SOPLO AL CORAZÓN*

Escrito por: Gusen Mör

La vida no es un problema que tiene
que ser resuelto, sino una realidad
que debe ser experimentada.

Sören Kierkegaard.

En este deambular por los principios, también en cine hubo apuestas.

Sin tratar de hacer de la propuesta de El Soplo al Corazón costumbre, que puede resultar un tanto excesiva, dejemos sí, que quede registrada como otra posible manera de empezar.

 Laurent en sus catorce años es el menor de los tres hijos varones de un confuso matrimonio en el Dijón de los años cincuenta. Él, un maduro ginecólogo casado con una joven italiana —cuyo embarazo con dieciséis años fue, en su momento, además de motivo de boda, de escarnio— que, según ella misma, lo subleva con su impudor. Clara, que así se llama, incluyó, en su ajuar de juvenil esposa, a Augusta, una especie de criada-madre sustituta, también italiana, que la cuidó desde su temprana infancia sin madre, y padre ausente, erigida en el momento de la acción cinematográfica y hasta donde la dejan, en defensora del orden y la moral familiar.

 Este chico —monaguillo y boy scout, más por costumbres que vocación—, casi abusado por el confesor del colegio —cuando no—, que duda de la paternidad de su padre a quien no es capaz de querer y por quién dice no sentirse querido, sufre los avatares del burlón afecto que le profesan sus hermanos mayores y la controladora sobreprotección que Augusta, que con los años, va perdiendo ascendencia en el contexto familiar,  descubre que su amorosa madre, acomodada esposa de provincia —el film muestra más personas de servicio— busca fuera, sin demasiado recato, lo que, un cada vez más ajeno marido ocupado en otros interiores femeninos —hasta donde muestra la película de manera estrictamente profesional—, ya es incapaz de ofrecerle.

  El muchacho, entre dudas y deseo, va salpicando su pasar adolescente con la afición a un jazz cargado de sensualidad, un razonable buscarse en el tabaco y el alcohol, propio de una época aún ajena a drogas accesibles y falta de tecnologías, y una, algo más confusa sexualidad que incluye a su pequeño gato entibiando, como preámbulo a mancillarse (expresión usada por el confesor pedófilo), sus atributos por encima del pantalón.

 Pero, como no es el bestialismo la propuesta que nos interesa rescatar, volvamos a los coqueteos con, la por entonces, normalidad juvenil.

 Son sus hermanos quienes, en un alarde de experimentados conocedores, deciden pagarle el primer amor de pago. Pese a que la elegancia del lugar no oculta la sordidez del cambiar amor por dinero —aunque en el matrimonio, por entonces, el contrato fuera equivalente—, el chico, parece que superadas las primeras dudas está por conseguirlo. Pero es en ese momento que el guionista hace intervenir a unos hermanos pasados de copas para que el inicio de Laurent no se concrete de manera tan prosaica y le permita llevar a buen fin la idea de la película.

 Entran en la habitación y lo retiran del conseguido interior —en parte con la ayuda y ponderaciones de la profesional— tirando de sus pies hacia el pie de la cama, lo que conduce al irremediable desacople y el manifiesto enojo del interesado.

 Lo que probablemente, una vez sobreseída la ofensa, pudiera haberse solventado con una nueva visita en condiciones similares que uno de sus hermanos le propone con las debidas disculpas, queda momentáneamente relegada a más ver, por enfermedad.

 A Laurent, como de la nada —recursos del cine que tiene que resolver estas cosas en menos de dos horas—, le diagnostican un soplo al corazón que lo lleva, por prescripción facultativa, a instalarse con su madre en un balneario para una cura que, por cierto, no resulta del necesario reposo recetado.

 Tras la formal invitación de la madre cuando están despidiendo al padre, a que éste y hermanos los visiten, se instalan entre el glamur y la formalidad de un lugar como ese en esos años, para que él, entre supuestamente otras terapias menos sugerentes, reciba desnudo, duchas con manguera a manos de una divertida matrona, conozca jóvenes algo mayores que muestran sin tapujos el deseo por su madre y chicas que, en su torpeza, no encuentra el modo de hacerlas presa de sus primigenios instintos —la buena educación tiene estas cosas—. O sea, que descubre las variables terapéuticas que tales lugares ofrecen a cuerpos y almas, y las incomodidades de no tener algún año más en el haber.

 Entre los deslices de ella y sus frustrantes inhabilidades, va tejiéndose una complicidad oral madre hijo cada vez más tendiente a la resolución prevista por el autor. Ella, tras el enojo de saberse observada en el baño, lo ayuda a lavarse la cabeza acercándose por detrás a la bañera —ubicada sagazmente de manera que el usuario quede de espaldas a las visuales desde el dormitorio—, le corta las uñas de los pies acomodados en una estrecha cama, él solo cubierto con la robe de toalla que el sitio ofrece a sus huéspedes y deja vislumbrar los incipientes pelos de sus piernas.

 En fin, que, tras alguna copa de más, el ambiente festivo del catorce de julio y los celos que tanto festejante de madre despiertan en el hijo, el chico, a quien Clara lo instó a que “cada uno debe inventar el amor por sí mismo”, inventándoselo, consuma en una respetable semipenumbra, con una madre incapaz de resistir semejante dosis de amor, acordando, a instancias de ella, que lo hecho deberá ser el secreto de sus vidas.

 El muchacho, que técnicamente ha dejado de ser virgen y aunque afectivamente no pueda pretender más, intuye que semejante secreto conlleva un futuro incierto; deja a su madre amparándose en el sueño, y sale de la habitación buscando confirmar su nueva condición y, tras un infructuoso intento con su más amiga (virgen), concreta con la íntima amiga de ésta (que no lo es) en la habitación veintisiete (desconocemos la simbología francesa del número, pero como lo dicen, lo repetimos), de dónde, a las diez de la mañana —horario casi de escándalo en estos lugares de salud— huye desarrapado y con los zapatos y la chaqueta en la mano.

 En la sala de los aposentos que comparte con su madre, donde padre y hermanos en visita de cortesía, esperan desayunando que ambos se despierten, descubren entre risas, con la madre aparecida simultáneamente, que el pequeño de la familia acaba de pasar la noche en cama ajena.

 Nosotros, contagiados de la algarabía familiar pensamos: Bien por el muchacho capaz de diluir los edípicos restos nocturnos para la hora del desayuno. Y que, en tales circunstancias, es posible que el secreto deje de serlo para ser olvido o, mejor aún, recuerdo.

  • Película de Louis Malle de 1971 con Léa Massari, Benoit Ferreux y Daniel Gelin.

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