Escrito por: Henri Meschonnic
Traducido por: Hugo Savino
Toda la teoría psicoanalítica, como ustedes saben, está construida sobre la percepción de la resistencia que nos opone el paciente cuando intentamos hacerle consciente su inconsciente.
Freud, Nuevas conferencias sobre el psicoanálisis.
Traducir equivale a estar en análisis, y es menos caro. Igualmente interminable, traducir inviste a un autor de una pasión paradójica por palabras que no son las suyas. La parte de lo emocional, que está en todo lenguaje, es allí aún más fuerte porque la historia que cuenta es involuntaria. Ella nombra, pero sigue siendo innombrable. El otro, el verdadero, el origen es el objeto de un transporte aún más afectivo porque el traductor fiel, obediente a la modestia y a la transparencia aprendidas, se identifica aún más con el objeto de sus dolores y delicias porque este desaparece, porque se funde en él.
Se transporta aún más hacia lo que no es, un escritor, porque no se lo verá, a este camaleón de la escritura que es el traductor transparente, el artesano honesto que ha moralizado tanto su tarea que uno abusa de él cuando lo pone al desnudo. Está vestido de autoridad cándida, y de todas las transparencias una sobre otra: la de eso que las palabras quieren decir, la de la lengua donde el discurso es invisible, la del sujeto que él no es y la del sujeto que traduce y con el cual se viste, y muchos otras incluso, según los casos, la de una distancia que queda abolida en lo natural de un lenguaje hecho hoy para nosotros.
El análisis le saca una a una las vestimentas del rey desnudo. Grita como si le arrancaran la piel. Tal vez a causa de esos retratos superpuestos que lleva en lugar del rostro, tal vez porque esas vestimentas son la piel que no tiene. De ahí vendría la repugnancia tan marcada de los traductores artesanos que rechazan, desestiman, niegan la teoría de la traducción. Rechazo a la teoría, rechazo a saber, rechazo a que se vaya a ver, y que se vea. Es preciso que haya razones muy fuertes. Hay que analizarlas por lo tanto.
Traducir es una práctica del lenguaje particular, que nunca se confundirá con la escritura, tampoco la traducción con su texto, pero que debe hacer lo que el texto hace. Los traductores tratan, legítimamente, que se reconozca este trabajo. Todavía es preciso que sea así. Este trabajo casi no salió de un estatuto filológico, pragmático, sociológico. Un estatuto anterior a la poética. La teoría de la traducción está así, en algunos, en una relación indeseada con la práctica, al punto que esta dificultad en admitirla se vuelve uno de los objetos de la teoría. Buscar saber lo que una traducción hace, y cómo, incluye buscar saber por qué algunos quieren impedir saber, por qué tantos enojos. Teorizar la traducción, es encontrarse en la situación de un analista cuyo analizante se ofrece y se niega al análisis a la vez. En vano. Porque la traducción muestra todo. Con impudor. ¿Cómo puede todavía el traductor esperar ocultar algo, después? Los dos elementos de esta contradicción son inseparables. El rechazo refuerza la tensión en lugar de suprimirla. El rechazo a la teoría acrecienta la necesidad, la urgencia de la teoría.
Como el lugar de los conflictos es aquel del trabajo, del discurso, le corresponde a una teoría del discurso buscar no solamente el por qué, el cómo, el cuándo, el qué y el para quién de una traducción, que oculta y expone por el mismo movimiento, como todo lo que es lenguaje, sino incluso el por qué y los efectos del rechazo.
El traductor aprendió una lengua, lenguas, lengua. Tiene un saber. De lengua. Incluso puede enseñar esas lenguas. Enseñar a traducir. Lo que refuerza a la vez sus posiciones adquiridas, y el saber que tiene de su saber. Más sabe lo que hace, más se instala en sus convicciones. Y más se hunde en dificultades que ni siquiera adivina, puesto que las ha «zanjado», y que toda su seguridad se las presenta bajo el aspecto de las certezas y de las autoridades que son sus garantes. La lengua es su moralidad. Su transparencia construye su arrogancia. Y su bancarrota.
