§ Vallotton: el nabis extranjero

Escrito por: Juan Bautista Ritvo

El arabesco es la forma original de la pintura

Friedrich Schlegel

Me parece que pinto para gente equilibrada pero no despojada, sin embargo – muy en su interior – de un poco de vicio inconfesado. Me gusta, de otra parte, este estado que me es tan propio.

Felix Vallotton, Diario, 13 de agosto de 1919

Vallotton es, en cierto sentido, un pintor clásico, enamorado de la pintura del siglo XVII: sus capas  de pintura son finas, compactas, pulidas, completamente ajenas a la exasperación expresionista que retuerce la línea y adensa la materia. Habitualmente, en sintonía con los nabis, desdeña la perspectiva tanto como los colores realistas. 

Y, no obstante, suele albergar algo más inquietante que los trazos descompuestos y acumulados, algo que se abre a la ambigüedad – término muy de Vallotton. 

En, por ejemplo, Le Baiser (El beso), los amantes, recostados sobre un sofá azul, entrelazados, ocultan el uno en el otro sus rostros: de ella asoma la  frente y la cabellera  rubia; de él la cabellera, pintada de marrón, sobre la cual hay  como una descuidada mancha blanca,  acompañada de otro trazo  semicircular, también blanco, como al capricho. El blanco está por todas partes, en la pared, en el azul del sofá, en la abultada pollera rosa de ella, cuya sombra negra se proyecta tras ellos. 

Hay aquí dos detalles inquietantes: una de las manos de la mujer, la derecha, está tomada por la mano de varón, posesiva; la otra, se apoya en la  espalda con una cierta e incómoda rigidez; se ha observado que el gesto puede ser leído a la vez como atracción y rechazo. Pero lo más inquietante es una franja decorativa que pertenece al vestido de ella, nace en la cintura, como un brazo y se prolonga hasta la altura de la rodilla de él, como si se confundieran los colores marrones, ya que él está vestido enteramente de marrón. 

Ahora bien, esta decoración semicircular termina en una suerte de garra que replica la mano de la mujer sobre la espalda de hombre. 

La escena presenta un aspecto furtivo que atrae la mirada viciosa del espectador; a la vez, las manchas, el juego de las garras, el frío aspecto de todo el escenario en el que las tachas de blanco, aparentemente desordenadas, acentúan su extrañeza,  provocando el distanciamiento de la mirada. Juego irónico, no exento de ferocidad, por el cual la complicidad nos es solicitada y a la  vez denunciada, vaivén de la culpa y del malestar, de la trampa y del rehusamiento. Doble juego presente en toda la obra de Vallotton, allí donde aparecen cuerpos humanos, de manera especial cuerpos de mujer. 

La intimidad de los cuerpos queda invadida, expuesta y a la vez manchada. 

La obra del cuadro termina aquí; el espectador puede a su arbitrio forjar inevitables interpretaciones psicológicas – el placer por la transgresión – sociológicas – las variantes del amor burgués durante el siglo XIX – y hasta filosóficas – las filosofías del yo fragmentado – aunque, quizá, sean formas de evitar ese llamado artero que nos convoca a entrar a un lugar al tiempo que nos reclama que salgamos con prisa, como esas puertas entreabiertas que dan a otra puerta, esta cerrada. 

En muchas de sus obras, el acabado clásico suscita esa extrañeza: todo está bien ejecutado, todo es frío, y sin embargo algo  – esa intimidad oscura que roe discretamente el cuerpo, —no estamos hablando de las grandes y arrebatadoras pasiones,  en el mismo instante que lo roe, con  exacta simultaneidad, llama y expulsa: hay algo de boca que se abre pero permanece retenida por la mudez, algo parsimonioso, retraído en su avaricia, una mirada que no quiere estar ahí al tiempo que está, obstinadamente; algo que tan solo la figurabilidad plástica puede sugerir porque el concepto tiene que vencer la barrera  de lo indistinto, de lo que está en el límite con la ciénaga, enredado en el torpor de la existencia; no obstante, todo esto puede, a veces, explotar en furia asesina más allá de la decoración lujosa, de los colores puros o mezclados – rojo sangre, negro a veces manchado de blanco o de gris, un verde súbito – más allá de tapices, de lámparas, de sillones donde el pequeño burgués medita, lee, se aburre, abraza a una mujer o sueña con hacerlo,  más allá de toda esta carne envuelta con demasiada y ceremoniosa ropa… Como diría Vallotton de sí mismo, mientras habla del personaje de su novela la vida asesina: hay que llevar siempre sombrero hongo, como todo el mundo; que nada del interior aflore. «El placer es estrictamente personal». Y en el mismo párrafo denuncia la «virtud» hipócrita y los códigos morales. 

