Escrito por: Juan Ritvo
El París de Atget es el París de la fatiga, el Paris de los objetos humildes e incluso insignificantes, el París donde la pesantez de las cosas y de los seres, el calmo sopor que se cierne sobre el mundo, se impone con rígida e impecable geometría.
Y para esto posee múltiples recursos: distraerse de lo monumental para fijarse en primeros o primerísimos planos donde la obstinación del fotógrafo al fin puede descansar; multiplicar los vulgares enseres domésticos ofrecidos caóticamente en callejuelas caóticas a los paseantes, desafiando ingenuamente el calificativo de «pintoresco»; poner de relieve cómo las paredes de sostén, torcida la vertical, están remendadas patética e improvisadamente por traviesas de fierro que aquí y allí denuncian que la vida del edificio peligra; alejarse, indiferente, de las grandes fiestas y de los acontecimientos cataclísmicos – Atget, se sabe, prestó poca atención a la inundación de 1907 e ignoró la gran inundación de 1910, registrada fotográficamente hasta el cansancio – para recluirse en calles estrechas, estrechísimas, donde el angular, para respirar, amplía la perspectiva que parece desvanecerse en un más allá, sea iglesia, sea rotonda, sea edificio público, sea monumento esa perspectiva que el sentido común declara muy cercana pero que, no obstante, en esa foto que trasciende la realidad sensible, realidad de tacto y de respiración, de cautela y de reconocimiento, huye con el desvanecimiento de la luz, allá en el fondo, transfigurando la deficiencia del soporte en mancha blanca, mancha de lejanía hacia un tiempo que no es el nuestro, por cierto, pero que se le escapa al fotógrafo en el momento de la captura.
Es así: uno se sumerge en la contemplación de esas instantáneas pacientemente preparadas con las viejas máquinas que décadas atrás se veían todavía en las plazas, ya en ese tiempo inútiles, casi olvidadas, y de inmediato queda atrapado en la incuria que la artesanía lleva imperiosamente ante nuestros atentos ojos, ellos también desafiados por las palabras que nos acuden.
El ojo escribe.
El ojo escribe y la mano busca el nombre exacto, la grafía inexorable.
(Atget, que desaparecía en la instantánea, cedió a la búsqueda del deseo y, a veces, podemos captar su reflejo en el vidrio de un escaparate o en el de las puertas de un negocio de poco porte: sombrero, guardapolvo, trípode y la máquina encima; figura sutil, perdida en un encuadre tan solícito para las cosas como indiferente a las personas. Los defectos técnicos han venido a consagrar su aporte: en la puerta de un cabaret, la figura de un hombre, casi evaporado, denuncia el probable ensueño de Atget: si las placas se conservaban luego de su muerte en instituciones oficiales y en manos de curadores respetuosos del material, su figura discreta e insustancial quedaría como pegada a ellas, al igual que hálito neutro, innominado…)
Y de eso quizá se trate: el contemplador, el que empeñosamente ve, atisba, vuelve a ver una vez más, busca en los distintos medios la diversidad de reproducciones ( en más o en menos, nunca es la nítidez deseada, nunca… ) para situarse en la perspectiva del fotógrafo que opera en suspenso mientras las cosas son salvadas.
¿Se salvan para la memoria?
Sin duda; pero hay en Atget una paradoja que también hallamos en la literatura: un realismo excesivo ya no es realismo porque la realidad no es excesiva, lo real que irrumpe quizá sí; entonces el realismo excesivo termina en lo irreal porque habitualmente trascendemos las cosas, salvo en los casos de fetichismo o de utilidad manifiesta, mas aquí el corte nos detiene hasta provocarnos estupor.