Porque se engaña y nos engaña precisamente ahí donde su honestidad, y todos su medios, habrían sido los más indispensables: cuando se trata de la escritura, en literatura. Todas sus virtudes recubren allí sus imposturas. Se entiende que no le guste que uno lo sepa. No le gusta que lo acostemos a pesar de él sobre el diván poético.
La escritura en efecto es justamente aquello que ya no es del resorte de la lengua, de un pensamiento de la lengua, de las prácticas que dependen de ella. La escritura requiere pensar la historicidad de los discursos. Ella se sitúa en los discursos. Impone un pensamiento, y prácticas del discurso. La enseñanza tradicional, profesional, de la traducción, de los profesores de lengua, no podía sentirse molesta con la lingüística de la traducción. Ni Catford, ni Mounin son molestos. Tal vez es una de las razones por las cuales Los problemas teóricos de la traducción de Mounin fueron tan a menudo objeto de una referencia llena de deferencia. La traducción, vista por los lingüistas de la frase y del enunciado, daba una taxinomia de recetas, y de los universales, de las abstracciones sobre la imposibilidad del traducir. Pero cuando se pasa al discurso, ya no basta con una lingüística del discurso, que completaría, para la enunciación, aquello que la lingüística del enunciado dejaba, sin saber que lo dejaba.
Pasando al discurso, únicamente una poética del discurso puede analizar el traducir como práctica del discurso. Desde que la escritura se encara como historicidad del discurso, ella implica una teoría de las relaciones entre lenguaje y literatura. Impone un análisis de las especificidades de la enunciación. Ya no refleja el estatuto del sujeto que la lengua como sistema de signos impone, donde el sujeto solo es el efecto de las elecciones posibles, pura figura de estructura. Donde el discurso no es más que elección en la lengua. Pura estilística. El sentido, más la elección, definen una ocultación del valor y del discurso empíricamente primero como actividad histórica de los sujetos, organización subjetiva.
El interés del traductor hostil a la teoría es impedir que se vea su ausencia de poética. No hay que mostrar que reemplaza una escritura por un enunciado que, a la vez que se hace pasar por ella, imitándola, no tiene ninguna de sus características de discurso. Así como remplaza una poética por una estilística, reemplaza una sistemática, que es la invención del texto, por técnicas de pasaje de una lengua a otra. Y está persuadido de que hizo lo mejor posible. Lo peor sin duda es que hizo lo mejor posible. La teratología de sus procedimientos es la suma de sus disposiciones. Su entrega emocional aparece en su efecto astuto: este sustituto de escritura está mucho más lejos del objeto de sus deseos por el hecho de que su transparencia le garantizaba el parecido. La imposibilidad desafortunada de este parecido le da ese falso aire que su honestidad y sus esfuerzos filológicos ocultaban. Puesto que solo hizo una caricatura. Una variante denegada de la censura. La prueba es que la historia de la traducción es en parte la historia de las retraducciones. Más el traductor le pone la mano al texto, más muestra su sueño de autor. La poética le arruina su sueño. De ahí el odio a la poética en el traductor sin teoría, que se vuelve inmediatamente un enemigo de la teoría.
Estas prácticas no son de un pasado antiguo. Son muy actuales. Nos tranquilizamos ante la grosería de las supresiones y los agregados que Florian le hacía, hace dos siglos, a Don Quijote. Pero de Vogüé, cien años después, no hacía algo mucho mejor con Dostoyevski. Ahora, Dostoyevski empieza a ser en francés lo que es en ruso.
Allí no hay progreso. Más bien un encuentro. Hay una exigencia más grande de exactitud filológica por interacción de las culturas. Pero el efecto de historia no basta para transformar las técnicas de traducción más allá de las reparaciones más sumarias. Desde que hay una nueva traducción-introducción, hay de nuevo, cualquiera sea su escala, in-traducción. El «sentido» sin el ritmo, el olvido de toda una parte, la más importante, del texto.
