Escrito por: Zacarías Marco
Primavera de 1966. Acaba de publicarse Las palabras y las cosas, el nuevo y esperado libro del autor de Historia de la locura, Michel Foucault, destinado a convertirse en un hito del pensamiento contemporáneo. Lacan alienta desde su Seminario su lectura y, siempre ávido de interlocutores de altura, no deja escapar la oportunidad para invitarle a un intercambio. No sólo se dispone a rendirle honores, quiere debatir con él sobre el impresionante capítulo inaugural del libro, donde se analiza el cuadro de Las meninas.
El encuentro no puede ser más prometedor. A ambos les obsesiona el análisis de los límites de la representación en la pintura y han trabajado los problemas de la visión y de la perspectiva, los del cuadro y el espectador, si bien es cierto que desde mundos divergentes. Además, Lacan espera introducir algo que considera crucial, que trasciende el ámbito simbólico y que considera por completo elidido en el análisis del filósofo, la escisión entre el campo de la visión y el de la mirada. Una novedosa conceptualización que entiende la mirada como objeto pulsional –objeto a, en la terminología lacaniana–, que lee un encuentro particular, un encuentro desconcertante para el espectador donde se descubre él mismo como siendo mirado.
¡Qué extraña formulación cuando se la escucha por primera vez! ¡Y qué ataque a nuestro narcisismo! Pero si bajamos nuestras armas no es tan complicado de entender. Si una imagen nos llama la atención es porque desde un lugar desconocido hay algo en ella que nos mira. Por eso entramos en una relación de fascinación, donde la pulsión escópica juega su propia partida. Y aquí habría que diferenciar las vivencias según la estructura del sujeto. Resulta más o menos evidente en el voyeur o en el exhibicionista. El primero, recortando del campo de lo visible lo imposible a ver, creyendo firmemente en la captura privada de su secreto. El segundo, provocando la emergencia de la mirada no inocente del incauto, en el encuentro forzado con lo imposible a ver. En ambos casos se trafica con un objeto que excede lo visible. Pero lo más habitual es que no se vaya a su encuentro y se viva de forma pasiva. Se abren entonces dos posibilidades. No es lo mismo que el sujeto disponga de un velo protector, que viene a filtrar ese encuentro, que cuando el objeto impacta directamente en él, como sucede en ciertos fenómenos de psicosis, percibiendo comunicaciones directas de los objetos, lo que llamamos alucinaciones. Cuando el velo funciona, como ocurre en la neurosis, la fantasía que nos orientan en la vida nos protege de ese encuentro en bruto con los objetos de la pulsión, en este caso, el de la mirada. Pero esta protección, que explica bien nuestro reparo a pensar siquiera en tal encuentro, no quiere decir que, a su manera, no se produzca. Pensemos en lo que ocurre cuando contemplamos un cuadro queriendo captar el misterio de lo que nos da a ver. Sin darnos cuenta, nos hemos puesto en las manos del pintor. El cuadro se revela entonces, visto desde nuestra pantalla, como el lugar donde lo deseado, y por ello mismo imposible de ver en el campo de las apariencias, vendría a hacer veladamente su aparición.
Pese a lo desestabilizador de esta propuesta, de un objeto mirada que rompe el marco de la aprehensión simbólica, Lacan sueña encontrar un eco en el filósofo y va a desplegar, delante de él, sus artes oratorias. ¿Conseguirá que el esperado diálogo se produzca?
Foucault analizaba en su libro el cuadro de Las meninas para explicar la episteme del mundo clásico, el sistema de pensamiento dominante en los siglos XVII y XVIII, que había reducido el lenguaje a un papel representativo, a una función operativa que cortaba el vínculo de analogía que hasta el Renacimiento unía a las palabras y las cosas. Atrás quedaba la relación de concordancia por la que la palabra era también cosa del mundo, parte integral de una comunión de esencias que expresaba la dependencia de ambas a un orden superior. En el nuevo paradigma el lenguaje se sustrae, el verbo deja de ser Verbo y se hace transparente, vehículo de mera representación que designa las cosas y sus relaciones intrínsecas con el fin de ordenarlas y categorizarlas. Siguiendo este tipo de análisis se elaboran los catálogos, se configuran las tablas. Que este cambio permitiera el surgimiento de la ciencia moderna es aquí lo de menos, lo importante es que en adelante el sentido estará determinado por las relaciones entre las cosas. Pero para que este orden del mundo adquiera la asepsia de un objeto de estudio, la mirada del observador debía quedar al margen. Esta exclusión del sujeto será la garantía del conocimiento en la época clásica: un ojo que ve y clasifica, a condición de no verse.
De ahí la sorprendente elección del cuadro de Velázquez, pues contiene cuadro y pintor dentro del cuadro, y que Foucault va a resolver hábilmente, interpretando que más que una pintura de personajes lo que se representa es la representación misma. Con esta magnífica fórmula sintetiza todo el conjunto de tramas que se despliegan al infinito en este cuadro, y añade, a continuación, la curiosa característica que a todas afecta, su inestabilidad formal. En efecto, todo gira en torno a funciones de la representación donde lo que no puede representarse es, precisamente, el sujeto como ojo que ve. El cuadro de Las meninas lo refleja mediante una triple imposibilidad: la del pintor, que es retratado como un personaje más, pero no en el acto de pintar, dado que el lienzo lo ocultaría; la del modelo supuesto, la pareja real, que sólo aparece en tanto reflejo en el espejo del fondo, un reflejo que nadie dentro del cuadro contempla; y la del espectador, que podríamos aceptar como pintado en la figura que abre, a la derecha, el plano de fuga de la puerta, pero que no somos ni podríamos ser nosotros mismos. En resumen, mediante la triple ausencia del acto de pintar, del modelo real y del espectador, Velázquez nos presentaría el drama de la necesaria ausencia del sujeto para que la representación tenga lugar. Este es el límite de lo posible en la época clásica.
