniendo sus manos lujuriosas sobre ellos; no los corrompió omitiendo el homenaje ritual a los dioses; los corrompió enseñándoles a hablar inteligentemente; les enseñó a interrogar a los magos del mercado y a los peces gordos del politburó y a los cipayos de los tribunales exactamente en el lugar donde su andar sería más seguro, y era allí donde debían ser confrontados, y sus palabras examinadas, sopesadas en un debate con otras palabras.
Mis proxenetas y prostitutas, tahúres, manipuladores de licitaciones y mentirosos legales: ¿por qué debemos sufrir los gastos de sus largas estancias en nuestros hoteles de barra de hierro, y la paga de los guardias que deben vigilarlos, y el coste de los altos muros que los encierran? ¿Por qué el corredor de la muerte debe estar atestado de criminales que han envejecido gracias a las apelaciones y a las tres bandeja de comida al día? ¿Por qué no envolver a nuestros indeseables y enviarlos por correo a Cuba? Matones y asesinos a sueldo y ladrones a montones.
Es decir: ¿por qué los escritores siempre son capaces de encontrar acogida en algún país, cuando otro tipo de malos son rechazados en la frontera? ¿Y por qué las esposas miserables e incomprendidas son tan valoradas por los maridos de sus vecinas? Una y otra vez, los artistas perseguidos de una nación se han convertido en el tesoro nacional de otra. La palabra que sonó mal en un oído puede sonar dulcemente en otro. Solzhenitzyn fue valiente al decir la verdad que queríamos oír sobre la URSS, y estaremos encantados de ofrecerle una cima desde la que transmitir, siempre y cuando ponga sus cargos en la dirección correcta.
Rara vez un exiliado tiene la suerte de ser expulsado de Nueva Jersey para caer en Devon. Normalmente se le aparta de su familia y de sus amigos, se le priva de su medio de vida, de sus hábitos, de sus rincones; sus vías ordinarias de expresión se cierran, su paisaje se altera por completo, la nieve empieza a caer en un mundo que hasta entonces había albergado un corazón hawaiano, los pájaros ya no cantan las canciones correctas, las flores llevan los colores equivocados, ni las bocinas de los coches suenan como deben; los vientos soplan en direcciones diferentes, las ciudades huelen a pescado o a cerveza o a papel, la ropa es incómodamente extraña, y las palabras que antes llegaban a tu lengua como tu propia alma libremente, sin vergüenza, desnudas ante una esposa o un marido, ahora tienen que esconderse en tu cabeza, porque no hay nadie con quien hablar, nadie que lea lo que has escrito, nadie que conozca y proteste por tu caso, ni que comprenda las condiciones de virtud que se llamaba tu crimen.
Ya no eres tú, cuando incluso tu vida cotidiana actual es tan remota como un recuerdo. Ya no eres tú, si -sobre todo- te definías por tu forma de vida, las cosas que amabas, los ideales que estimabas, tu lengua.
Frente a esto, los exiliados famosos han informado a menudo de la mejora de sus condiciones: consiguieron mejores trabajos, fueron entronados, se les dieron oportunidades para expresarse -en la danza, en la pintura, en el diseño- en direcciones que apenas podían haber previsto. Se les puso en la televisión, se les pidió su opinión, extraños en la calle les sonreían, la CIA los interrogó. Y hubo té en la terraza tras la repetición de su deserción. Las universidades les pagaban por hablar y les ofrecían aún más por enseñar. Habían asumido, en efecto, el manto de una nueva profesión: Herr Doktor Dissident, profesor de Exilheit. Y fácil es; para algunos, y fácil es cambiar de lengua, tomar esta palabra y aquella y gramaticalizarse, adaptarse a una nueva vida mucho más rica de lo que, antes, podían soñar. Puede que se vuelvan a casar, adopten un equipo (los Washington Redskins, muy probablemente), vayan a la discoteca, adquieran el gusto por el whisky, empiecen a olvidar a los desgraciados a los que una vez se parecieron y que aún yacen en la cárcel o se deslizan con miedo por las calles grises o duermen apenas como duerme el gato cuando está en la perrera. Es igualmente fácil descartar u olvidar a sus compañeros de exilio, que no habían aterrizado en piscinas con césped circundante, sino que se encontraban bajando todas los escalones posibles, conduciendo un taxi por calles que no podían reconocer ni pronunciar, vendiendo fruta magullada, limpiando una casa ajena cuando antes habían sido dueños de una, condescendientes o ignorados, entregando una gorra con visera o una escoba, y lanzados a la deriva donde no había ni agua ni barco.