Nos acercamos, por fin, a los términos más precisos: una empresa de salvación de las cosas, que incluye esos humildes decenas de escobas y escobillones captados con el cuidado escrupuloso que no es habitual para estos objetos, encimados sobre paredes ruinosas en las cuales se superponen pedazos de carteles que anuncian festejos, ventas, advertencias a la población, espectáculos, ¿ qué se salva? ¿Se trata del riguroso archivo en el cual Atget pensaba apropiarse de todo Paris, aunque, en algún punto, quizá supiera, a medias, que todo esto constituia, por el contrario, una empresa de desapropiación?
La materia adquiere relieve gracias a que la luz sin cosméticos muestra los desniveles, las desigualdades de las piedras de las calles o callejas o que la pared se aleja de la vertical rígida peligrosamente…
Las personas son sombras u ocasionales paseantes sorprendidos, por completo ajenos al lugar que interesa al fotógrafo – a veces, sirven de medida, como ese chico que junto con dos sillas dejadas al azar, permite medir la dimensión y la altura de restos de lo que fue, en su momento, el Palacio de las Tullerías – los paisajistas y organizadores públicos ignoran esos restos y los marginan, ocultando que hubo una construcción devorada por el odio y el fuego…
En una foto de los jardines del Luxemburgo, el árbol pelado por el invierno, su corteza desigual y una pequeña fuente cercana, son los protagonistas absolutos de la placa.
Es como si tanto lo muerto como lo vivo se equipararan. La bolsa del trapero y la invasión de los objetos. Mas son ruinas sin ruindad ni ruido. Y sin embargo no podríamos decir que se trata de un decorado colgado sobre el vacío: la materialidad se impone y subsiste más allá de la significación que nos guste otorgarle a las cosas.
Hay algo que se resiste y que los nostálgicos de la ciudad antigua no pueden significar – y menos significan a medida que el empeño es mayor.
A diferencia de Marville y sus encuadres clásicos, panorámicos, equilibrados porque se trata, en su caso, del testimonio de la renovación salutífera de una ciudad, de la limpieza y del ordenamiento que debe denunciar, antes que nada, los lugares malsanos y confrontarlos con aquellos que amplían el espacio y la alegría de vivir; a diferencia de él, digo, Atget, cuando puede seguir su instinto y no estar sometido a sus comitentes, construye una topografía de la precisión envolvente, inmediata, inesquivable.
* * *
Lo que ha perecido ya ha perecido en la instantánea que lo inmoviliza: el arte de Atget, pese a él mismo, es sobre todo un arte del recorte que nulifica el entorno.
El ojo del fotógrafo ha quedado siderado por detalles que no son apreciados según el grado de belleza o de fealdad; están ahí: llaman y el fotógrafo responde con un acto analógico en el cual el juego de la luz, del encuadre, el juego de la impresión y su química especial, se transfigura en materia figurada que conserva de las cosas el relieve de la profundidad y del cansancio.
ATGET: EL OJO DE LA CÁMARA
Fuera de mi falsa persona, remito mi felicidad a los objetos, (…)
No se puede salir del árbol con los medios del árbol.
Francis Ponge
Los primeros críticos de la fotografía y de su carácter en apariencia servil, decían que el ojo del fotógrafo se entregaba por completo al azar del ojo de la cámara: lo mecánico ganaba terreno a lo vital. El ojo de la cámara nos sorprendía entregándonos esa irrealidad, la detención del movimiento, detención que el pintor puede ignorar, se proclame o no realista, porque él no depende de otra técnica que no sea la del pincel.
Y si provoca al narrador, lo hace límpidamente, desafiándolo a que narre.
La cámara, con esa novedad que solo con el revelado y la luz del sol se manifiesta, esa manifestación que un film famoso – Blow-Up – alegorizó con la reducción que progresa de plano en plano hasta entregarnos finalmente un mundo salvaje, insólito, ambigüo, esa cámara, digo, al fijar la imagen, nos señala algo que si nos ponemos de parte de las cosas (operación irrealizable, aunque si la intentamos, advertimos de repente un cambio en nuestra percepción del mundo) nos hace chocar con lo indigerible e inagotable en su simpleza. Lo absoluto es simple y lo simple es lo ignorado.
