METÉORICA MELANCOLÍA

Escrito por: Juan Ritvo

“Yo soy uno, me parece, pero como el mundo, en el cual, sin embargo, hay un enjambre de esencias diferentes, y en ellas otro mundo de oposiciones.

(…)  Respecto al mundo, yo no lo considero una posada, sino un hospital, y no un lugar para vivir sino para morir en él.”

Thomas Browne,  “La religión de un médico” (versión Javier Marías)

“… el horror y el éxtasis de la vida…”

Baudelaire

La melancolía es un meteoro.

Dice Aristóteles ( el pseudo-Aristóteles, más bien) en Problemata XXX, 1, dedicado a la melancolía y su relación con los hombres de genio:

“…Y el vino es pneumático<ventoso> por su poder (Oinos dé pneumátodes tén  dùnamin…)

Debido a ello, el vino y la mezcla (krasis) < de la bilis negra> poseen la misma physis.

La espuma (aphrós)[1] demuestra que el vino posee una physis pneumática.”[2]

 Burbujas y torbellinos de no-ser asediando la carne y la piedra mal instaladas en el ser.

¿Qué es un meteoro?

Mejor que la enumeración; mejor que la meteorología; mejor incluso que las siempre traicioneras, débiles, etimologías,  las que igualmente, quizá por fetichismo, no dejaremos de consultar, vale la pena detenerse en el recuerdo del momento en que empieza a cambiar súbitamente el viento y uno siente que el aire se ha vuelto húmedo: algo incierto se detiene aunque las hojas siguen temblando en el comienzo indeciso del día o en su final – ambos momentos de indistinción, ambos momentos de espera – y de golpe el viento crece, sacude las ramas de los arbustos más pequeños, luego hace lo mismo con los más grandes, los que empiezan a adquirir un aspecto amenazador…

Caen las primeras gotas, y progresivamente, como si estuvieran bajo el lente de un microscopio, empiezan a adquirir más peso, más consistencia y en el cielo relumbra el rayo silente, seguido por el rodar de los truenos en un cielo oscuro, denso… ahora la lluvia se ha tornado estable pero repiquetea sobre los techos y parece que jamás va a acabar…

Lo que amenaza es lo imprevisible: la lluvia puede acabar súbitamente; puede también continuar por horas y horas y más horas; el viento puede cambiar mil veces de dirección, proceder por sacudimientos, o insidiosamente por desplazamientos del aire en transición suave, en la cual podemos confiarnos hasta que, una vez más y también de repente, retome (¿por cuánto tiempo?) su primitiva violencia.

¿Y si estuviéramos en el campo, en esa llanura hace tiempo denominada “mar de tierra”?

¿Si estuviéramos allí y pudiéramos descontar el insignificante girasol, el pobre maíz, la soja, servicial, y  la llanura retornara al tiempo de los cardos inflados en primavera y secados en el verano más ardiente, el tiempo de los pajonales, de los arbustos achaparrados, de las ciénagas, de los pastizales pobrísimos, de una multitud de pequeños animales, reptantes o sigilosos?

Un torbellino de agua nos envuelve, nos empapa, nos sacude, nos mete miedo, como nos envuelven los remolinos, los vórtices.

…………………

Es meteoro  el juego de la luz y de la sombra reflejados en el agua y a través de los  rayos solares. Es meteoro lo que abre la materia en la representación pictórica: esa columna de humo que se dispersa en el torbellino de la tormenta en el famoso óleo de Turner, de título largo del que sólo transcribo su comienzo: tormenta de nieve…

El viento, la nieve, el mar confundido con el cielo, la bruma y la disolución de cualquier perspectiva… Un negro amarronado y las grandes masas, agitadas, claras y oscuras…

La fragmentación, la mezcla, la confusión que anulan cualquier perspectiva y dejan al espectador al cuidado de ubicar aquí y allá objetos describibles…

O bien la alternancia del rayo que intimida, destello sin  ruido, blanco,  invasor, temible – y el trueno que se desplaza, desbocado, tras la acumulación de nubes.

