Escrito por: Juan Ritvo
¿Qué seríamos nosotros sin el auxilio de lo que no existe?(…) No podemos actuar sino moviéndonos hacia un fantasma.
Paul Valéry
Ciertamente llamamos imagen a diversas cosas: en primer término, a la imagen mental que construye, con rasgos que alternan la precisión con la esfumatura, una inexistencia que no cancela la presencia del objeto evocado;en segundo, a la imagen que refleja el espejo, de un rostro, de un cuerpo, de una escena; en tercer, la visión de un lugar consagrado por la tradición que la percepción imaginante recorta dotándolo de aura; en cuarto, al aspecto de un grabado o de un fotograma; y, finalmente, a las imágenes oníricas, “…tan inconsecuentes hasta que un día nos fijamos en el hueco que dejaron”, según el verso de John Ashbery.
No obstante, en todas estas versiones descubrimos un rasgo común: la imagen, sea mental, sea objetivada en una inscripción, da a ver en el sentido más riguroso del vocablo: ofrece un aspecto sensible, en apariencia inmediato, que, al mismo tiempo, ilumina y se sustrae de lo que ilumina.
Cuando hablamos de imagen es imposible sustraerse al lenguaje del aparecer de la semejanza, lenguaje complicado porque toda semejanza es una forma, siquiera mínima, de la diferencia. Mi imagen en el espejo es el producto de la fisiología del ojo, del juego de la luz y del azogue, sin duda, pero hay mucho más: me veo donde no estoy y donde estoy no hay sino una forma de la alteridad contemplada por nadie.
Ahora bien, el narrador se encuentra con análogo y tormentoso obstáculo, toda vez que intente aferrar la imagen.
Es que quien posee vocación de narrar se encuentra en una situación que guarda un profundo parentesco con la actividad onírica: el soñante cree haber hallado la clave última y, al despertar, se queda con un seco relato, con el protocolo de un fracaso.
Una vez más cito a Ashbery en la traducción de Javier Marías de su Autorretrato en espejo convexo: Esta otredad, este
“no ser nosotros” es cuanto hay que mirar
en el espejo, aunque nadie pueda decir
cómo llegó a ser de este modo.”
Este doble movimiento de ofrecer una vista y sustraerla simultáneamente se manifiesta de manera original cuando lo que está en juego es la mímesis.
Ya se sabe: los clásicos – Platón, ante todo – privilegiaban la diégesis a costa de la mímesis. La diégesis, se decía, se dice, tiene que inventar procedimientos y hacerlo con libertad e incluso genio, para producir la deixis ad phantasma, evocar como si estuvieran aquí cosas que están ausentes. No obstante, la minusvaloración de la mímesis es indesglosable ( basta leer a Platón para advertirlo) de la perturbación que genera.
En primer lugar, porque se supone que la imagen, que no es convencional, en el sentido en que lo es el régimen discreto de la palabra, conserva, retiene, una huella de la contigüidad con su referente. Esta piqueta que cae sobre este edificio, ha quedado impresa en tal momento en la placa fotográfica; este cuadro, estos trazos sobre la tela fueron ejecutados por la mano del pintor en la fecha indicada discretamente al pie de la obra, etc, etc. ¿Es así? Tal contigüidad, existente habitualmente, ¿ no es totalmente contingente? En la duplicación y en la multiplicación tecnológica de la imagen, ¿ no se evapora el aura del misterioso contacto como se disipa la niebla matutina? En el empeño sacro, ¿no hay una ironía teológica que el oficiante finge desconocer?
¿Hay alguna clase de original que a través de imágenes de imágenes de imágenes, perdure?
* * *
En Las Afinidades electivas de Goethe hay un episodio digno de la grandeza del escritor; un episodio que, bien mirado, pone en cuestión ese refugio en la imagen que el escritor confesó en Poesía y Verdad.