Para disfrutar de tales éxitos, los otros exiliados eran una competencia insólita: por el protagonismo, la simpatía limitada, el acceso restringido a las bondades de la nueva vida. En sus antiguos hogares, a menudo habían cultivado un fino odio mutuo, así que ¿por qué iban a cambiar esta reconfortante relación sólo porque ambos estuvieran en un nuevo lugar? Además, sólo ellos, de este o aquel país, de esta o aquella región, de esta o aquella raza, de esta o aquella lengua, de esta o aquella clase de represión cruel, de persecución sombría, de dolor especial y de rabia particular, sólo ellos, es decir, eran exiliados de verdad, exiliados in extremis, con una isla en su nombre, exiliados en esencia. Otros eran carbón, copias, sin cuento, incapaces de reunir la miseria, la enemistad, los enemigos que pudieran darles un estatus de exiliado honesto, y una entrada en la aristocracia de los propiamente depuestos.
¿Quiénes son los que hacen esta transición más fácilmente? ¿Aquellos para los que el exilio casi no lo es? Los afortunados a los que apenas les importaba su país, se dedicaban a hacerlo de una manera o en un lugar u otro, eran cosmopolitas en su forma de vestir y en sus tonos y en sus gustos y en sus huesos, y que se habían liberado pronto del clan y de la familia, del campo y del clima -quizás vivían en un bloque de apartamentos en una manzana de la ciudad en medio de un montón de bloques construidos de forma similar y anónima, y sólo veían el cielo a través de una ventana llena de hollín, y escribían en papel mimeografiado. La coca-cola y los conitos de maíz les reconfortaban; con su microondas sabían que estaban mucho mejor: sábanas limpias y un coche, una buena droga y su propia toalla. La región que les importaba era una región de la mente, y la mente era principalmente una mina hecha de textos, de páginas de reportaje y de consigna, y de drama, por supuesto, de sentimiento, de sollozos, de alineaciones altisonantes de rimas antes de ser fusilados o de que les corten la cabeza, y entendían la geografía como un texto, la historia como un texto, los textos como textos, y eran capaces entonces de trasladarse como en un préstamo de biblioteca de un depósito de libros a otro, sufriendo sólo el desgaste ordinario del uso descuidado.
En particular, a los que les fue bien en su país de adopción fueron los que aprendieron rápidamente el nuevo idioma y se introdujeron rápidamente en los modismos y la jerga de la época, que escribieron entonces en su nuevo hogar como habían escrito cuando estaban en el anterior: con facilidad, rapidez, ligereza y sátira. Para ellos, el cambio forzoso de una lengua a otra puso tanto la nueva como la antigua en una luz reveladora. Ya no veían su lengua materna como una hija podría ver a su madre, sino como el seductor de su madre, o el panadero al que le debía los panecillos de la semana pasada. Y veían su lengua adoptada como una forma de pensar totalmente nueva, totalmente libre y maravillosamente energizada, porque nada de su pasado rechazado se aferraba a ella, no quedaba la pelusa de una vieja vida; estaba tan limpia de culpa y de viejas emociones y recuerdos como lo está el álgebra (una de las razones por las que el álgebra siempre ha sido un refugio para los atormentados).
Oh, había suficiente culpa para todos, y eso era un factor más a favor de otra lengua, de otro país; porque toda diferencia era deseable, y toda distancia; porque no importaba el mal que te hubiera hecho tu Madre Patria, o lo claramente equivocada que hubiera estado y estuviera en ti, o lo injustamente que te hubieran tratado, lo severamente que hubieras sufrido, lo amargamente que te hubieran hecho jugar a Job; sin embargo, te seguían persiguiendo tus figuras paternas, tus ídolos de la familia; te mordía la conciencia a pesar de todo; te llamabas a ti mismo cachorro ingrato, vástago vergonzoso, niño podrido -todo lo normal-, mientras sabías que tu voz era sólo el eco aromatizado de tus enemigos, que era tu propio brazo el que utilizaban para hacer caer el mazo, y tu boca la que pronunciaba lúdicamente su sentencia. Esa era otra injusticia. Quizá la última.