Curiosa la etimología, meteoro  proviene de coger, tener, y los fenómenos meteóricos, por definición, son precisamente lo que no se pueden coger…

Hay una mística del meteoro…

Turner, de quien se ha dicho que amaba profundamente el mal tiempo, antes de pintar Lluvia, vapor y velocidad, cuyo tema (¿tema?) es una locomotora que avanza por un puente a través de una inmensa cortina de agua, mezclando el humo con el vapor de la atmósfera, y todo esto en una explosión de color, manchas, trazos finos y gruesos que giran hacia el espectador que, a cada paso, en cada examen debe volver a reconstruir una perspectiva frágil donde su favorito negromarrón parece lo único sólido en la tempestad de los elementos, Turner, digo, se expuso durante un chaparrón, se cuenta, y luego, en lugar de secarse, cerró los ojos durante quince minutos, los suficientes como para imaginarel cuadro – y nunca mejor empleada esta palabra, imaginar es tener una visión que atraviesa nuestro cuerpo porque lo toca y lo arranca de sí, visión que yace tras los ojos cerrados, cuando nada se ve pero se siente la presencia envolvente de un mundo demoníaco.

Y  en el cuadro cuyo nombre completo ahora doy: Tormenta de nieve – un vapor antes de entrar al puerto da señales en un paraje poco profundo y avanza con sonda…

Turner, a su pedido, fue atado al mástil durante varias horas y se decía a sí mismo, él nos dice, que de  llegar a sobrevivir – ¿ qué rito, que masoquismo triunfal, qué tenebrismo, lo llevó a quedarse allí casi ahogado, inmovilizado,  transido por masas de agua, de viento, de claroscuros? ‒ si sobreviviera, entonces, habría de fijar una imagen en la tela: el centro blanco rodeado de masas tenebrosas, en gradación desde el gris hasta el negro, aloja un débil mástil sacudido por la tormenta, mientras todo gira sin equilibrio, sin sosiego, sin medida: del espacio brota el tiempo y del tiempo surge la inminencia de una catástrofe.

Se dijo, y lo transmitió con ingenuidad John Walker[3], que la gran esperanza del iluminismo victoriano, enlazar en matrimonio feliz el Arte y la Industria, rechazada por los artistas del período, convencidos de la fealdad del industrialismo, había hallado acogida en este cuadro de Turner.

Haya tenido Turner las simpatías que haya tenido, ese cuadro nada tiene que ver con la exaltación de la modernidad; lo que avanza en medio del desencadenamiento de los elementos es una figura mítica,  una ola de fuego y de niebla y de luz y de viento,casi informe, avanza de manera implacable, ciega, se despliega desprendiéndose del fondo anómalo, convulsionado, inaferrable.

En su mundo pictórico, ni Turner ni el espectador están jamás en casa: el presunto hogar del hombre ha quedado reducido a estrella fugaz. El último Turner es una floración de estrellas fugaces, cifra del hombre.

Sigue diciendo Aristóteles, quien aquí (¿se trata de Aristóteles?, es evidente que no…) lejos de sus divisiones y subdivisiones, lejos de sus puntualizaciones y de sus recaudos de univocidad, acoge un saber previo, anónimo, difuso, hijo de una tradición donde horóscopo, presagio, observación, ejercicio analítico, folklore, mal se distinguen:

“Pues el aceite, cuando está caliente, no hace espuma; en cambio el vino hace espuma en abundancia, y mucho más el vino tinto que el blanco, puesto que tiene más calor y más cuerpo. Es por esta razón por lo que el vino incita a los hombres al amor, y con razón dicen  que Dionisio y Afrodita están ligados el uno al otro; y los melancólicos, en su mayor parte, son lujuriosos (lagnoi) . Pues el acto sexual es pneumático (ho te gàr aphrodisiasmòs pneumatódes) La prueba es el pene (aidoîon),  por la manera en que pasa de ser pequeño a crecer rápidamente, pues se hincha, Y ya antes de que puedan emitir esperma, se produce un cierto placer en los que son todavía niños, cuando cerca de la pubertad, se abandonan (akolasían)  a frotar (xíontai)  su pene. Es evidente que ello se produce por el viento(pneuma)   que recorre los canales por los que, más tarde,  es transportado el líquido.”