“Traté de salvarme de ese ser terrible refugiándome, según mi costumbre, tras una imagen.”[1] Dice Goethe refiriéndose a lo demónico: Dämonisch.
Ese ser terrible, lo sabemos ahora, persigue a la misma imagen, afectada de ambigüedad, de sinrazón y por ello fascinante…
Es en las páginas finales de la referida Afinidades electivas, que aparece el problema central, central en la filosofía, en la literatura y, por supuesto, en el psicoanálisis: ¿cómo imitar lo inimitable si la contigüidad entre imagen y referente es un vertiginoso punto de fuga?
Eduard, el agonista que ya está al borde de la agonía, que ya no quiere vivir más, solo halla consuelo en beber de una copa salvada de la destrucción y que lleva las iniciales entrelazadas de la muerta, Ottilie, y de él.
De pronto, descubre un detalle discordante, lo descubre con horror porque la copa, son palabras textuales de Goethe, “es la misma y no lo es.”
La diferencia entre dos visibilidades torna invisible algo entre ellas: es esa aura sacra que circunda a la copa como si se tratara del cáliz del Santo Grial, la que posee la misma estructura de la reliquia: un contacto supuesto, desmentido y afirmado a la vez, con el mediador absoluto; contacto cuestionado cuando lo visible se duplica y amenaza transformarse en eidolon,[2] pero vuelto a reponer cada vez que lo visible abre una brecha de invisibilidad.
El texto de Goethe muestra este movimiento:
“Echaba en falta – dice – una marca casi imperceptible. Presionan al ayuda de cámara y este acaba confesando que hace mucho tiempo el vaso auténtico se rompió y lo sustituyeron por otro idéntico, también de los tiempos de juventud de Eduard.
Eduard se siente incapaz de enojarse; si su destino ya ha sido pronunciado por los propios hechos, ¿ por qué darle tanta importancia a un simple símbolo? Y sin embargo, le afecta profundamente(…) ¿Por qué todos mis esfuerzos no pueden ser más que una imitación, un vano intento. (…) Pero mi naturaleza me retiene y lo mismo mi promesa. En verdad que es una tarea terrible tener que imitar lo inimitable.”[3]
Lo esencial de imitar lo inimitable aparece directamente en el vínculo de la palabra con la imagen. No podemos decir la imagen, puesto que el decir se basa en un soporte discreto, mientras que la imagen carece, como tal, de elementos transportables de una a otra combinación; no obstante, su esencial indecibilidad solo es comprobable por medio de la palabra. Estamos hablando de imágenes; es imposible hablar de ellas y al mismo tiempo es esta misma imposibilidad la que debe enfrentarse a ese llamado a la inmediatez siempre elidido que reclama la imagen, porque la suponemos metonímica, o mejor sinecdóquica, más que metafórica. La relación de la forma visible con lo informe e invisible se puede articular de manera indirecta pero efectiva en el vínculo entre la palabra y la imagen. La imagen se inscripta en el discurso como la punta de un iceberg; y solo allí emerge con todo su rigor lo radicalmente inconmensurable, única cercanía con la infinitud. La multiplicación de la visibilidad, que solo puede surgir por la inevitable mediación de la palabra que compara esta visión con aquella, al tornar visibles las marcas imperceptibles de la diferencia, abisma lo que debería hacer visible, ese fondo inimitable que yace entre imagen e imagen. La fractura entre la palabra y la imagen, ese hueco de nada que habita un vínculo que se desconecta cuando se conecta y viceversa, anuncia una invisibilidad mayor e insuperable, de contornos dramáticos e incluso trágicos.
El texto de Goethe se adelanta a la conocida afirmación de Valéry: “Lo bello es la imitación servil de lo que hay de indefinible en las cosas.”
El doble modelo de lo indefinible de las cosas: la luz, que nos permite ver, pero que como tal es invisible por inceñible, y el oscuro e inaprehensible fondo de las cosas.
