EL LECTOR

Escrito por: Gusen Mör

“¡Extraño hechizo el de la enfermedad
cuando se es niño o adolescente”
Bernhard Schlink

Es cierto que El Lector, novela de Bernhard Schlink va mucho más allá de estas primeras páginas que elegimos con específico interés. Es justamente en el principio de la novela donde se gesta, con la iniciación del adolescente protagonista, la razón de ser de las más de doscientas que, como dice la contratapa, tratan “sobre el amor, el horror y la piedad; sobre las heridas abiertas de la historia; sobre una generación de alemanes perseguida por un pasado que no vivieron directamente, pero cuyas sombras se ciernen sobre ellos”. En fin, os las recomiendo, aunque poco tengan que ver con las dichas primeras treinta de nuestra elección, y si no, la película de Stephen Daldry, que también.

Escrita, la primera parte, como un recuerdo de posguerra en alguna ciudad de una Alemania aún en reconstrucción —Bahnhofstrasse, parece que las hay en todas (las que tienen estación, claro) como Gran Vía en España—, nos cuenta del joven Michael Berg (que en el trascurso del libro hace honor a su apellido, pudiendo con todo.

Hecha la introducción, la novela comienza con el joven de quince años volviendo del colegio débil y desganado, y vomitando en la acera frente a la puerta del edificio de donde sale una mujer que acude en su ayuda. Ella lo ve llorando desvalido y, con cierta rudeza, dice el autor recordando, lo ayuda a lavarse en un grifo del patio y lo conchava para juntos, lavar el vómito con un par de cubos de agua. Es cierto que esta no parece la mejor forma de iniciar una relación amorosa, ni ellos saben que tal cosa va a suceder, pero así es la literatura de retorcida con estas cosas del amor.

Viendo el estado en que está el chico, tras un reconfortante abrazo (siente sus pechos en el suyo, recuerda) lo acompaña dándole una mano y acarreando su macuto con la otra hasta la puerta de su casa.

Diagnosticado de hepatitis tiene que guardar un largo reposo. Ya convaleciente, su madre lo induce a que cuando pueda valerse por sí mismo, con su dinero de bolsillo, compre un ramo de flores para agradecerle a la señora que tan gentil estuvo en su desgracia y con ello, empieza todo. Para que después se diga que la madre no es el destino.

Reconoció la casa —pasaba por ella todos los días camino del colegio y vuelta—, pero no sabía ni el nombre de la señora ni en que piso habitaba hasta que, a punto de tirar las flores (esto es de nuestra cosecha, porque ¿qué iba a hacer volviendo a casa con el ramo en la mano?) y marcharse —típico proceder adolescente—, un hombre que salía lo mandó al tercer piso, a lo de Frau Schmitz (que no Schmutz).

No recuerda como la abordó. Sí se recuerda sentado en una silla, y la vivienda, con la bañera en medio de la cocina, mientras ella plancha. Dice que “le pareció hermosa, aunque es incapaz de evocar su hermosura”. Un poco turbado cuando lo hace con su ropa interior y ya cumplido el mandato materno (de las flores, el autor, como si no hubieran existido), se levanta para irse.

     — Espera un momento, yo también tengo que salir, te acompaño un trozo.

Esperó en el recibidor no pudiendo apartar la mirada de la puerta a medio cerrar mientras ella en combinación verde claro —cada cual recuerda lo que el inconsciente acuerda— que, con los movimientos de ponerse las medias haciendo equilibrio primero en una pierna y luego en la otra, realza sus pechos y cadera hasta que, sorprendido en su mirar, no puede resistirlo y huye.

Cuando, tras la inicial carrera, su corazón fue recuperándose, empezó a odiarse: ¿Por qué no había podido apartar la vista? ¿Por qué había huido como un niño, en lugar de sostenerle la mirada? Tenía quince años, no nueve… Era un cuerpo robusto y muy femenino, dice, más que el de las chicas que le gustaban. Estaba seguro que jamás se hubiera llamado la atención en la piscina… Además, era mucho mayor que las chicas con que soñaba… ¿Más de treinta, quizá? Es difícil adivinar una edad a la que no se ha llegado; son disquisiciones que recuperamos casi literalmente.