Es preciso recordar La visita: ese sombrero de copa dejado sobre una silla, la puerta entreabierta que da a otra cerrada. La presencia humana está anunciada por su falta: al lado hay gente, pero ¿quiénes y qué hacen? ¿Es una visita, digámoslo con el lenguaje de època, galante?  La decepción del mirón que se ahoga en lo que no ve. 

 

 En Cinq  heures ou la intimité, título burlón, una pareja está sentada en el infaltable sillón rojizo oscuro, ella sobre él; apenas se distinguen los rostros: él es macizo, casi confundido con el sillón. Ambos está vestidos aunque el vestido de ella, aparentemente informal, se ofrece en primer plano en una alternancia de colores, la parte  de abajo que  cae sobre el hombre es marrón oscura, mientras la parte superior – de  cintura alta – es más clara, de color salmón. Allí donde se unen ambas partes Vallotton efectúa un arabesco tipico de los nabis en forma de una Y acostada. Es lo inmotivado del gesto lo que atrae, de golpe, la declinación de la mirada. 

La pareja se confunde con el entorno: un biombo, un mueble vertical con un ancho florero encima, a la derecha; a la izquierda y en plano sobresaliente una pesada mesa cuyos colores hacen juego con el vestido de la mujer, unos libros y hojas de papel que atraen la atención como si fueran manchas blancas. Al fondo, la chimenea y algunos pequeños cuadros o portarretratos borrosos. 

De otra parte, para reforzar esta sensación de confusión propia de un pobrísimo vodevil 

(Como si Vallotton hubiera suspirado por la ausencia de  esa grandeza que él hallaba en Stendhal y en Dostoieswki o en el hombre de Andelys, Nicolas Poussin y sus Pastores en Arcadia intentando descifrar quién está enterrado en esa tumba: Et in Arcadia Ego ), 

todo el cuadro posee un tinte pardo que aplana todo; la mesa y sus tachas marrones, nítida, se destaca imperiosamente de esa atmósfera indiferenciada, apretujada. 

Una vez más: la pareja y el decorado son una sola masa articulada

desecación

del sentido,

sin aguijón, sin cicatriz

aquí

no

hay

rumor de trenes,

ni resplandor en la ventana:

nadie baila el vals

Metrópolis

sin humor

sin bondad

Hay una témpera emblemática, La habitación roja, de 1898La pareja  está al fondo,  en   

el marco de la puerta que da, se supone, al dormitorio. Sus formas se confunden con el negro compacto, ese negro que Vallotton amaba y que tanto se destaca en sus grabados. 

El centro de la escena y que da su título al cuadro es una mesa circular con un mantel rojo. 

Sobre él, un candelabro, el bastón del hombre, accesorios de la mujer. 

Encima de la repisa de la chimenea hay candelabros, floreros, un busto y el vidrio de la ventana – las cortinas están corridas en esta exigua abertura – insinúa formas del exterior. 

Es el contraste de los colores primarios verde y rojo, en contrapunto con el negro, un negro como los suyos, compacto, el que domina la escena en la cual las líneas delimitan con precisión el contorno de los objetos. 

¿Qué podemos decir sino que  aquí la vida se apaga en un miserable bienestar? 

Es como si el cuadro buscase un punto que en realidad no existe y que no podría existir porque la  atmósfera de atiborramiento y de encierro hace que la visibilidad torpe jamás se ausente, que jamás se pliegue el recuerdo y la fantasía recupere sus derechos. 

Entretanto Vallotton pinta obstinadamente pero no permite que su trazo grite, que su materia se acumule: es hacia el interior que viaja el desasosiego. 

Lo más cercano al grito es la escena familiar  llamada efecto de lámpara. Escena banal en la cual el pintor, en primer plano, está representado por una silueta totalmente negra, solo negro sobre negro, negro provocativo; tiene enfrente a su hijastra – cara de muñeca rígida – que lo mira con una mirada acuciante, fija; su hijastro que se lleva  un pedazo de pan a la boca y, finalmente, su mujer, recatada, que mira todo con tonta placidez. Lo más importante: la lámpara, hermosa, al parecer diseñada por él, en la cual dibuja dos gatos negros, sinuosos, echa su luz sobre los objetos que, una vez más, Vallotton delinea de manera absolutamente nítida, absolutamente recortada – la sombra, lo oscuro, emerge, invisible, por contraste, está fuera de escena sin dejar de penetrar en ella a través de la luz artificial y el negro profundo. 

