Utilizando el caso de Louis Wolfson hemos venido comentando el destrozo producido por el murmullo que retorna desde afuera ante el fracaso de un mecanismo simbólico que transforme la letra-astilla en algo liviano para el cuerpo. Cuando este aparato de significación funciona introduce al neurótico en el sueño de la realidad y de la representación donde adquiere su estatuto de sujeto. Ha producido el velo que le distancia del goce mortífero de la cosa en sí –llámese madre, lengua, sustancia o naturaleza– y se sirve de él para incluirse y diferenciarse dentro del colectivo social. Hablamos entonces de éxito, en comparación con el fracaso de Wolfson, pero corremos el riesgo de simplificar en exceso puesto que el éxito no puede ser sino relativo. Pensando mejor en modalidades de fracaso, lo que nos interesa es la respuesta al fracaso. Por eso Joyce nos fascina, porque consigue tratar la herida de la letra en el cuerpo sin apelar al mecanismo de la significación, donde él percibe una falla desde la tierna infancia, falla que lo aleja de la colectividad. Veíamos en la entrega anterior la euforia que le produce ese hallazgo; terminaremos hoy esta serie con las citas donde se aprecia el tamaño de la rasgadura que lo afecta. No tomamos para ello detalles de su vida, que lo ilustrarían sobradamente, sino de su arte por considerarlo, como él, su auténtica vida.
La primera de ellas nos introduce en el umbral del fenómeno de la imposición de la palabra, ese vértice que se abre con tanta frecuencia al acantilado donde se despeña el psicótico, incapaz de encontrar un camino de vuelta. Como vemos, Joyce lo encuentra operando con el material roto de la lengua, intentando hacer tejido con esos hilos sueltos, sin disponer del anudamiento del sentido:
«En la clase, en la acallada biblioteca, en compañía de otros estudiantes, de repente oía un mandato de marcharse, de estar solo, una voz que agitaba el tímpano de su oído, una llama que saltaba a divina vida en el cerebro. Obedecía el mandato y erraba de un lado a otro por las calles, solo, con el fervor de su esperanza sostenido por exclamaciones, hasta que se sentía seguro de que era inútil seguir errando; y entonces volvía a casa con paso decidido, inflexible, reuniendo juntas palabras y frases sin significado, con decidida seriedad inflexible.» ¹
Se aferra a un hacer pacificador que transforma la amenaza del Otro en orgullo personal por su diferencia, un orgullo que extrae directamente de ese hacer con el material en bruto de la lengua. Y así, acometida tras acometida, hasta llegar a la crisis de la adolescencia donde iba a caer una suerte de falsa nominación que hasta entonces le mantenía: llegar a ser lo que su madre esperaba de él, tomar los hábitos del sacerdocio. Los primeros encuentros sexuales pulverizaron dicha nominación colocándole nuevamente ante el precipicio. De su terrible crudeza dan cuenta los dos fragmentos siguientes.
“Sentía una presencia oscura que venía hacia él entre las sombras, una presencia sutil y susurrante como una riada que le iba anegando completamente. Era un murmullo que le cerraba los oídos: tal el murmullo de una multitud dormida. Ondas sutiles penetraban todo su ser. Las manos se le crispaban convulsivamente y apretaba los dientes como si sufriera la agonía de aquella penetración.” ²
“Las letras del nombre de Dublín las tenía grabadas en su cerebro, y allí se entrechocaban furiosamente de un lado a otro con una insistencia ruda y monótona. Su alma se estaba tumefactando y cuajándose en una masa sangrienta que se iba hundiendo llena de oscuro terror en un crepúsculo amenazador y sombrío; y, mientras tanto, aquel cuerpo suyo, laxo y deshonrado, buscaba con ojos torpes, huérfano, humano y conturbado, un dios bovino en quien poder fijar la mirada.” ³
Si en el primer fragmento veíamos cómo el niño Stephen encontraba exitosamente el camino de vuelta a casa, leemos ahora cómo el adolescente no disponía ya de esa idea de hogar. La explosión se había producido y exigía un nuevo hallazgo, un nuevo sostén. Lo que nos admira de Joyce es la fidelidad a su hacer diferenciado con la lengua, un pilar inquebrantable que le permitirá sustituir los valores tradicionales, –tan inútiles para él (familia, patria, religión)–, por creaciones propias, –¡su estricto reverso!–, sostenidas todas por la escritura. Si puede hacer algo con los rotos es gracias a no atribuírselos a la acción maligna del Otro. No. Son suyos y operará con ellos. La letra le penetra y le taladra a él. Megalomanía inevitable, si se quiere… Y de uso relativo, si se quiere, pues se verá siempre obligado a dar una vuelta de tuerca, un verdadero salto artístico para poder seguir trabajando con ello.
Pero vayamos al momento álgido donde el conflicto estalla, tal como refleja a la perfección el último fragmento: D-u-b-l-i-n. Las letras entrechocándose furiosamente en su cerebro. Su lugar en el mundo no es un lugar en el mundo. Ese centro del universo sobre el que descansa el signo de interrogación que es Joyce, tal como exigió que se le retratara tras la muerte de su padre, dejaba de ser el centro de su universo, dejaba de ser una ubicación válida. Si significara, sería “parálisis de Irlanda”. Pero ahora no significa ni eso. D-u-b-l-i-n. Ser signo, ser letra escrita en un mapa, no parece gran cosa si no hay puntos de referencia universales, coordenadas, brújula, la rosa de los vientos, un nombre. Y no lo hay. La letra estalla. Stephen busca desesperadamente verse en el ojo del buey. Que sea a través de la figura del sacrificio, eso sería tener un cuerpo a sacrificar: ¡al menos un cuerpo! Pero no lo hay. Son trozos como partes de un sacrificio que no tuvo lugar. Son partes que el ojo del buey no puede unir pues su reflejo es vacío, débil, vidrio inútil. Mirada descoyuntada, es eso, pero no muerta, no, mirada demasiado cargada de vida, de aquello que Deleuze llegó a llamar vida o madre o naturaleza… Spinoza decía “Deus sive Natura”. Nombres, dirá Stephen. Pero no son nombres en busca de contenido que el eco hamletiano sugiere. Son letras separadas en busca de la totalidad de las configuraciones posible. ¿Qué hace Joyce con ellas? No hay brújula: non serviam: hagamos de todo una brújula. All in all. Principio rector. Ya está. La gota de rocío es el cosmos que nos mira. Todo está en todo. Mostrar el trabajo entrechocado de cada letra es escribir el libro que contiene todos los libros. Todos. La Biblioteca de Alejandría contiene retroactivamente su libro de epifanías. Está escrito. Está hecho. ¿Mística? O cualquier otra cosa donde el cuerpo esté afectado…, si se quiere, pero no nos olvidemos nunca de lo mejor: dos de cada tres palabras que salieron de su pluma son guarras. ¿No? Bueno, una de cada tres.
¹ JOYCE, J.: Stephen, el Héroe, Lumen, Barcelona, 1978, pp. 23-4.
² JOYCE, J: Retrato del artista adolescente, Alianza, Madrid, 1989, p. 110.
³ Idem, p. 124.
Escrito por: Zacarías Marco
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