El tiempo de Pirozzi está en curso, es una travesía en el presente, velocidad de la mirada, cazador en el paisaje infinito de la pintura, cazador de lo fugaz, de lo que fluye por lo cotidiano: en la naturaleza de sus cuadros el pasado viene en atisbos: una tela trae a «Guardi», otra a «Tintoretto», otra hace resonar a «Policerni».
Pirozzi emociona, así, sin razones. Es la emoción misma de la visión, más allá de cualquier representación, es el movimiento dramático y cómico, inseparables, por la vía del color y de la pincelada: acidez del acrílico llevada a dimensiones soberanas. ¿Cómo hablar de un pintor que no pide nuestra aprobación? Que sigue. Que pinta. Que es un sistema nervioso aplicado a la combinación. Pirozzi tiene las cosas al alcance de su mano, y en lugar de resolverlas las pinta: es un milagro en esta época de imágenes, de verborrea sobre el estilo: ‘¡Oh ratas! Es una necedad eso del estilo. Sale como sale’ (Joyce). Pirozzi pinta el mundo para que vuelva a la pintura. Lo pinta para la pintura: en sus cuadros hay vida cotidiana, está el ruido del mundo, no hay explicaciones.
La impostura poética o el intento de comparación, que es la vulgaridad de las vulgaridades, están desbaratados por esta velocidad de ‘sensaciones colorantes’: acá no hay mito, acá se desalienta el filosofismo y el psicoanálisis, estas telas se ríen de los que reemplazan la obra por el comentario. El que no entra por la emoción se queda afuera, acá no hay cosas servidas para los que reflexionan sobre la representación.
Para Pirozzi nunca más justa la palabra del fabulista: ‘Es apenas una tela y uno cree que son cuerpos’. Pirozzi pinta la sensación: y da otro paso, y atrapa la emoción que la acompaña, todo a la vez, en el vértigo del tiempo, en la locura del cuadro, y estrictamente presente. Pinta las fracciones de segundo, la luz, los rumores del tiempo. Se sostiene hasta el final, y recién ahí, sabe si lo rompe o se salva. Pirozzi es inimitable: va a impregnar el mundo de los pocos que queden pintando. La época quiere artistas y desesperados o artistas desesperados y sumisos, necesita pathos, los necesita para entretenerse, tanto se aburre, no quiere pintores. Y Pirozzi pinta, y lo que nadie ve, y lo revela. Pinta en ‘estado de revelación’.
Pirozzi no es espontáneo: es la acción de pintar un poco más allá de lo razonable, y ahí, él saca lo que no vemos. Los árboles de uno de sus cuadros «Sin título», tienen ese verde que ‘nadie’ pinta: un árbol es una corriente que lleva al fondo de un paisaje, cercado por la serenidad del atardecer. Pirozzi no pinta un árbol, pinta un cuadro, pone todo ‘ahí’, y la levedad viene después, la poesía aparece sola: es el color. Pirozzi acompaña el motivo hasta que lo hace intensamente subjetivo, lo acosa, pinta todos los simulacros contemporáneos, pero también los rincones de belleza: no pinta paraísos perdidos, pinta los contrastes del mundo. O en «Acacias», con fondo de historia de la pintura, el amarillo hilvana la trama, envuelve ‘la intimidad del paisaje’.
Pirozzi, en Villa Ortúzar, tiene una línea directa con el Renacimiento: pinta solo, no tiene guía, termina su ‘fresco’ y lo descubre frente a los pocos que van a admirar algún rojo, un bermellón, algún verde, no somos notables de Florencia o de Venecia, pero igual asistimos a una pequeña ceremonia, en este siglo. Un cuadro de Pirozzi es una sensación espontánea que se le propone al cuerpo, a la vibración nerviosa, es la risa del universo. No predica, no sostiene una moral, pinta el mundo y la pintura. Pirozzi no se embrolla con la tradición, la usa, la pone en círculos ascendentes, la filtra en distorsiones colorantes, en explosiones de gracia: no hay fusiones, no hay alegorías o simbolismos, los colores insisten, no se pueden evitar, la gracia del instante a secas. En tiempos de ilustración, o sea de falsificación, un pintor que no se deja fijar es una rareza; el puritanismo crítico se descontrola, las teorías encallan, la vena poética no sabe cómo reaccionar, todos se ofenden cuando un pintor no se deja matar en las distintas variantes que la policía del arte ofrece, cuando elude la vigilancia, cuando combina velocidad e intuición, cuando no se deja confiscar el tiempo, o se niega a pintar falsos cuadros.
En el mundo poblado de artistas, Pirozzi pinta. Es una respuesta individual absolutamente precisa, de la propia mano, es la acentuación de lo inconcluso que finalmente atrapa un fragmento de belleza. A la manera de una ‘Comedia’, cada pincelada tiene su perspectiva.
Escrito por: Hugo Savino
Publicado por primera vez en Revista Artinf 106/107 año 2000 nº 24.