Atadito 15: sobre algunos raros

Escrito por: Laura Estrin

                             No es cuestión de inventarse la vida.                               Es suficiente describirla tal cual es.
                                            (Tolstoi en su Diario citado por Svetlana Alexiévich).

 

 Me acuerdo de Gombrowicz y todo lo demás y de Este hombre me causa problemas. Me acuerdo de bichos raros. Ahora vía Ewa Piwonska leo Vilela, La mañana del 10 de enero. Me acuerdo de libros como dones, como el don de Gómez de poner apodos. Atraso. Me gustan estos libros. Respondo a ellos, diría Savino vía Meschonnic. En ellos habla el autor. Se cuenta a sí mismo y que lo aguanten, lo repito. Y Vilela en el suyo cuenta que rompe lo que escribe pero sobre todo que no lo publican. Y lo que escribe es un solo relato, el de su vida, esa conversación que no se apaga jamás -como dice el francés- o que se muere haciendo señas -como dice el entrerriano. Un relato que puede empezar siendo El señor Sánchez, volverse El verano del 67 o Nohaytutía. Todos quemados, quemada la editorial misma en que los piensa su autor.

 Ahora ese libro se llama La mañana del 10 de enero. Y el asunto es pasar la mañana, como dijo el bardo -como dice Milita Molina. Tardes parecen tener todos. Gran gombrowizida es este Vilela que simultaneíza el tiempo, es un lírico de esos. Además. Y en fragmentos y grumos de pedazos de relato escalona el suyo. Vaya modernidad para los que la buscan en inocuos procedimientos pajeros, vacíos, su desayuno. Somos especificadores, dijo el ruso, tenemos una motivación, agregó. Los raros, los que saben –para decirlo con Murray, tienen una contundencia que se las da el decir algo concreto, una especificación, al menos algo. Y vaya motivación el escribir la vida. La vida de un tipo que sale del banco y en un banco de plaza de pueblo mira tres gorriores. Varias cosas de la imaginación enloquecida de Gombrowicz, desde el gorrión de Cosmos, genialmente puesto en la película fracesa-polaca que anduvo el año pasado por acá.

 En el prólogo del libro de Vilela dice: “Textos que desaparecen… en parte por sus contradicciones, en parte por la histeria perversa de las editoriales… ” Éste nunca se llegó a publicar y el mismo relato sugería no ya quemar los manuscritos sino la editorial, lo decía antes. Y vuelve todo el tiempo sobre la extrema precariedad de la vida de un escritor inédito, un escritor fracasado porque la edición divide escritores: fracasados de exitosos. Y el libro avanza muy distinto, muy singularmente sobre la vida inútil, feroz, sin finalidad que no sea escribir. Y se extrema: autor tan fracasado que ni escribe, ni cartas, ni las recibe, pero vive la tragedia de que lo sepan, de que lo copien, de días perdidos pensando eso.

La novela trata con formas cortadas, con grafías y con espacialidades distintas que van repitiendo páginas con alguna noticia enmarcada allí, a doble columna, de los terribles años 70 argentinos, con el amor perdido del narrador, con nohaytutía, así todo junto, con el tiempo que lo arruina todo pero más: con aquellos que lo arruinan todo. Lugares y espacios que luchan por otros lugares y otros espacios: las estaciones, el otoño, el verano, se suceden y son siempre las mismas, la novela no avanza, circula como el viaje sentimental del ruso y ahí traga espacios, se interrumpe y sigue. Un fuerte y contundente narrador lírico, algo loco, que repite ojos, veranos, hace un libro diferente. El tiempo, el tiempo-que-hace: nada como tener tiempo. Y la frase es literal. El mundo de Vilela es todo algo vacío y triste, de “tarde jodida”, es Tandil en el 67 y La Plata, con sus calles-números, claro, y “mi único sol” y “mi viento”. Las cosas propias, la descripción propia, subjetividad -le dicen, impresión -le dicen, prefiero llamarlas autor y obra. Se trata de pocos sentidos. Los contamos con los dedos.

 Y ahí asoman algunos nombres: Jorge Luis, el Viejo toldo (así, con minúsculas), Dipi: el que puede escribir los recuerdos del Viejo, nombres concretos, reales. Y una última frase del libro marca de qué se trata la literatura: “Y MANDÉ A TODO EL MUNDO A LA MIERDA”.

“Plaza Strastnaya – Plaza del Monasterio de la Pasión: Pushkin meditaba en este zócalo. ¡Gracias por los siglos de los siglos, poeta ruso, por no haber sido un cerdo, por no haber sido más que un poco cobarde, justamente lo que se necesitaba para vivir bajo una tiranía relativamente ilustrada, en la que fueron colgados tus amigos los decembristas!”

Víctor Serge, El caso Tulayev

También por estos tiempos intenté seguir leyendo ese guion de Lamborghini y Scheuer de Irene Adler, la única mujer de la que se enamora Sherlock Holmes, “Bella, indiferente y distraída… No es necesario describirla”. La novela dice: “No nos detendremos a describirla ni a comentar su vestuario: Obligatoriamente será bella, elegante y misteriosa”. Sí, claro, Lamborghini es un narrador lírico con su “viento arrachado” y sus maneras oblicuas -como dice el prólogo, un escritor-fracaso que supo que el poema es “una desgracia pasajera” tan distinta a lo que dijo Austin, que ¡“la poesía era un empleo parasitario del lenguaje”! –como marca Meschonnic en su Para salir de la postmodernidad, reciencito aparecido en castellano.

 Porque se trata de libros como de otras eras, en el guion de Lamborghini-Scheuer hay un “Baile de Cadetes”, otras eras y otras lenguas (Viktor, Taube, Falk o Totenkopf son sus nombres), con frases que son más que chistes, son el desierto o la llanura de los chistes: “Padre Ínfimo”. Y son más que chispa: “Este muchacho tiene cabeza, pero debo cuidar que no tropiece con ella”. Son el incendio de las islas, como el poema de Zelarayán.

 Lamborghini también es un genial simultaneizador: “Una partida de caza con buen o mal resultado”, “¿Garbanzos del culo! El exceso de celo es reprobable o no” y sabe bien que “En tiempos como los que corren, mi buen Víktor, los locos, los simples y los fanáticos van del bracete”. Estos libros, como puede decirse de Heine, son los últimos líricos o los primeros contemporáneos.

Gógol logró una completa galería de personajes donde
               “cada uno no es otra cosa que la personificación de
                   determinadas características apenas perceptibles,
              logrando incluso, en otros casos, hacer lo mismo con
                   las descripciones aparentemente más objetivas de                                                                   ambientes y paisajes” (Eisentein, El Greco)

 

       

Columna: Ataditos