 

La modernidad burguesa convierte al interior en protector a la vez que asfixiante, y hace  del exterior el dominio de lo inhóspito. Vallotton modifica el encuadre, a veces de modo violento, aplana la perspectiva, pero mantiene la preeminencia del color plano – no siempre, cuando le es preciso modula – y sobre todo el dominio de la línea. Anticipa lo que en música se denominará, luego de la Primera Guerra, la «nueva objetividad». 

Pero, ¿qué buscamos? ¿qué busco en esta pintura? 

Todo el mundo que vio nacer y florecer a Vallotton ha desaparecido: ya no hay necesidad periodística del grabado de actualidad, de costumbre, como se dice, porque la actualidad ha quedado  administrada por las redes informáticas: todo se ha vuelto informático, hasta el modo de producción. 

Lo más visible, la producción, se ha vuelto invisible, tan invisible como el dinero: todo marcha según una constelación que constantemente bordea el abismo. 

¿Quien estará hoy mismo en condiciones de elaborar una teoría del ser? 

¿Qué nos dice el pintor que ha dibujado con tanta precisión  la sombra escueta de un candelabro? 

Quizá deberíamos atender con la máxima atención qué mira esa joven en el baño turco, completamente desnuda, como presintiendo su vulnerabilidad, con un perro pequeño al costado. El fuera de escena, como todo fuera de escena, permancerá allí por siempre… 

O, lo que parece distinto pero en realidad no lo es,  el camino forestal trazado en el Bois de Boulogne en que los robles jóvenes entran en contrapunto, mientras se elevan, elegantes y frágiles,  con las sinuosidades del camino: verde, marrón claro; la escena, sin tensión, deposita su efecto en la irrealidad de las hojas allá en lo alto, hojas irreales que parecen un homenaje secreto al delicado Corot. 

Hay algo que carece de un verdadero nombre ( ¿qué tiene un nombre verdadero?) un punto indestructible que destruye el agobio; un punto central que refugiándose en unos postes de amarre ubicados en la orilla del mar o del lago nos permite asomarnos sin vértigo a un horizonte vasto donde se confunden cielo y agua, agua lejana y cielo nuboso que nos acoge sin reclamarnos nada.  

Se impone la leyenda bíblica: la tierra permanecerá. 

O bien el encuadre del Sotobosque, maleza y arbustos,  las numerosas agujas de las coníferas caídas en el suelo  amortiguan los pasos, el olor de una maleza a cubierto del sol, un relumbrón verde que aparece al costado de la escena y esos colores densos, generosos,  que brindan un clima de intemporalidad con sus jirones húmedos de vida. 

Unos pasos más lejos el espectador puede soñar con salir a plena luz del verano o a la primavera del mundo – siempre se trata del más allá al que quedaremos unidos por el resto de nuestra vida, de nuestra incierta vida, de nuestro dolor y de nuestro éxtasis. 

¿Sintió alguna vez el nacimiento de la primavera del mundo le petit Vallotton? 

¿Podemos llevar el verbo hasta el núcleo de la creación pictórica? 

Creo que no… terminantemente no… 

Cuando hablamos nos salteamos algo que no sabemos cuál es su nombre; el pintor tampoco lo sabe, pero él necesita solamente tomar sus instrumentos y refugiarse en el silencio.  Y el músico está lleno de sonidos que van y vienen, se desvanecen y reaparecen de manera fulminante como un acorde deliciosamente disonante; no obstante, él también participa del silencio porque tiene que limitarse a escribir aunque tantee la súbita emergencia del sonido con el piano o con el violín o con cualquier instrumento que horade el silencio.  

¿Quién necesita explicaciones? 

Lo que salteamos nos saltea a su vez y nos deja ciegos: entonces buscamos las hendijas, las hendiduras, las grietas, los sitios donde tímidamente asoma la luz para perderse una vez más entre los matorrales. 

La palabra se hunde sola y sin que nadie la fuerce en la carne de la historia; desfilan los carruajes, el nacimiento del ferrocarril, el humo de las polvorientas y viejas fábricas, la mugre y la grasa de los galpones en el cruce de calles empinadas, el pavimento de piedra que resuena en la noche y que ya hace tiempo no resuena, porque todas las sombras y perfiles que retiene la fotografía han entrado en el sueño perfecto de la muerte. 

Antes de morir, antes de que lo operen de la enfermedad de la cual no se salvaría, puso en orden sus papeles, quemó lo  que le inquietaba pensando en su posteridad y escribió en su diario: El arte perdurará. 