En tales circunstancias, lo más sensato es que te conviertas en la imagen de otra cultura, si puedes, porque vas a querer llamar a los taxis y pedir croissants, y puede que quieras denunciar a los bastardos que te echaron de tu tierra natal -un artículo enérgico en el idioma local podría hacerlo- o sacar provecho de tu nueva celebridad. Puede ser, sin embargo, como ya he sugerido, que hayas usado tu primera lengua tan superficialmente como usarás cualquier otra, sólo para pedir una tostada fría y un té, o para besar a un amante no deseado, conseguir una buena mentira; y también puede ser que no conozcas otra forma de usarla que no sea la mala, como si fuera un cesto de la ropa sucia o un vaso de papel que puedes aplastar y tirar después de usarlo.
El científico, por ejemplo, se supone que trabaja en un nivel de concepto que escapa a lo parroquial, de modo que, aunque los resúmenes de sus experimentos estén en francés o en alemán, no están en francés y en alemán, sino en registros de percepción y logaritmos. Supongamos que nuestras palabras salieran de nuestra boca de forma tan palpable como un escupitajo; supongamos que algunas estuvieran envueltas en suaves nubes rosas como el algodón de azúcar o rodeadas como globos de cómic, o que salieran en gótico; supongamos que llenaran pequeñas habitaciones, y que vadeáramos a través de ellas para llegar al teléfono o a la puerta, y que las señoritas de la lengua pasaran la noche recogiéndolas en redes, metiéndolas con mangueras en cubas, y que al amanecer los camiones cargados con los logotipos se deslizaran por las calles hasta los grandes vertederos con forma de diccionario. Supongo que sólo para indicar lo bien librados que estamos de nuestras palabras. Apenas pronunciadas son absorbidas por el amplio, aunque cada vez más preocupado, mar de aire que nos rodea. En cuanto a la igualmente inútil palabra escrita… bueno, podemos morir en nuestros archivos; la mala escritura es más contagiosa que un resfriado; y si no son los trozos de plástico o los nudos de la corbata lo que nos atrape, serán las vastas diapositivas de los memorandos, las explosiones de los best-sellers o la subsidencia de los certificados.
Pero si su lenguaje se supone que es el medio de un arte; si usted, su usuario, es un artista y no un reportero, un divulgador, un cuentacuentos; si usted no está escribiendo principalmente para obtener elogios o una paga, sino que desea evitar las ocupadas avenidas del entretenimiento, para traficar con lo trágico tal vez, cavar hasta lo profundamente serio; entonces (aunque hay algunos casos excepcionales y contrarios) comprenderá enseguida lo bendecido que eres por la lengua con la que naciste, la lengua que empezaste a dominar en el momento en que también empezaste a conocer la vida, a leer las líneas de los rostros, la luz de la ventana que significaba la leche, la puerta que te privaba de la madre, las medias canciones que cantaba ese alguien que se decía dueño y que te prestaba el pecho que amamantabas y reclamabas como algo más que pariente.
Sólo si brotas completamente crecido de la frente de Zeus puedes escapar de nacer, y de aprender una lengua antes de ser grande, y de perder esa lengua junto con el envejecimiento. Es como vivir bajo un cierto tipo de sol, excepto que la palabra sólo comienza como el viento y el clima del espíritu, porque lo que ocurre, fuera inicialmente como una especie de estruendo, se va haciendo sentido y asimilando lentamente. Poco a poco, también, se va formando un estilo, como el endurecimiento de tus huesos y tu fisonomía, como nace también un carácter, asertivo y duro, suave y débil. Que aprendas una lengua, pues, es probable; que la aprendas bien es improbable; que vivas bien es improbable; que tengas una forma es seguro; que tu alma -ese viejo fantasma- sea la fuente de tu discurso y de las palabras que escribas es una conjetura socrática que apoyo; la palabra es todo lo que el alma es.