(La cámara, su operador, no necesariamente están del lado de las cosas, no necesariamente tienden allí, con ese esfuerzo paciente y no obstante condenado al fracaso…
Atget sí y de un modo espontáneo, desarmante – al menos eso es lo que creemos…)
Atget se levantaba muy temprano, tomaba su cámara, su trípode, y con ellos al hombro recorría Paris antes de que despierte, observando con suma atención no los grandes y emblemáticos monumentos – la cúpula de Les Invalides, la torre Eiffel, el vasto espacio de la Place de la Concorde – sino lugares recoletos, o condenados a la demolición o a esa otra forma de desdén que consiste en ignorarlos, lugares que sin gente nos devuelven un mundo sin mundo.
¿Qué es un mundo sin gente, un mundo que el detallismo de la fotografía llamada realista disgrega en cosas y seres atomizados?
Atget se detiene, por ejemplo, al borde del Sena, del lado izquierdo; hay allí un muelle, el de Montebello, una barcaza amarrada y enfrente, en visión lateral, la imponencia de Notre-Dame.
Monta el aparato y la imagen que surge cuando efectúa el disparo y el obturador focal, como un modesto dios mecánico, abre y cierra la exposición a la luz, nos brinda un primer plano de la barcaza, pesado, nítido en su volumen que se nos impone, y al fondo, casi traslúcido aunque ingrávido por la luz disolvente, que fragiliza, entumece, fantasmatiza a los objetos con el aura propia de esas primitivas cámaras, esa maldición que nos encoge el corazón cuando retrocedemos tanto en el tiempo, al fondo, entonces, el perfil canónico de la fachada que da al río: la dos torres, la aguja de la cúpula, tan esbeltamente gótica, el tejado inclinado, los arbotantes exteriores que sostienen con su arco la masa del edificio.
La barcaza contrasta notablemente: no se la ve entera, se la ve en escorzo; se ve un trozo de materia desgastada por el uso y también por la incuria. Un rollo de soga, la puerta trampa que da al interior de la barcaza, una escalera que asoma por su boca, un mástil que se superpone, en la visión, a la lejanía de la iglesia, varillas de madera, una escalera rota y otros objetos dejados allí en desorden; el negro, el gris, un blanco sucio, todo contribuye a materializar duramente un objeto que en la vida cotidiana dejaríamos de lado.
* * *
Berenice Abbott fotografió dos veces a Atget, una en el año de su muerte, en 1927.
En la que se lo ve de frente, parece un hombre pobre, agobiado; en la otra, de perfil,
toma ya un aspecto de mendigo.
Alfred Stieglitz, que pertenecía a otra formación, a otro mundo, tituló La ciudad de la ambición a una de sus más famosas fotos, que muestra la alta edificación, la actividad portuaria, el humo de las chimeneas de New York.
Anticipaba el inolvidable cine negro de la década del cuarenta; de otro lado, algunas de sus tempranas composiciones de París y también de New York, creaban un mundo volátil que preludiaba las fotos de sus últimos años, dedicadas a captar cualidades atmosféricas y nubes.
Por los mismos años, Edward Steichen, quien participó en la obra colectiva Camera Work de Stieglitz, apasionado por la experimentación con el color ( trabajó sus materiales con emulsiones pancromáticas) hizo, a comienzos del siglo XX, por lo menos tres versiones fotográficas de The Flattiron.
La variación del color negroverdoso le otorga a la escena un clima de espectralidad, de irradiación pictórica, como si se tratase de un oscuro y diluido modo de disgregación: en primer plano, un plano nocturno e invernal, las ramas nítidas, secas, trazos negros en la semitiniebla de árboles frágiles o fragilizados; luego, en dirección al edificio que erige su delgada plancha de fierro, la visión trasera de cocheros encolumnados con sus sombreros de copa, el más cercano – negro sobre negro, negro el traje, negro el sombrero – atrae nuestra mirada por su ubicación, que parece situarnos ante una puerta desconocida ante la cual titubeamos ya que la igualamos a una puerta onírica; de repente, la sombra invade el cuadro y nos rendimos ante el fuego fatuo.