Luego terminó su último cuadro: Nieve en el Bois de Boulogne.  Los colores se han vuelto tan tenues como la luz; la naturaleza permanece en suspenso.  

La naturaleza permanece. 

Palpitante, 

el mundo ha entrado 

en el sopor  del cual no despertará. 

 

Todo esto pertenece al Vallotton de Intimités y al Vallotton de los paisajes. Hay otros Vallotton ( y también el mismo, sin duda). 

Cuando era un pintor poco reconocido y todavía en ciernes su talento, viró hacia el grabado: allí encontró ese dinero que tanto buscaba, el reconocimiento y  ciertos recursos que durante siete años permanecieron ligados a la xilografía, al trabajo con el punzón y con la gubia que vence la materia noble de la madera, para luego volcarse, definitivamente, a la pintura. 

Se sabe cuál fue su hallazgo: suprimió las zonas intermedias, el sombreado y la multiplicación de líneas transversales: todo es negro en contraste absoluto con el blanco. 

Así proliferaron  escenas callejeras, incendios, oficios diversos en el Luxemburgo, también una manifestación perseguida por la policía, en la cual el negro otorga una dinámica angustiante a la escena en la cual alguien cae, no se  sabe si por disparos o por el ahogo de la edad. 

También el puñal asesino y una ejecución:el prisionero es llevado arrastrado por hombres de etiqueta con sombrero de copa; uno de ellos apresura a los otros para que el inminente cadáver, aterrorizado, sea llevado a la cuchilla invisible. Al fondo, en línea rígida, hay soldados con el sable ceremonial pegado al cuerpo; figuras idénticas que causan, por su inmovilidad repetida como si fueran soldaditos de plomo, una impresión atroz. 

En otro grabado la gente está absorta mirando un incendio mientras un casi niño abre su boca estuporosa, como denunciando la complicidad del público y del aficionado que contempla la ilustración. 

Vallotton, que sentía simpatía por el anarquismo, se trasladó desde la rive gauche de Paris a la rive droite, donde se casó con una viuda con bienes de fortuna ligada hereditariamente a una rica familia de marchands  judíos. Cuando el antisemitismo floreció gracias al proceso Dreyfus, él, que había abandonado a su amante de clase ínfima por una mujer de condición alta, tuvo miedo de que le negaran la ciudadanía francesa, la que le fue otorgada pocos años más tarde, cuando el nuevo siglo nacía sin que nadie conjeture lo que sobrevendría después, muy poco tiempo después. 

Nació hugonete allá en Suiza, a orillas del lago Leman, se volvió materialista y con proclividades de izquierda en Francia y terminó cobijado por la burguesía judía. 

Frente al entorno insoportable, buscó finas capas protectoras: ¿las consiguió? 

Vallotton que moriría, tempranamente envejecido a los sesenta años, anotó en su Journal  con fecha 22 de diciembre de 1921: 

La vida ha llegado a ser tan dura y el problema de sostenerse diariamente es  tal porque los frentes no se apaciguan más, cada uno se mantiene a la defensiva y más cerca que nunca de sus intereses, — o de los que cree tales. Hago un examen mental de este año. No demasiado mal trabajado, pese a la mencionada atmósfera. Y con respecto al cuadro, algunos trozos de resistencia. Salud menos buena, tengo a veces graves aprehensiones; el fin doloroso del pobre Cottet, quien se hunde en la senectud, me da estremecimientos… En cinco días alcanzaré los cincuenta y seis años. Es, ampliamente, el reverso de la pendiente. Me parece que hace solo semanas que se me llamaba «el pequeño Vallotton». La vida se esfuma; uno se debate, uno se ilusiona, uno se liga a fantasmas que ceden bajo la mano – y la muerte está ahí… 

 El arabesco, la pura línea, caprichosa, autogenerada a partir de un impulso  exterior y  casi extravagante, el arabesco, flor que carece de elementos aunque tenga partes perfectamente reconocibles, el arabesco, que el hombre primitivo empezó hace siglos y siglos a trazar con carbón y con fuego en cavernas protegidas  de la inclemencia del mundo, que comenzó a ser trazado por hombres que  vivirían lo que vive una libélula y transmitieron algo que se oscurece siempre y siempre reaparece bajo las formas más tímidas, las más audaces, las más sorprendentes. Como dos puertas enfrentadas, que se abren la una sobre la otra generando una catástrofe, allí emerge el vértigo, el giro de la línea, no ascensional, que se mantiene en el aire y en el fuego crepuscular sin abandonar la tierra, clamando por la vida en el horizonte que se eclipsa. 

Algo permanece ahí. 

Juan Ritvo: Imprudencias breves