 Años más tarde comprendió que lo que había cautivado su mirada no había sido su figura, sino sus posturas y movimientos. Pidiéndoselo a sus novias (hay cosas que marcan) que, imaginando una extravagancia erótica, se deshacían en poses coquetas, se dio cuenta que ella no posaba, se abandonaba a los movimientos de su propio ritmo, indiferente a los mandatos de la cabeza.

Tras las caminatas recetadas por el médico que aún no lo dejaba volver al colegio y el aburrimiento de los meses de desconexión de su habitualidad, las noches no resultaban fáciles y muchas mañanas se despertaba con el pijama mojado. Lo más grave era que pese a las recomendaciones del cura que lo había preparado para la confirmación (como si el inconsciente aceptara recomendaciones de tal tenor) a veces no se limitaba a soñar, sino que las imágenes y escenas de los sueños alimentaban el día. Y así, con desocupación y adolescencia, es difícil vivir.

Ocho días más tarde volvía a estar delante de su puerta. No estaba en casa, pero resuelto a verla, se sentó en las escaleras a esperar que llegara. Cuando los pasos no se detuvieron en el segundo piso, supo que era y se puso de pie. Ella no lo vio hasta que llegó al descanso cargada con un canasto de carbón. Parecía cansada y mientras abría la puerta lo conminó:

  • Abajo en el sótano hay dos canastos más ¿Me los llenas y los subes? La puerta está abierta.

Bajó corriendo, encontró los canastos y la carbonera llena hasta el techo. Cargó el primero y cuando acometió el segundo canasto, la montaña se puso en movimiento y envuelto en una nube de polvo negro se encontró con el carbón hasta los tobillos. Resuelto el incidente que, aunque se describe con detalles, no hace a nuestro interés específico, subió con los dos canastos.

Ella se había puesto cómoda y sentada a la mesa de la cocina con un vaso de leche empezó a reírse:

  • ¿Tú has visto que pinta traes, chiquillo?

      Entonces, él mirándose en el espejo del fregadero, también se echó a reír.

  • Así no puedes presentarte en tu casa. Te vas a dar un baño y mientras tanto te sacudo la ropa.

      Mientras se llenaba la bañera empezó a desvestirse lleno de dudas.

  • ¿Te vas a bañar con los pantalones y los zapatos puestos? Que no te miro, chiquillo.

Pero cuando se quitó los calzoncillos lo estaba mirando. Entró en la bañera y se sumergió por completo. Cuando sacó la cabeza (porque debajo del agua, por más vergüenza que se tenga, poco se dura) ella trajinaba con su ropa en el balcón hablando del polvo con alguien en el patio tres pisos más abajo. Ya dentro, dejó la ropa en la silla.

  • Ahí tienes champú; lávate la cabeza. Ahora te traigo una toalla— dejándolo solo.

Abrió el grifo para enjuagarse y el bienestar excitante de abandonarse al agua caliente se tradujo en erección. Ella entró en la cocina sosteniendo con los brazos abiertos de par en par una toalla desplegada que la ocultaba totalmente. Salió de la bañera de espaldas para evitar contactos de los que aún pensaba solo deseos suyos y lo envolvió de la cabeza a los pies frotándolo hasta que estuvo seco. (¡Como para que se le bajara!). Luego dejó caer la toalla y abrazándolo desde atrás sintió sus pechos en la espalda y su vientre en las nalgas —¡Estaba desnuda! — y con una mano en el pecho y otra en el miembro tieso:

  • Has venido para esto, ¡no?
  • Pues… — no supo que contestar

Y dándose la vuelta, declara que, abrumado por la proximidad de su cuerpo, no haber visto gran cosa.

  • ¡Qué guapa eres!
  • Qué cosas dices, chiquillo.

Sigue la descripción de una serie de hechos y sensaciones propias de un texto erótico hasta que, sin que se aclare cómo, llegan a un sofá cubierto con una manta de terciopelo rojo que, aunque nos parece impropio de una cocina, el autor coloca allí en la primera visita del muchacho y resulta la única superficie medianamente apta para recibirlo de cúbito supino, y desde donde cabe la declaración de que por fin la tuvo encima, mirándolo a los ojos, hasta que llegó al clímax.

En la noche siguiente se enamoró…, dice, y aunque la relación, sin duda de perfeccionamiento, sigue hasta la página ochenta, hasta que ella desaparece, el chico ya está estrenado; la intención de esta escritura.

Galicia, abril de 2020

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