Por no haber una historia, una génesis, una genealogía del amor se recurre a los mitos, a los relatos, a la poesía, en definitiva, al testimonio. Sin duda, el Banquete de Platón ha sido una referencia de la cultura occidental para concebir el amor, quizás desde entonces ningún intento ha sido más irrisorio o serio, según la perspectiva. En ese simposio los elogios a Eros derrochan sabiduría y elocuencia. Si bien, cada uno de los participantes: Fedro, Pausanias, Erixímaco, Aristófanes, Agatón, Sócrates y Alcibíades, hacen un ejercicio de retórica y en algunos casos de verdadero logos, algo de la dimensión de lo real se escapa en tales disertaciones. Un extraño sabor de boca queda cuando se aborda el texto clásico buscando encontrar allí aquello que de esa dimensión de la existencia nos atraviesa como una mortal saeta.
No fue hasta hace apenas unos años, cuando leyendo el comentario que realizó Lacan a este texto, que encontré otra versión del amor, cuando éste es objeto de pensamiento. No fue en las disertaciones de los invitados oficiales a la velada para elogiar al dios Eros que se da con el quid de la cuestión. En la lectura de Lacan, esto se halla en la irrupción de Alcibíades, ya tocado por Dionisos, quién ofrece la clave de lo que en ese Banquete se trama.
La verdad del amor es el deseo y el deseo se estructura a partir de una falta, de una carencia. El amor entonces, no se revela en su dimensión más real como una supuesta completud con la otra mitad faltante, ni menos aún bajo un ideal de fusión que brindaría finalmente la armonía anhelada. Lo real del amor se revela en la ausencia, en aquello que no se tiene y que nos lanza al otro esperando encontrar allí aquello que completaría nuestro vacío, nuestra falta inicial, nuestro deseo. Aquel otro no tendría para nosotros, ni para nadie, aquello que nos complementaria. Ese rasgo, aquella especie de objeto que en ese otro “se muestra” como aquello que colmaría mi falta, no es más que una ilusión, un señuelo que causa el deseo. El objeto de amor no es más que la causa del amor, -no se encuentra delante sino detrás- y esta causa está ausente, inexiste, en tanto objeto que colmaría ese vacío que inaugura nuestra estructura deseante, para que pueda, así, posibilitar el amor.
En una peculiar dialéctica del deseo y el amor Lacan llegó a decir que “el amor es dar aquello que no se tiene”. Esta afirmación que puede tener, y ha tenido, muchas lecturas, algunas muy desafortunadas otras muy asombrosas, me invitan hoy no a aportar una lectura “erudita” del asunto, sino rodearlo y tomar en su lugar aquello que Lacan mismo construyó en un esfuerzo de poesía. A esto lo llamó su propio mito acerca del amor. El milagro del amor:
“Esa mano que se tiende hacia el fruto, hacia la rosa, hacia el leño que de pronto se enciende, su gesto de alcanzar, de atraer, de atizar, es estrechadamente solidario de la maduración del fruto, de la belleza de la flor, de la llamarada del leño. Pero cuando en ese movimiento de alcanzar, de atraer, de atizar, la mano ha ido ya hacia el objeto lo bastante lejos, si del fruto, de la flor, del leño, surge entonces una mano que se acerca al encuentro de esa mano que es la tuya y que, en este momento, es tu mano, que queda fijada en la plenitud cerrada del fruto, abierta de la flor, en la explosión de una mano que se enciende –entonces, lo que ahí se produce es el amor”[1].
La mano que surge del otro lado no es un gesto simétrico, ni recíproco, menos aún un retorno. Lo que está en juego es del orden del milagro, de la metáfora del amor, en ella una sustitución se efectúa, se trata de una lógica donde el amado –erastés– pasa al lugar del amante –erómenos-. Sólo el deseante se sostiene en la apertura de la falta, del no saber, de la ausencia que mueve y dinamiza el deseo. He allí el secreto del gesto socrático en el gesto lacaniano. Dejémoslo en lo enigmático, esa es la estructura del amor, algo del velo que objeta el exceso de transparencia y comentario.
Escrito por: José Alberto Raymondi
[1] Lacan, J. (2006) El Seminario: Libro 8: “La transferencia”. Buenos Aires. Paidós., p. 65.