 La lujuria tiene la naturaleza del aire, el aire que se inspira, el aire que se expira – y expirar es morir; también se puede morir de amor. Dioniso es el dios de la vid, de la intemperancia; es el que conduce al Tíasos, cortejo de embriaguez y de muerte, sobre todo cuando son mujeres las conducidas, como fue conducida Ágave a destrozar a su hijo, Penteo; también es el que  impone, en el límite de la final desolación,  un extraño y casi calmo consuelo.

Aphrós, Aphrodita: es la diosa que ha nacido de la espuma marina…

(Pero no; no es la diosa de Boticelli esta Venus que arriba a la orilla empujada por el soplo de Céfiro: a esta, no a la otra, solo le resta descender, desnuda e impávida, de una concha marina, mientras ya se apresta a vestir su desnudez una ninfa.

Las olas, la espuma fecundada e hirviente, sobre la cual cayeron la sangre, el esperma, los genitales mutilados de Urano,seccionados por el titán Cronos, esas olas que arrojaron finalmente a tierra a la naciente Venus, han permanecido fuera de escena: es la Venus Pandemia la expulsada: se expulsa la epidemia. Y la Afrodita voluptuosa nació de un crimen.)

Pneuma, Spiritus:  todos los que hemos aspirado la melancolía sin poder expirarla, todos los que sabemos que la nostalgia meditativa es quebrada por lo negro del humor negro, porque de allí surge un pozo más profundo que la vida.

El espíritu, que es espíritu del vino, espíritu del alcohol, sutil, aromático, volátil, se estrella contra lo negro y allí la carne se torna piedra.

¿Cómo olvidar que el meteoro melancólico se sostiene ( si es que podemos emplear semejante verbo), en última instancia y como en Turner, cuyos infinitos matices del amarillo se apoyan en la oscuridad, en lo más negro de lo negro, porque de todos los humores el negro es el que carece de forma visible y reenvía  así a una negrura irrepresentable?

(Quizá aquí Séneca; sus tragedias…)

Lo negro de la melancolía es eruptivo:

brota como volcán que apaga la luz.

Lo negro se confunde con lo daimónico si este término, tan grávido, funde y confunde la inspiración, lo divino y lo deforme.

La  alternancia entre cristalización y fluidificación que para Kant sólo tiene lugar para el sujeto y no en la naturaleza, en verdad confirma, con la fascinación que se hace notoria en el filósofo, que  esos movimientos, salto de la fluidez a la unificación súbita (Anschiessen), son saltos inherentes a la misma naturaleza “misteriosa” de la imaginación, la bella hija de la melancolía.

(La phantasía, esa pura potencia del continuo que desconoce las discreciones del análisis, inquietaba a los griegos clásicos. Aristóteles decía en su Parva Naturalia que es una potencia vecina del sueño, de la enfermedad, de la carne animal.)

Hay aquí una extremadamente dúctil y sinuosa y temible serie cuyos extremos son el enthusiasmos griego, que es la marca de la posesión del Dios, y la desolación de Democleides, el hijo de Demetrios, quien sentado en la proa de un navío, zozobra bajo cielos extranjeros.[4]

Lo que Kant temía, por sentirlo demasiado cerca de su cuerpo y por ello repudiaba, es lo que cifraba en un término recurrente en sus textos:Schwärmerei, que no por azar desespera a los traductores, que lo vierten como delirio, entusiasmo, frenesí, fanatismo e incluso misticismo.

[1] Aunque la etimología no lo autorice, es notorio el parentesco fonético entre Aphrós y Afrodita.

[2] Aristóteles, El hombre de genio y la melancolía (introducción y traducción de Jackie Pigeaud), Sirmio, Quaderns Crema, Barcelona, 1996.

[3] Walker, John, Turner, Harry N. Abrams Inc. New York, 1983.

[4] Pigeaud, J. Melancholia, Rivages Poche, Paris, 2011, pp. 9/10.

Columna: Imprudencias Breves