Atadito 19: La escritura, la verdad y esa historia. «Milena» de M.B-Neumann

Escrito por: Laura Estrin.

 “… pinto como veo, como siento –y tengo las sensaciones muy fuertes-, por su parte ellos sienten y ven como yo, pero no se animan… hacen pintura de salón… Por mi parte, yo me animo… tengo el coraje de mi opiniones… y quien ría último reirá mejor” (Cézanne sobre el Salón de 1870)

La escritura y la lectura de las guerras es sin retorno, es el drama sin atenuantes -como vivió Néstor Sánchez esos lugares de donde no se puede volver. Y cuantos más leo esa literatura de guerra menos puedo volver a otra. Son libros, crónicas, retratos de  catástrofe. De ningún lugar adonde ir.

Leyendo supe que los alemanes copiaron «los modos» de la militarización social soviética. Trotski lo escribe en su intento autobiográfico. Ahí donde se ve que no pudo detener al “admirador» que lo mató. Trotski vivió en México preso en su casa. No tenía garantías en ningún lugar del mundo. Para hacer un día de campo debía salir de madrugada con su familia como ladrones malos. Él fue el que necesitó hacer de Rusia una sociedad militarizada. Lo dice Shklovski que era un narrador profesional. También los historiadores y lectores de Mandelstam hablan de campos de concentración soviéticos. Campos de trabajos -me suena al oído la vocecita disciplinaria, sí: campos de arrastrar piedras enormes-inútiles con 40 grados bajo cero. Si entendieron como quisieron La casa de los muertos de Dostoievski, La isla Sajalín de Chejov, que no hablen más. Los libros están ahí, ¿qué leen cuando leen? Dovlátov, Shalamov, Erofeiev, Zazubrin no esperan.

 En Milena de M.B-Neumann dice: «Las prisioneras comunistas eran las que mejor se adaptaban al trabajo de esclavas… Las comunistas checas… demuestran su depravación moral». Ravensbruck era un campo de concentración para presas políticas. Ahí estuvo y murió Milena, el último amor de Kafka. Un ser poderoso de cuerpo frágil. Había pasado muchas enfermedades, postraciones, parejas y matrimonios.

Milena entendió a Kafka como ninguno. Supo que sería el más grande. Que su relojería narrativa, simple, era puro futuro. Entendió desgarrándose cuando Kafka le pidió que lo deje y durante años siguió yendo al correo por cartas que nunca fueron. Lo siguió traduciendo al alemán de Viena, ella todavía estaba allí con su primer marido, Pollack. Su casa, esa o la de Praga, la que tuvo junto al arquitecto cercano a la Bauhaus, eran un cuadro de artistas. La querían, la usaron, la visitaban.

 Esa casa se transformó en la de cientos de refugiados, la mayoría judíos, hacia fines de los 30. Así, cuando la Gestapo la apresa y le pregunta si su hija Honza es hija de un judío, ella, cercana a Tsvietáieva con su sí judío Efron, responde: «lamentablemente no».

Milena es también una mujer altiva, las de profunda tristeza, y eso se paga caro, también en un campo de concentración. Dice la autora de este retrato de Milena Jesenská, Margaret Buber-Neumann: “Únicamente quien haya estado solo entre miles de personas, y además en un campo de concentración, es capaz de calibrar la vehemencia de mis sentimientos. A principios de agosto de 1940 me habían llevado a Ravensbruck. Detrás de mí quedaban los horribles años en la Rusia soviética: mi detención por parte de la NKVD en Moscú, la condena a cinco años de trabajos forzados, mi estancia en el campo de concentración kazajo de Karagandá, y posteriormente mi entrega a los alemanes por parte de la policía estatal rusa, en 1940”.

Ambas habían “sucumbido temporalmente a la doctrina comunista”, lugar “extraordinariamente imaginativo cuando se trata de inventar disculpas ante los fallos evidentes de su partido o el incumplimiento de su programa originario… Y juntas empezamos a indagar en las raíces de la maldad del comunismo.”

Milena se fue haciendo autora de estampas de época, de modas, pasó de unos diarios a otros a medida que el nazismo avanzaba. No dudó en ayudar a quien lo necesitara. Recibía a las oleadas de deportadas en el campo de concentración con saludos inesperados, podía ser la única entre miles que allí sonreía, que se apartaba de la fila. Detestó a su padre con motivo y tuvo que aceptar que luego él se quedara a cargo de su hija. Lo dije: entendió a Kafka.

 

Columna: Ataditos