El concepto de existencia, término con una carga filosófica crucial en los siglos XIX y XX, es innovado, por no decir invertido por Lacan en sus significaciones tradicionales. La facticidad de la existencia como anticiparon Kierkegaard y Heidegger –pero también Pascal o Kant, entre otros-, no queda constatada por la pura presencia de un cuerpo en el mundo de la vida. No se trata del espacio que ocupan unos entes en su pura materialidad física cuando se concibe la existencia de seres hablantes: aquello que puede reconocerse como seres humanos. Si se piensa esta dimensión de la vida desde el psicoanálisis, reinventado por Lacan, la cuestión toma una torsión considerable.
Diríamos entonces que la existencia no es la pura vida, no es, al menos, su prueba ni demostración. La existencia se configuraría en términos de un todavía vida. Todavía vida, sería la consecuencia, el producto de una incidencia de palabra, de una incidencia significante. Una vida que está más allá del cuerpo pero que hace al cuerpo en la medida que le resta vida. La entrada de la función de la palabra en la existencia humana borra cualquier posibilidad de concebir esta existencia, esta vida, sin lo que la significación introduce en ella por la inscripción del significante. Esta inscripción significante imposibilita algo de una pura existencia fáctica y prediscursiva. Algo de la vida dada, previa, se excluye por la entrada del significante. Esta vida, esta existencia que se inaugura así en el campo del lenguaje aniquila la idea de pensar al individuo como una unidad simple, entera: socava su presunta unicidad sin que por ello no lo habilite en términos de Uno. El Uno sería allí la oquedad inscripta por el significante. El significante introduce pérdida y ganancia de vida, de una segunda vida: proporcionando así una nueva economía para el existente hablante.
La satisfacción y la insatisfacción se juega en el campo inaugurado por el mundo de la palabra que es de ahora en más el mundo de la existencia. Un mundo que separado de la supuesta naturalidad pertenece irremediablemente al mundo-de-la-palabra. Su campo vital es del discurso incorporado. En él se configuran sus deseos pues cada objeto anhelado lleva el rasgo de aquello extraviado, perdido inauguralmente por su nacimiento en el campo del lenguaje. Así, cualquier idea de individuo como un ser que no puede dividirse, que se concibe sin más como Uno queda en cuestión. Lo individuo lo es por ser constituido así por el lenguaje, y en la lógica que se establece a partir de tal constitución lo individual no es más que una ficción de la lengua misma. Aquello que podemos llamar individuo no es sino una representación significante que sólo cobra valor semántico en la medida en que se remite a otro significante que le brinde alguna consistencia. El sentido de lo que es alguien -“un individuo”-, está sujeto a esta cadena significante que sólo otorga algo de la identidad por vía de estas identificaciones al discurso, a sus elementos significantes. Entonces un individuo no es sino sujeto de estas palabras, de estos significantes que le constituyen de manera indeterminada. El campo del lenguaje no da una individualidad sino bajo la ficción de unidad, pero esta unidad queda imposibilitada en la vertiente del discurso que abre infinitos sentidos para quien es representado. Su supuesto ser unitario, su individualidad, queda borrada en un centro ausente que precipita sentidos e identificaciones, que sólo se soportan de una instancia extranjera: la de la lengua.
La tripa de lo individuo se constituye en una imposibilidad por aquello que escapa al lenguaje y nos precipita entre lo sin sentido o el puro sentido: en esa fractura la unidad individual se clausura. El resto no es sin un soplo de ficciones. ¡Dios ha Muerto! En su lugar el Otro que no es mas que un cuerpo: qué cuerpo. Para el psicoanálisis no sería el cuerpo de la biología, de la medicina, de la física, ni tampoco el de la antropología ni menos aún el cuerpo neuronal. Se trata, no obstante, de un cuerpo material y de ese soplar sutil su gravedad significante no deja de causarle en su pasión: he ahí la vida, he ahí la muerte.
Escrito por: José Alberto Raymondi