Escrito por: Daniel Merro Johnston
Creo que admiro a Le Corbusier porque fue un gran lector. Es en la memoria donde construimos nuestro discurso, escuchando. Siempre atento, miraba de una manera nueva, insatisfecho, incómodo en el mundo y buscando siempre.
Creía en Perret y su culto al hormigón armado, aprendía de Jean Prouvé su pasión por la industria. Comprendía que las esculturas de Brancusi eran la simplicidad que resolvía la complejidad, escuchaba las partituras de Xenakis antes de que se ejecuten, interpretaba un nuevo tiempo de máquinas en las pinturas de Fernand Léger.
Detestaba a Picasso pero era capaz de compartir su mirada.
Escuchaba también a los que tenía a mano, al orden de André, su jefe de taller y a la creatividad de Charles, su colaborador menos conocido que apenas estuvo un par de semanas en el estudio, al silencio de su mujer Ivonne, mientras pintaba, a su amigo Robertino Rebutato, niño rebelde, hijo del fontanero de l’Etoile de Mer que le enseñaba a tirar piedras al agua.
Y a quienes no había visto nunca, como Amancio Williams, a quien no conocían ni sus propios paisanos. Leía en profundidad como los poetas, que ven cosas que nosotros no vemos.
Sus textos no eran buenos, pero su escritura era brillante. Por mi parte, aún no he terminado de leer el monasterio de La Tourette, y creo que me falta mucho pues en la última visita descubrí nuevos capítulos en las ventanas del pasillo.
Como dice Angel Gabilondo, si leer es reescribir un libro, escribir es releer un libro que aún no ha sido escrito.
Columna: Dérives