EL LAGO AZUL *

 

Escrito por: Gusen Mör

La moral ¿humana? no es más que un gran compromiso
Marguerite Yourcenar

A finales del siglo XIX se declaró fuego a bordo de un barco —entonces veleros y de madera— con destino a San Francisco, en el que viajan dos púberes primos (hermanos hubiera sido excesivo): Richard de doce años y Emmeline de diez que hasta que crezcan son otros actores).

El barco naufraga y los niños llegan en un bote con el cocinero y algunos enseres rescatados del hundimiento —un baúl con ropas y fotos, un tonel de licor y algunos otros varios (catalejo, sierra), cinematográficamente necesarios, para permitirles iniciarse en los secretos de la supervivencia estilo Robinson Crusoe, pero sin tener que partir de cero, haciendo una película interminable y pudiendo, además, referenciar (simbólicamente) sus descubrimientos a las fotos de boda familiar (tal vez de los padres de alguno de ellos que, repito, ¡Dios nos libre!, no son hermanos)—, a un atolón de islas del Pacífico Sur que, por la fauna con que nos deleita y deleita a los niños el argumento, bien podrían ser las Galápagos (que no sé si son un atolón), pero que entendemos, suponerlo sería ponernos a la altura del film que ya es, en sí, un batiburrillo de absurdidades sin tales extremos.

Los niños, en su inocencia de entonces, porque hoy con diez y doce años, a ver…, corren desnudos por la playa para horror del cocinero que, antes de morir borracho los instruye, tanto en lo que él entiende por comportamientos sociales, como en los secretos de la cocina, la construcción, la practicidad en general y los peligros del otro lado de la isla donde habitan autóctonos que muestran poco edificantes costumbres, como los sacrificios humanos.

No se entiende bien a qué viene la necesidad del autor de incluir tales, aunque borrosos, paganos seres en la idílica película que nos propone, pero así son los guionistas con la realidad de la vida (sin malos, el argumento flaquea).

Los niños crecen y es aquí donde ya aparecen como adolescentes Brooke Shields (Emmeline) en pareo y Christopher Atkins (Richard) en tanga que le marca la evidencia del futuro de esos niños náufragos, ahora ya creciditos, habitando una casa digna de Tarzán y familia. Pero seamos pacientes, que si en aquellas películas, Tarzanito aparecía por obra y gracia del Espíritu Santo, en ésta, todo sea dicho, no.

Cabe aquí hacer referencia a algunos carteles que aparecen en internet con que se promocionó en su momento la película y que, a mi entender, remiten a, lo dicho, Tarzán o a vacaciones en el Caribe. La publicidad es “otra” que debería rendir cuentas.

Las previsibles situaciones se suceden en este clima (en todo sentido, porque el calor ayuda), hasta que la verdad del crecimiento se impone con sangre. A ella, para sorpresa de ambos, le llega la regla y con ella (la regla) la certeza, también para ambos, de las diferencias más allá de lo evidente.

Abrumados por tanta novedad y aunque con inevitables desencuentros, tampoco se cortan mucho que digamos y, como ya sabemos que en esto del deseo, una cosa lleva a la otra, casi sin enterarse que tales haceres, sin las debidas precauciones, tienden a la reproducción, va a nacer un niño y que, los inevitables malestares maternos, ahondan la incomprensión del futuro padre ya acostumbrada a la higiene sexual que con tales usos, pronto se aprenden, obligándolo a hacer uso de la intimidad que las rocas más o menos alejadas le ofrecen. Bah, que, casi como en sociedad, mostrarse con las tan naturales miserias que le provocan sus hormonas en ebullición, no le parece de recibo al muchacho. 

La panza crece, el vástago nace rozagante —“La naturaleza es sabia” y los guionistas, porque a ver cómo sigue la película si el niño viene con complicaciones— y, salvo en lo referente a las dudas sobre la alimentación del bebe, todo es felicidad, a tal punto que, cuando aparece en el horizonte un posible barco rescatador, de manera un poco inconsciente —que no solo en sociedad, éste hace de las suyas— se sabotean la ansiada vuelta a casa… que hasta la pira tenían preparada, y no para asar pescado.

Ya sobre el final, ella y el niño, haciendo el parvo en el bote, pierden los remos y a él casi lo devora un tiburón cuando trata de recuperarlos nadando. Consigue milagrosamente subirse indemne al bote, pero claro, sin remos el destino parece irremediable y para colmo el niño se come algunas bayas que “por casualidad” había a bordo y que el cocinero, “evidente conocedor de la flora de las islas”, los había alertado de que su ingestión produce un sueño que puede provocar la muerte, deciden repartirse las restantes hacia un resignado sueño eterno en familia.

Un barco fletado por algún padre, buscador incansable, los rescata del sueño y el sol abrasador y, colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Más allá de considerar que es una película escasamente recomendable para espíritus que se han entusiasmado con otras de estas crónicas, sí, nos ha despertado ciertas curiosidades:

¿Se habrá sentido Brooke Shields en un “lago de miel” después de haber hecho dos años antes (con trece) Pretty Baby a las órdenes de Louis Malle? de la que ya hablaremos.

¿Puede ser que una, aunque joven e inexperta, mujer que ha llegado hasta el hijo y con pechos turgentes de maternidad (que, aunque ajenos para la filmación, resultan irremediables para una recién parida dentro de la normalidad que la película respira) tenga dudas de como alimentar a un recién nacido?

¿Cómo los habrá recibido la civilización con tantas manifiestas trasgresiones a las buenas costumbres de entonces?

Finalmente pedir disculpas por traer semejante producto cinematográfico a esta recopilación, pero no deja de ser un principio tentador del que dejar constancia. Estreno de ambas partes con concepción incluida, resulta sin duda, original en estos días que corren, donde tanto desconocimiento a esas edades y quedar aislados en una isla salvaje y sin GPS, parece difícil. 

Galicia, mayo de 2020

*Película de Randal Kleiser (1980) con Brooke Shields y Christopher Atkins.

Cine: Otros Autores