Es que, contrariamente al trabajo político de la especificidad, la ignorancia y el odio a la poética son la última moda del empirismo, y de la mitología del genio de las lenguas. Por consiguiente, se saca, se aligera, se omiten repeticiones, para que suene francés; se agrega lo que parece indispensable, para que suene francés; se desplazan los grupos y se recortan los párrafos, para que suene francés; se desmembra toda concordancia, toda consistencia, para que suene francés. Para alcanzar la redundancia normal y genérica de la lengua. Para que suene natural. Que de la impresión de un texto escrito en la lengua. Pero ¿por quién? Ya no hay nadie. La traducción realiza corrientemente estos cuatro modos de distorsión, que corresponden, como ya lo he dicho, a los cuatro tipos de monstruos: los monstruos por exceso, los monstruos por defecto, aquellos por cambio de órganos, los que presentan una parte de otra especie.
Si aspirar a la naturaleza, y lograr dar una ilusión de ella, a expensas de la escritura, concluye en la fabricación de un monstruo, es que la lengua es un monstruo para el discurso, y que la noción de sentido mismo es un monstruo. Eso revela el tratamiento al que se somete a la literatura. Lo que hace, para la teoría del lenguaje, el rol de la literatura.
El texto solo hace lo que hace en su lengua porque transformó la lengua; porque hizo y porque sigue siendo un sistema de valores, más que de signos; porque la rítmica en él y la significancia son más fuerte que el sentido y lo llevan como el discurso en él prevalece sobre la lengua. Todas cosas que exigen que se tome en cuenta no el sentido – intención o significación, sino su modo de significar. Es por eso que no basta con saber la lengua.
Pero el odio a la poética no se encuentra solamente cuando se omite el discurso. Este odio excede, sin saberlo, su propio saber. La lengua, como lugar de los textos, supone que allí todo es semiótico, signo y únicamente signo, lo que basta para hacer de él una referencia a lo universal. Toda traducción que no se refiera más que a la lengua presupone que todas las lenguas comunican en lo universal. La traducción entonces no hace más que realizar ese pasaje de tal lengua, y de todas, a la lengua de llegada. Más da ese pasaje la ilusión de lo natural, más la traducción reduce la distancia lingüística-cultural-histórica entre las lenguas. Toda lengua de llegada es así, por la traducción, la super-lengua, la trascendencia en las diferencias entre las lenguas. El borramiento de ellas. Y el trabajo laborioso, honesto del traductor filólogo, aparece como un acto mítico por excelencia: rehacer la lengua adánica. Borrar Babel.
La alteridad continúa siendo el mal. Entonces se puede mostrar la traducción por lo que es: una práctica del lenguaje que refuerza la lógica de la identidad, donde ella se sitúa enteramente. La lógica misma del rechazo indefinidamente diferido de la alteridad. La lógica del racismo, del colonialismo. Del orientalismo. Lógica de la definición de los diccionarios. El mayor obstáculo epistemológico para una teoría del ritmo y del discurso. Porque ella no es solamente una lógica del lenguaje, que es una mitológica. Ella es el efecto de una pragmática, la del instrumentalismo. Está ligada a una política de la lengua, cuyo efecto no es tanto producir un realismo de la lengua, y del genio de las lenguas, tan viva hoy como en los tiempos de Madame de Staël, como de sustentar la imposibilidad de una teoría del sujeto, del discurso.
La referencia a la lengua no es solo la del saber a su garante. Es una estrategia. Mucho más eficaz si el traductor no sabe nada de eso, o sobre todo si no quiere saberlo. Su rechazo a la teoría es un rechazo poético y político del discurso. Un rechazo lingüístico al valor. Un rechazo al ritmo como organización subjetiva e historicidad del discurso. Su rechazo a la teoría es tradicional en el sentido de Horkheimer: apunta al mantenimiento de la sociedad tal como está en su lengua. Es exactamente lo que hace lo natural con la traducción. Es por eso que reduce todas las otras lenguas a la suya, todos los discursos al suyo.