Entonces, ¿qué es lo que se corta y se arroja al mar cuando somos desterrados? Las sílabas. Las últimas sílabas del tiempo registrado. Porque el habla (que es la razón por la que el exilio, he argumentado, fue desterrada en primer lugar), no es una pieza de propiedad que puede ser comprada o vendida, y por lo tanto dejada atrás en el lote como un coche que has intercambiado. Es el centro del propio yo. Lo insoportable del exilio radica en esto: que aunque tu cuerpo sea enviado al mundo como el Ángel hizo con Adán y Eva, tu alma es enviada a una celda del yo donde puede marcar los días con arañazos en la pared llamada escritura, pero donde perderá a todos los compañeros, y sobrevivirá sola.
Esta afirmación mía sobre la centralidad de la palabra hablada, por supuesto, no la cree nadie. En nuestra época de imágenes perfectas, ¿quién debería creerla? Así que en tu próxima cita, haz un dibujo de tu pasión. Explica así tus necesidades. ¿Qué tan lejos del sentimiento real te llevará? ¿No poseerá inadvertidamente un cierto estilo ascético? La próxima vez que te encuentres a solas, y meditando sobre tu problema: ¿debes llamarlo? ¿lo hará o no lo hará? ¿le gusta más la guitarra amplificada que el bajo aserrado? ¿en qué preferirá que me exprese, en tiza o en lápiz? Intenta plantear tus preguntas en términos de la imagen parpadeante que dices amar y que es la onda salvadora del futuro. Piensa en cualquier cosa. Intenta algo pequeño. Pero haz un garabato de la solución. Sin embargo, ni siquiera podemos garabatear con alguna habilidad. Si esta es una era visual, ¿por qué nuestra literatura visual es casi nula?
[Es un pareado del tipo que Shakespeare usaba para cerrar una escena. Lo usé para hacer un punto, como si su rapidez fuera una prueba]. [Mi último comentario fue un paréntesis, un «por»; así que mientras estés en tu viaje pictórico trata de diseñar un «por» que marque tu rumbo]. [Intenta, cuando estés dibujando tu camino, recordarle a tu espectador a la pequeña Miss Muffet que se sentó en un tuffet, y comió de su cuenco]. El don pictórico es capaz de hacer cosas maravillosas, como todos sabemos; pero lo que hace es propio, y la idea de que puede sustituir al lenguaje, o restarle importancia, es ridícula.
Si sabemos leer, se espera que también sepamos escribir o, en todo caso, mecanografiar. ¿Cuántos de nosotros, en esta época en la que las cámaras son tan útiles, somos capaces de hacer una buena fotografía, de copiar un rostro, de formar una imagen interesante en cualquier medio, de leer un plano, de entender un mapa o un conjunto de planos arquitectónicos, o incluso de seguir las flechas correctas cuando intentamos alcanzar un tren de cercanías?
Podríamos decir, de Saturno tragándose a sus hijos, que los ha enviado al infierno dentro de sí mismo. Para bastantes de los que lo sufren, el exilio es una condición espiritual, no meramente geográfica. Esto es lo que querían decir muchos de nuestros escritores estadounidenses de los años veinte cuando se describían a sí mismos como exiliados, y cuando no se daban aires de grandeza. Gertrude Stein decía que cuando la expansión americana había llegado al Pacífico, no había otro lugar al que ir que «al oeste de la cabeza». Y a la cabeza fuimos. Luego enviamos nuestro equipaje al este de nosotros, a París. James Baldwin no fue enviado al exilio en Francia. Su exilio comenzó antes de que naciera, cuando la oscuridad de todos nuestros comienzos oscureció su piel.
La expresión «exilio espiritual» es una metáfora, por supuesto, pero una metáfora significativa, en la medida en que he estado sugiriendo que hay un gran número de personas para las que el exilio es sólo un castigo pro forma: les va bien y han encontrado un hogar feliz en su país de adopción. La «alienación» describe bastante bien la condición del corazón y la mente que constituye el contenido interior del exilio real o efectivo. Aunque el distanciamiento puede ser mutuo, como ocurre a veces con las parejas casadas, suele ser una calle de sentido único. Los ciudadanos pueden alienarse de su gobierno sin que la nación se dé cuenta. Ese no darse cuenta es a menudo parte de ello. Aun así, ser indiferente a alguien o a algo no implica que alguna vez se haya sentido lo contrario, o que se deba seguir lamentando su separación.
