Escrito por: Gusen Mör
Un título de una precisión admirable.
En Borges, es al menos, un tema atípico. Me lo recordó un ensayo de Marguerite Yourcenar que, aunque amo su escribir, no es de mi persistente lectura y me llegó sin buscarlo. Pero, como curioso en la prosa borgiana, el tema digo, porque el lugar de los hechos y los personajes le son muy queridos, me alegro de haberlo recuperado, para incorporar, ésta lectura que hago, a mi libro de principios.
Como cuento que es, es contado por quien joven, asistió con su padre a una tertulia de mayores, en que un hombre de edad, perdido en la metafísica de los arquetipos platónicos de la conversación, defendiendo que, tal vez por muy chico, nadie recuerda la primera vez que vio un color o le tomó el gusto a una fruta, pero que hay otras primeras veces que nadie olvidará. Y cuenta.
Y por lo que se cuenta está aquí.
Fue el treinta de abril del 74 que, alargando un verano en campo de familia cerca de Lobos, pueblo de la provincia idéntico a los otros, hasta en creerse distinto, estando yo para cumplir mis trece años, Rufino, un peón del campo con el que había hecho buenas migas, me propuso un viernes que el sábado a la noche fuéramos al pueblo a divertirnos.
Yo, sin saber muy bien de que se trataba, le aclaré que bailar no sabía. La respuesta de Rufino fue que: A bailar se aprende pronto. Y con él, vestido como para ir de fiesta, llegamos a una casa pintada de celeste o rosa con unas letras que decían La Estrella.
Mi recuerdo de anterior lectura —porque acá, de recordar se trata— era “pintada de celeste y rosa” lo que dejaba claro a mi memoria la clase de relaciones que el lugar admitía. Pero éste es un recuerdo que seguramente me revela ajeno a código de colores de 1874, de cuando el señor recordaba.
Salió a recibirme un perro. Y ya dentro, mientras varias mujeres con batones floreados iban y venían, me presentó Rufino a la dueña de casa:
—Aquí le traigo un amigo que no es muy de a caballo.
—Ya aprenderá, pierda cuidado, contestó la señora.
Yo, disimulando la vergüenza, me puse a jugar con el perro para que vieran que era un niño y acepté una inadecuada ginebra de puro tímido.
Entre las mujeres había una que me pareció distinta y llamaban la Cautiva.
Rufino, viendo mi interés, la incitó para que volviera a contar lo del malón…
La muchacha contó como recitando una oración de memoria de cuando el malón arrasó Santa Irene y yo, en mi atención, oí entrar como malón, a tres hombres borrachos.
El perro, el único que los festejó, murió de un talegazo del que mandaba:
—Juan Moreira**, lo presentó la señora.
Yo gané sin ruido una de las puertas que daba a un pasillo angosto y a una escalera. Arriba me escondí en una pieza oscura. Temblando, porque abajo no dejaban de oírse gritos y vidrios rotos oí pasos de una mujer que subían.
Después la voz de la Cautiva me susurró
—Yo estoy aquí para servir, pero a hombres de paz, y sacándose la bata: Acércate porque no te voy a hacer ningún mal.
“Me tendí a su lado y le busqué la cara con las manos. No sé cuánto tiempo pasó. No hubo ni una palabra ni un beso. La deshice la trenza y jugué con el pelo que era muy lacio y después con ella. No volveríamos a vernos y no supe nunca su nombre”.
La pequeña india…, dice Marguerite Yourcenar, no es más que la iniciadora del muchacho, sin darle siquiera un beso previo.
Sonó un balazo y asustados, me dijo que podía salir por la otra escalera.
Ya en la calle, vi que un sargento de la policía vigilaba la tapia con la bayoneta calada —Nos dijimos algo, o me dijo y no le contesté—. Y luego, como un hombre que se deslizaba por la tapia moría en dos tiempos de esa bayoneta. Pensé en el perro.
Pronto fue festejado por el resto de los uniformes que habían rodeado la casa para que Juan Moreira no escapara.
Regresando con Rufino nos sorprendió la luz del alba. Más que cansado me sentí aturdido por esa correntada de cosas.
—Por el gran río de esa noche, le dijo mi padre al señor, que asintió:
Así es, en el término escaso de unas horas yo había conocido el amor y yo había mirado la muerte.
Sin duda demasiado juntas a edad tan temprana, pensamos.
Los años pasan y son tantas las veces que he contado la historia que ya no sé, si la recuerdo de veras, o si solo recuerdo las palabras con que la cuento. Tal vez lo mismo le pasó a la Cautiva con el malón.
Ahora lo mismo da que fuera yo o que fuera otro el que vio matar a Moreira.
Y ya no sé si Moreira
Murió en Lobos o en Navarro.
No se aflija. En la memoria…***
J. L. Borges
Galicia, mayo de 2020
* La noche de los dones, cuento que forma parte del libro de Arena de Jorge Luis
Borges.
** Juan Moreira, gaucho argentino que sobrevivió en el folklore popular como símbolo de las injusticias sufridas por ellos durante el siglo XIX, tal vez desde antes. Murió en Lobos el 30 de abril de 1874 a manos de la policía. Dicen que escapando de la pulpería La estrella.
*** Del “Poema de los dones”.