Así la traducción siempre expone una política del lenguaje. La primacía de la lengua la mantiene en el dualismo. El odio a la poética no saldrá de la polaridad entre la forma y el fondo, con el empirismo. La equivalencia formal relega la rítmica a un lujo para letrados. La equivalencia dinámica reduce el lenguaje a la teoría de la información, a más behaviorismo, identificando el sentido al comportamiento del receptor. La literatura siempre como una desviación respecto al «lenguaje ordinario».
La poética muestra la situación histórica del traducir. Que acompaña las especificidades culturales, nacionales. Que está vinculada a la historia de la individuación. Es por eso que Walter Benjamin invertía la dirección del traducir. Para la Biblia, hebreisar el alemán, el francés. etc. Lo que hace que pueda haber una modernidad en traducir actualmente la Biblia. En poner al descubierto los desafíos. La historicidad de la práctica y de la teoría es la misma en el traducir. Ella es solidaria del trabajo de la teoría del ritmo. La práctica de la traducción en la lengua mira hacia el mito, Babel. La poética mira hacia la historia. Por eso es crítica.
Pero el traductor enojado con la teoría está en pleno transporte. Transporta un texto, o más bien un fragmento de una lengua, a otra. Y se transporta. A menudo por anexión. O por calco. No es asombroso que semejantes transportes ejerzan en él una trasferencia. Su actitud mítica solo puede formarse en la denegación y el desconocimiento de lo que hace, y de lo que un texto hace. Tampoco soporta que se lo digan. Su furia es uno de los atributos de su ceguera. Uno de los espectáculos de la poética.
La historicidad del traducir opone, al transporte, la relación. La traducción no como borramiento de las diferencias, sino como la exposición de las diferencias. No para transformar las lenguas. Eventualmente, por otra parte. Porque ellas pasan justamente de esa manera. Sino para situar el mestizaje, la alteridad de los discursos, que están siempre entre. Solo se hacen produciendo sus propias reglas. Es el trabajo de los discursos lo que la poética de la traducción da a leer en otra lengua.
Es precisamente lo que el traductor al que no le gusta que se teorice quiere ignorar. Confunde la teoría, investigación infinita del funcionamiento de los modos de significar, con una doctrina especulativa, normativa, dogmática. La gusta hacer esta confusión. Puesto que le sirve para rechazar la intrusión. Para ponerse a cubierto detrás de la autoridad, con la que se identifica. Babel ya no es una torre, es una fortaleza. El mantenimiento del orden acusa de terrorismo. La fuerza de este dogmatismo no se debe subestimar. Usa de los poderes y de los lugares de los que dispone. A falta de argumentos, tiene la fuerza institucional para defender sus posiciones. Pero su furia enmascara y muestra a la vez su inanidad teórica.
La poética de la traducción solo es el aspecto reflexivo de un ejercicio de la historicidad en el traducir. La historicidad es un riesgo. La autoridad no arriesga nada. Ella tiene lo que tanto desea.
Lo que tiene lugar en la poética y en la epistemología, ese clima de las letras y de las ciencias humanas, no es ajeno a lo político, a la carencia de la ética a la vez en lo político y en la poética. El rechazo a la crítica en la traducción no es más que un aspecto de un fenómeno más general, que exige el mismo análisis. Más a- o anti-crítica es la época, más urgente y necesaria es la crítica. Más va a desbordar el dominio técnico, profesional y profesionalizado, o el de los poetas, o el de los profesores de lengua, o el de la traducción y el de algunos universitarios. El desafío del ritmo, del discurso, es el estatuto político del sujeto. El desafío de la crítica es el de todos. No es la abulia del dogmatismo que en sí mismo no convoca la menor observación. Es su valor de índice de la sociedad.
Porque algunos funcionamientos son comparables, tanto en la posición del analizante y como en la del traductor empirista, y porque la traducción y su teoría están, como lo decía la fórmula surrealista, al alcance de todos los inconscientes, habría algunos efectos teóricos para extraer de la comparación entre el análisis y la crítica. La crítica hace y se hace preguntas. El rechazo a la crítica tiene de antemano las respuestas.