«Alienación», como término filosófico, ya no está de moda, así que quizá sea conveniente retomarlo, aunque sólo sea por un momento. Las cosas con las que uno estaba familiarizado parecen tan extrañas como el extraño rostro que se está afeitando en el espejo; pero ¿qué es lo que hay detrás de la cabeza? Es una pared que nunca has visto, una pared que el espejo ha inventado, y la cabeza, también, se tambalea sobre su cuello como si estuviera bajo el agua. Recuerda lo que sentiste al volver después de muchos años al instituto de tu juventud: lo pequeños que eran los pasillos; lo andrajoso de las persianas; lo lúgubre de los armarios: un verde grasiento y abollado sin diseño. La realidad y la memoria no estaban en sintonía entonces, y ahora lo están de nuevo.
El movimiento de la maquinilla de afeitar sobre la cara, el raspado de la hoja, la crema que deambula aquí y allá como la espuma por el suelo, ha atravesado la curiosidad y ha llegado a lo surrealista. El funcionamiento de los picaportes de las puertas es inexplicable. ¿Picaportes de las puertas? Esperamos el misterio de los bides. Tras unos cuantos encuentros frustrantes, contamos con que nos desconcierten: los calcetines siguen sucios. Pero a medida que la alienación se instala en nuestras almas como una niebla, los rasgos, las operaciones, las relaciones, sin llegar a alterarse, nos ofrecen puntos de referencia diferentes, sus objetivos cambian, sus esencias se disuelven. Surge un cansancio interior, todo es un obstáculo, nos hace preguntas que no entendemos. Damos las mismas órdenes de siempre a nuestra voluntad, pero nuestros miembros se agitan torpemente; al caminar cautelosamente en línea recta seguimos retrocediendo hacia las cosas como si estuviéramos ciegos; olvidamos cómo estornudar.
Al mismo tiempo, por supuesto, con qué vivacidad, con qué precisión, con qué frescura, vemos; porque todo lo que habíamos conocido bien, hace tiempo que dejamos de conocerlo, por supuesto: la pared del baño que nos sorprende, el tono de la voz de nuestra mujer cuando decía «no», que es el mismo que el raspado de nuestra maquinilla de afeitar, el gorgoteo del agua por el desagüe como la pérdida de toda esperanza. En un abrir y cerrar de ojos, hemos colocado un Duchamp por aquí, un Duchamp por allá, hasta tener el mundo lleno.
Llevamos toda la vida haciendo de las cosas una parte de nosotros mismos, construyendo, como se dice, una segunda naturaleza: aprender a caminar, a hablar, a montar en bicicleta, a abrir una cerradura, a estropear una fiesta, a bailar el fandango, a lavar los platos, a palear la nieve, a nadar, a hacer nuestro trabajo, a encender, a apagar, a ir al baño, a rebajarse para lograr una conquistar. Nos habíamos sentido como en casa en nuestro barrio, sanos y salvos, hasta que las casas fueron saqueadas, los bolsos arrebatados y los pakistaníes se mudaron. Ahora paseamos un perro feroz. Nos habíamos sentido en casa en nuestro patio con su piscina hasta que alguien tiró una lata de pintura abierta en ella, hasta que los niños nadaron desnudos en medio de la noche, hasta que una ardilla se ahogó. Nos habíamos sentido a gusto en nuestra casa, recién hecha de cretona y laca, hasta que los niños trajeron a sus ruidosos amigos punkies a la guarida, el perro empezó a hacer caca en un rincón, los ladrones nos desvalijaron y la mujer dejó de hacer la cama.
Nos habíamos sentido a gusto en nuestra carne hasta que nuestra carne envejeció, se puso flácida, engordó, y entonces apareció aquel extraño en el espejo con sus ojos enrojecidos, y el rastrojo, cada mañana, como un campo en la madrigada, gris por la escarcha.
Luego, unos desconocidos invadieron nuestro trozo de espacio público privado con sus manos extendidas y sus ojos fijos. Entonces los extraños se acercaron demasiado a nosotros en el metro, y se sentaron a nuestro lado con asientos vacíos a cada lado. Así que ahora nos acercamos cautelosamente a lo que vemos, y andamos, incluso cuando estamos solos, escondidos en lo más profundo como una pipa en una calabaza, y protegidos de la actualidad de todo, especialmente de cada contacto, como siempre hicimos en la hora punta, para no sentirnos apiñados en el tren como en una lata de sardinas.