El fotógrafo y el pintor delimitan a la luz, pero allí es objeto en tanto esta limitada por los trazos, el volumen y los aspectos de las cosas; todo encuadrado. Esta es luz segunda, porque si bien delimita, está domeñada, delimitada; la luz primera carece de delimitación y su naturaleza se nos escabulle, la concibamos como la concibamos, onda, corpúsculo o ninguna de estas cosas: la luz de Dante y de tanto místico.
Sueños grises, o luminosos, días esplendentes o turbulentos, la luz está siempre ahí, en un discreto silencio, tan palpable como indefinible. Finalmente, la luz se confunde con el misterio de los orígenes, nunca saldado por un ser que habla o imagina o percibe.
* * *
Sabemos que la mirada fetichista recorta la percepción cuando esta localiza objetos que de una u otra manera tienen un significado aurático.
Es la imagen que quisiera conservarse inmóvil y, sobre todo, única. La multiplicación pone en cuestión todo el montaje.
En su extraordinaria y maliciosa La verdadera vida de Sebastián Knight[4], Vladimir Nabokov muestra la ironía del título: la verdadera vida del biografiado es la vida del biógrafo, pero de un biógrafo que se desconoce profundamente y que solo puede encontrar la verdad – que siempre es verdad para otro – multiplicando las falsedades, duplicando las imágenes a las que suponemos contiguas de lo real.
La frase final del narrador, medio hermano de Sebastián, es de una exactitud desolada:
Soy Sebastián, o Sebastián es yo, o quizá ambos somos alguien que ninguno de los dos conoce.
Todo el texto es un pérfido juego con los espejos y las refracciones. El narrador cita un texto autobiográfico de Sebastián, llamado El bien perdido ,el que es también comentado por otro supuesto biógrafo de Sebastián, un tal Goodman, de quien se burla por su ciega imbecilidad.
En El bien perdido, Sebastián recuerda un lugar llamado Roquebrune; un sitio donde habría vivido su madre; imagina a esta subiendo los escalones; una figura esbelta y borrosa en la bruma de la nostalgia.
Unos meses después, en Londres, traba conocimiento con un primo de su madre. Le habla de su visita a la casa, al lugar donde su madre murió.
“Oh, pero fue en la otra Roquebrune – me dijo – la que está en el Var…”
En el final del libro, se repite el equívoco, pero esta vez le toca al narrador.
Sebastián está por morir, el narrador ( cuyo nombre desconocemos) se apresura a llegar al sanatorio donde está internado su hermano. Llega a un cuarto oscuro, alrededor de la cama hay un biombo, una enfermera le dice que se siente en un diván, y respira aliviado porque escucha una respiración tranquila. “Estaba mejor, se dice, había esperanzas”.
Cuando tras algunos minutos sale e interroga a la enfermera, este le dice enrojeciendo, “El caballero ruso murió ayer, usted ha estado velando a Monsieur Kegan.”
Desde luego: un lugar marcado por la muerte y el deseo es sacro en virtud de una proyección anímica.
Pero esto no es lo esencial.
El recorte fetichista que una imagen-pantalla hace de algo percibido, ese halo aurático que rodea el objeto y lo separa del mundo circundante, es un intento de fusión entre la imagen inexistente y el objeto existente, fusión imposible incluso para el psicótico que alucina, porque para él desaparece la existencia y para nosotros la inexistencia nos lanza tras la pista de una visión que querríamos aferrar convirtiéndola en fábula, aunque los dos regímenes, alimentándose mutuamente, no cesan de diferenciarse.
Estamos, así, entre la visión que invisibiliza lo que visibiliza y la palabra que traduce, hipotetiza, conjetura, supone. En el corazón del misterio hay un hueco y ese hueco es tan transportable como irreductible. El aura intenta fijar lo infijable, o que solo puede fijarse al precio de la asfixia que transforma lo fijable en puro granito.
* * *
Cicerón pensaba que los astrónomos habían descubierto un orden en las estrellas errantes, pero que nada semejante habían mostrado con respecto al mundo onírico.