A pesar de ser contemporáneos, nada de esto le pertenece a Atget.
A Atget le pertenecen el oscuro fondo de un aserradero ubicado en los límites de París, las bolsas de retazos de los traperos, el adoquinado de la calle, que nunca deja de brillar y de mostrar su desgaste y su desnivelada e incómoda presencia, las calles sin salida, los negocios de reparación de muebles apretados hasta reventar en las esquinas de cuadras inverosímiles por su incesante zig-zag; esos patios no identificados donde se acumulan los desperdicios, una rue Berton que semeja un laberinto, cuyas paredes, muy agrietadas, anticipan su inminente demolición; un patio en el cual la presencia de muchas ruedas de carros, apiladas a los costados, se apodera de la perspectiva; una boutique de brocante, que ofrece sus bronces, curiosidades, medallas, mercadería de petit marché, apilada en la calle, al azar, que contrasta tan nítidamente con una tienda cuyo frontis anuncia, muy formalmente, con letra esbelta, y flanqueado por dos figuras angélicas, Antiquites, en el Faubourg Saint-Honoré, como para que los visitantes abran, con discreción, las hermosas puertas vidriadas; en fin, esa foto ya mencionada y a la que siempre retorno, de los jardines del Luxemburgo captados por Atget – al fondo se ve el palacio, como si su presentación fuera prescindible – y lo hace fijándose casi exclusivamente en un árbol invernal del cual podemos observar los meandros de su corteza – un poco más lejos, como sorprendido, alguien que lee un periódico, sentado en un banco, repara en el fotógrafo silencioso.
Epílogo
Aquí no hay polifonía,
tampoco se escuchan sonidos
que alcanzan, complejos e intrincados,
su punto crítico,
como si les alcanzara la sombra del rumor
de millones de años,
de eras sin fin,
las inciertas columas de lo ancestral
anteriores a los balbuceos míticos.
No,
aquí
descansan las cosas
de su vértigo,
aunque nada nos garantice
que la rotación del planeta,
sus feroces accidentes,
el abismo de las razas y de las clases,
deje en paz
nuestro cuerpo,
abrumado.
¿Vamos perdiendo?
Sí, vamos perdiendo.
La aguja de Notre-Dame
ardió muchos años más tarde y
junto con ella, todo el maderamen;
la piedra, ennegrecida, agrietada
todavía está allí – el atrio
está vacío.
El planeta conserva, empero,
su núcleo ardiente mientras
el agua trepa década a década,
año tras año.
¿Bajará, por fin, el Deus ex machina
y nos enseñará, nuevo Leonardo,
a construir las alas del
hombre-pájaro, alas agitadas por el viento
del Paraíso, alas que trepan a los techos, a las cornisas,
que suben a los montes y caen en picada
para de nuevo remontar hasta perderse
en las límpidas alturas junto a los cetáceos celestes de Meryon?
El hombre-pájaro flota sobre los campos,
sobre las ciudades, pequeñas y grandes,
sobre los pinares doblegados por la nieve
sobre la tierra agostada por la sequía;
llega hasta lo alto de las bóvedas góticas
que resisten, silenciosamente resisten,
mejor que nosotros, la fatiga irreversible,
la estulticia de los sacerdotes,
el veneno de los que arden por el poder,
el rencor de los expulsados.
Atget llama, quizá inútilmente, a las maderas,
y a las sogas y a la tierra y a las piedras de la calle
que pueblan sus fotos; nunca más hermosas
que cuando los curadores alcanzan a reproducir
ese signo de lejanía próxima que causan
tanto la luz excesiva, indomeñada,
como el cálido color sepia, también signo, pero
de distancia, ante el cual, en silencio,
inclinamos la cabeza.
(Son, sin duda, tristes cabildeos y cavilaciones de un melodrama arrasador…)