Todo lo que habíamos encarnado se desencarnó. Todos los ámbitos de acción quedaron bajo interdicción. También nuestra historia se distanció, pareció en su mayoría mentira, o simplemente fue negada por el mundo en general. El tiempo se redujo como lo hizo nuestro espacio. Nuestros yoes estaban de moda. Estaban delgados.
Muchos, entre los estadounidenses, han sido arrojados dentro de la nación; han sufrido un exilio espiritual tan feroz e implacable, que hace tiempo se convirtió en material, y se arrastró desde el corazón como una enredadera voraz. James Baldwin habló de ello siempre, y siempre bien, en lugar de presumir de describir un mundo tan blanco que hasta el negro cielo nocturno es blanco, hasta el fondo de los pozos y las profundidades de las cuevas son blancas; les dejó este fragmento:
Es una gran conmoción descubrir que el país que es tu lugar de nacimiento y al que debes tu vida e identidad no ha desarrollado, en todo su sistema de realidad, ningún lugar para ti. La desafección y la brecha entre las personas, sólo en función de su piel, comienza allí y se acelera a lo largo de toda tu vida. Te das cuenta de que tienes treinta años y lo estás pasando fatal. Has pasado por una especie de molino y el efecto más grave no es, de nuevo, el catálogo de desastres: los policías, el taxista, los camareros, la casera, los bancos, las compañías de seguros, los millones de detalles de las veinticuatro horas de cada día que te deletrean que eres un ser humano inútil. No es eso. Para entonces ya has empezado verlo en tu hija, en tu hijo, en tu sobrina o en tu sobrino. Ya tienes treinta años y nada de lo que has hecho te ha ayudado a escapar de la trampa. Pero lo que es peor es que nada de lo que has hecho, y por lo que se ve nada de lo que puedes hacer, salvará a tu hijo o a tu hija de tener el mismo desastre y de llegar al mismo final.
El exilio que conozco es un exilio de otro tipo, mucho menos espantoso que el destino de los hijos de Saturno, nada dramático como la epopeya de Edipo, ni tampoco lírico, como una balada que lamenta los viejos tiempos desde el laúd de un poeta eslavo. Ni siquiera se trata del exilio de una persona cuyo discurso se consideró ofensivo, y que fue enviada lejos, donde su mensaje ya no podía ser escuchado. Hablo de la pérdida de un uso del lenguaje, en mi opinión su uso fundamental -el poético en el sentido más amplio- y de cómo esa rama de nuestra lengua ha sido cortada y desechada insensiblemente.
Este ha sido, por supuesto, mi tema todo el tiempo. Y alguien puede preguntarse, tan completa ha sido su desaparición, qué es este uso especial del lenguaje, y qué lo hace tan especial. Desgraciadamente, la respuesta requeriría otro ensayo. Es, en primer lugar, un uso del lenguaje que se niega a ser un uso. Trata cada palabra como una maravilla y un mundo en sí mismo. Y camina entre ellos, incluso sobre alturas vertiginosas, con la misma seguridad que un obrero con el acero. Y no se preocupa de seguir adelante, sino que habita; se convierte, como escribió Rilke, en una cosa, muda como la estatua de un orador. Se remonta a la oscuridad general de la que -llorando- venimos, retoca los terrores y las comodidades de la infancia, pero vuelve con una habilidad de mago, para hacer bailar las paredes del mundo.
Paul Valéry dividió los edificios así: en los que eran mudos, y por lo tanto serían, en mi opinión, sin alma, muertos; los que hablaban, y serían, en mi opinión, ciudadanos sólidos y una norma digna, siempre que su discurso fuera claro y honesto y sin afectación; y los que cantaban, porque éstos encontraban en sí mismos su propio fin, y se elevaban, como la alondra de Shelley, a través de la atmósfera más pesada.
Nos hemos acostumbrado al silencio de este arte. Hacemos otros ruidos. Sin embargo, es una vieja regla de la historia que los exiliados regresen, que vuelvan con ira, ya sea un pueblo desterrado, una idea prohibida o un camino atrincherado, para reclamar lo que debería haber sido su herencia. Pero, por supuesto, la poesía nunca nos hará pagar. No nos llevará a la muerte o a la cárcel ni nos enviará, en venganza, a otro país. Simplemente nos avergonzará.