Escribo con todo el recuerdo a Liliana Guaragno
Sin retorno Shklovski escribe: “Dicen que para ser ictiólogo no hace falta ser pez. De mí diré que yo soy pez: soy un escritor que analiza la literatura como arte.”
Shklovski fue un hombre que se pasó escribiendo su biografía y la de sus amigos, como si no hubiera que ir mucho más allá de esa física. Y no se consoló:
«En mi vida no he conseguido hacer más felices a muchos amigos. Aunque en sus hallazgos pueda encontrarse algo de mi perspicacia y la huella de nuestras conversaciones».
Cada uno tiene sus costumbres. Shklovski tuvo la viñeta. El quiasma, el entrecruzamiento, florece en su obra. Viva alegría de las cosas en las palabras así conseguidas. Las cosas nos recuerdan, dice alguien. Y están siempre ahí, dice Ana que hace sus colecciones.
Y vuelto a leer Shklovski que vuelve a envejecer en la viñeta que escribe, esos anillos desagradecidos. Shklovski es un hombre alterado que escribe la parsimonia que no puede tener en paralelos inauditos, sus libros son encuentros de palabras milagrosos. Shklovski dice que Tolstoi escribe que no hay que esperar las montañas. Shklovski solo aprendió de la literatura y no sabía otra lengua que la rusa y leyó El Quijote y leyó Sterne y leyó.
Hizo tratados: sobre el amor en Zoo o cartas de no amor; del viaje en Viaje sentimental; de la biografía en Maiakovski, Eisenstein y Marco Polo. En una dedicatoria puso:
«Por su ayuda, paciencia, dudas, por sus conjeturas, modificaciones, por los días y los meses, gracias, querida, el día siempre es breve, sigamos adelante.»
Tuvo la historia cerca, tuvo gente cerca y gente más cerca, hizo zigzag, le dio vueltas la cabeza -como decía mi abuela Clara- y pudo escribirlo. Extendió la lengua.
Anotó inviernos comiendo manzanas. Anotó con el artificio. El artificio o el incidente que es la vida. Capanna lo sabe y escribió que los que se dediquen a las humanidades lo vivan, que coman manzanas durante años y si pueden que entiendan. El ladrillo ideológico, el sistema previo, zapatea, pero ellos se quieren leves y utópicos. ¿No se entiende? Que entienda el que quiera. La historia es insoportable, inhumana. Que la soporten si se dedican a ella o que se dediquen a las metafísicas.
A contaminar se dedican los creadores, dice Shklovski. Shklovski, el que recuerda trabajos y vidas porque las muertes no se disculpan. Y ahí contaba la muerte de su amigo, en el fracaso de una escena contó la de Eichenbaum.
Entre homenajes y cadenitas. Entre alambres de bronce perdidos y aceros que son bronce pintado, pesadillas. El arte contagia. Escribe. Sin retorno.
A lo real no nos acostumbramos nunca. A lo verdaderamente real. De ahí la miseria de toda explicación. Shklovski dice que «El gran realista Sancho Panza decía que él prefería que le diesen primero la solución y ya después el acertijo». Detesto a los que creen que todo es explicable, escribió Murena.
La cuerda del arte es el mundo, el descubrimiento de los opuestos en el mundo, el descubrimiento del paso de unas cualidades a otras, el descubrimiento del nacimiento de lo nuevo es una labor titánica, Shklovski anduvo pensando todo eso entre muchas guerras. Los valores siguen siendo los de siempre, los tradicionales, eso también dice Aira contradiciéndose.
El pasado en el arte no desaparece. No hay forma, es siempre algo entre el sentido y el objeto. Shklovski sabe y anota: “Pushkin escribía: A veces la pluma se detiene de golpe, como si al correr tropezara con un abismo, ante cosas frente a las cuales el extraño pasa indiferente.” Y Shklovski sigue: “El trabajo es más que la vida. El escritor es no sólo una abeja, sino también un panal”. Shklovski se contrapone a sí mismo, dice esto y lo otro, lo dice porque es un autor seguro y porque tuvo censura. Extrañó, zigzagueó porque derechito no lo pudo decir, había temas prohibidos. Pero lo anotó todo, también de los ciegos sordos años.
Shklovski asegura: “En arte vivimos negando.” Y el desierto avanza. Y anota: “Dice el folklore ruso que los abedules avanzaban y que aparecieron más allá del Volga junto con los rusos.”
La viñeta en Shklovski crece. Aparece en todos lados. Como el ámbar en los anillos de Tsvietáieva durante la Revolución. ¡¿Aristocracia?! La comparación siempre es incompleta. Shklovski dice que la comparación acerca el mundo pero su totalidad deja de parecerse, esta disimilitud, aparta los objetos comparados. También existe el peso semántico de los objetos: el sentido y la emoción. El sentido que ellos mataron junto con el autor sobrevive.
A la perspectiva de los íconos rusos a veces la denominan inversa pero para sus creadores no existía la directa. Así se escribe, extrañando. Y nadie aguanta la historia ni la nostalgia. El que escribe es el único amanuense del tiempo. Pero, dice Shklovski, además de las teorías de los juegos existe el juego. Es decir, el arte y el autor: las cosas. Eso que está ahí afuera.
Shklvoski se va deshilando la vida y dice: “El amor no es inmortal ni mortal.
Los mitos son contradictorios.
El amor es siempre un necesitado.”
Shklovski escribe siempre con puntos y apartes. Una lírica, un ritmo propio.
Shklovski siente que a medida que avanza se torna más triste, o quizá se trate de que comprendemos de un modo más profundo, más ardiente, la tristeza cercana. Shklovski siente que el poeta es un hombre fuera de su lugar, a medio camino de su existencia terrenal, en la mitad del camino de la vida para siempre.
Nosotros sabemos que el que lee y escribe lo complica todo, lo confunde todo, lo anota todo, se deshace en todo para escribirlo. Los libros de Liliana Guaragno estaban ayer a su lado cuando ella partía.
Laura Estrin: Ataditos