El psicoanálisis ha descubierto un orden, pero en el relato del sueño, no en el sueño mismo, en el sueño nocturno. La luz del relato es diuturna; la nocturnidad sigue presentando la otra cara de la luna: confusión, prodigio, incluso monstruosidad.
Es precisamente esa sustracción real del sueño nocturno, de sus imágenes y extrañas figuraciones, de la presencia de sus cavas indespejables, la que hace que el sueño tenga lo que Freud llama ombligo: un nudo que comunica con lo desconocido.
Aquí se cumple la disyunción radical, anunciada por Masotta como clave de la represión, entre la palabra y la función escópica.
Notable paradoja: el sueño es una prueba de la existencia del inconsciente; no obstante, el sueño mismo no es inconsciente porque el inconsciente comienza, en todos los sentidos del vocablo, una vez que las visiones nocturnas han comenzado a perderse; el inconsciente anhela retener un mundo disperso, infinito, fragmentado, y lo hace interpretando lo que siempre se escabulle.
Sin duda, no hay continuidad entre el fondo onírico que se pierde al despertar y la obra literaria o plástica que dispone de su arte – mezcla de espontaneidad y de reflexividad que activa un producto cuyo eficacia está suspendida de un no saber extremadamente astuto – tras la búsqueda del consenso de los hombres. En todo caso, el sueño mismo es Das Es, puro Ello¸o más simplemente Eso.
Al mismo tiempo, sabemos que no hay estética sin antropología; quiero decir, si el hombre no despertase como despertaba Proust en el umbral de los tiempos y de las formas y lo hiciese dejando atrás algo tan precioso como inconquistable, no habría obra de arte, no habría espíritu que prolongue la oscuridad de la materia primordial en la tensión singular de la forma presentida, nunca acabada, porque se acaba cuando no culmina y se entrega a la multiplicidad de las interpretaciones.
Por cierto, quien escribe su sueño con voluntad distinta de transcribirlo, goza de los beneficios de su técnica, esa artesanía que sabe más allá de lo que hace, pero solo puede expresarlo haciéndolo, ya sea con el ritmo que es el corte en el flujo, sea con la temporalidad del instante, que escapa de la duración, sea con el apremio por concluir que construye formas de molde estricto, mas cuyo contenido, primero borroso, adquiere luego un aspecto estable que, sin embargo, conserva las huellas de las elaboraciones sucesivas: así, estamos ante un palimpsesto.
Pero, sobre todo, debe enfrentarse a un silencio cuya falta aparente de fronteras amenaza tal y como amenaza al escritor el enigma de la página en blanco; escribir un sueño, ya no transcribirlo, implica tal vez reducir esa página sin fronteras a un punto central del cual puedan brotar espontáneamente dimensiones reflexivas.
A esto es posible llamarlo con un término antiguo pero irreemplazable: belleza.
La belleza no queda reducida al acto final de la escritura, atraviesa toda la progresión que comienza con las imágenes dispersas de la actividad nocturna, se continúa en los juegos adivinatorios, sabios o ingenuos, y se multiplica sin cesar en letras de letras, en imágenes de imágenes. En todos estos niveles estallan los monstruos oníricos, sus visiones locas de pureza y de insensata perduración: es la vida humana.
Juan Ritvo: Imprudencias Breves
[1] Goethe, Johann, Poesía y Verdad ,ediciones Alba, Barcelona, 2010. p. 812.
[2] El ídolo (eidolon) es, según la teosofía, la copia astral de un difunto.
[3] Goethe, J., “Las afinidades electivas”, en Narrativa, Biblioteca de Literatura Universal, Madrid, 2006, p.1118. Le agradezco a Andrés Palavecino el descubrir o redescubrir la valiosa referencia de Goethe.
[4] Nabokov,Vladimir, La verdadera vida de Sebastián Knight, Sur, Buenos Aires, 1959, traducción de Enrique Pezzoni.