Sin discutir el plano simbólico en el que Foucault se mueve, Lacan advierte una serie de indicios que reintroducen el problema del sujeto y de aquello que lo divide, el deseo y la pulsión. En realidad, se trata de una nueva lectura de la señalada inestabilidad en la representación, tan acertadamente detectada por Foucault, pero donde Lacan va a leer la puesta en escena de los elementos clave de la constitución del sujeto. Será su manera de dejarse enseñar por el cuadro. Para ello, va a desmontar primero la supuesta asepsia de la perspectiva, pues los pintores ya contaban con la existencia de un segundo ojo, la posición ideal de contemplación del cuadro, un plano paralelo y anterior a éste, que es la ventana desde donde el espectador ve el cuadro. Esta duplicidad de planos, ventana y cuadro, nos muestra no sólo la necesaria inserción del sujeto desde el momento mismo en el que se introduce en la pintura las leyes ópticas de la perspectiva, sino también su división, a través de la irreductible distancia entre lo que se da a ver y el lugar desde donde lo miramos.
Partimos, entonces, de la escisión entre la visión y la mirada, que, a su vez, refleja la nuestra como sujetos, enfrentados a lo desconocido de la pulsión, que pugna por soltar su carta. Se trata de romper ese espejismo de unidad, de accesibilidad al estudio objetivo, de una comunicabilidad directa con el espectador, como refleja este aforismo de Lacan, haciéndole decir al Velázquez retratado, Tú no me ves desde donde yo te miro. En efecto, no hay encuentro de miradas porque al recibir la suya hemos quedados transformados en objeto, un hecho irreversible que ha dejado en puro juego de artificio las leyes de la óptica. Y en adelante no serán éstas las que cuenten para nosotros sino las de la mirada, donde el cuadro funcionará como una trampa para el espectador. Por eso, cuando miramos un cuadro somos mirados, devenimos cuadro en manos del pintor.
Veamos cómo nuestra participación nos engaña sobre nuestra participación. Es un acto de humildad reconocerla. ¿Qué nos sucede? ¿Qué le sucede a todo espectador? Desde el momento en que algo atrae su atención sufre una curiosa captación: ahora el cuadro le mira, le ha transformado en objeto de una mirada. Una vez que su deseo de ver se ha movilizado, la lectura se hace desde la ventana fantasmática del sujeto, que es aquella con la que filtra y traduce a su lengua la realidad. Por eso la escisión es inevitable. Otra cosa es lo que se haga a partir de ahí. Porque lo deseable, para no responder sólo desde lo propio, es que pueda seguir el camino recorrido por el artista, que es un camino de cesión de lo suyo, por haber sabido desprenderse de su propia ventana para dejarnos el cuadro, y sólo él; y responderle entonces, cesión por cesión, el espectador con la suya, con la travesía de su propio fantasma, encontrando en esa niebla el tormento que ha de reconocer como propio, para que pueda desvanecerse después. No hay que olvidar que el cuadro, cuando merece tal nombre, es el producto de esta singular travesía. Una travesía que observamos como quien espera una revelación, lo que viene a evidenciar nuestra división y la exigencia a la que nos convoca: dejar caer nuestra resistencia para ser penetrados por él.
Entonces, no se trata de presentar, en esta obra cumbre de la pintura que es el cuadro de Las meninas, las funciones de la representación, ni tampoco el límite mismo de su posibilidad, como indicaba la fórmula de Foucault, sino de aquello que la excede, lo que Freud designaba el representante de la representación, que es el significante que representa al sujeto y que por eso mismo se reprime. Está, por tanto, más allá de esa frontera. Recordemos que no es el afecto o la representación lo que la represión hace caer en las tinieblas, sino un significante en bruto, desligado de su significado, que pasa a poblar el inconsciente. ¡Y es lo que vuelve maravilloso este cuadro, que este representante haga aquí su aparición!
Cuando contemplamos el cuadro de Velázquez, ocurre algo más allá del universo simbólico de las funciones y las relaciones, y es esta torsión lo que nos sobrecoge. Sin duda, lo que provoca todo nuestro despliegue interpretativo tiene que ver con ese cuadro dado vuelta que vemos pintado a la izquierda, un bastidor de las mismas dimensiones que el cuadro mismo, al que se ha añadido, como un personaje más de la escena, el retrato del propio pintor. El juego de relaciones que establece, al colocarnos como objeto retratado –y en el lugar mismo de los reyes, los supuestamente retratados–, se multiplica al infinito. Aquí Foucault exhibe su maestría mostrando tanto este despliegue como el límite que lo afecta, que él nombra como la imposibilidad de incluir al sujeto en la representación. Lacan, por el contrario, no dejará de incluirlo. El cuadro dado vuelta funciona para él como una carta, una carta que, ocultando su contenido al espectador, hace caer las nuestras –lo que viene a ser nuestro fantasma– para convertirnos en presa de su juego, en mosca pegada al cuadro.
Este curioso artificio, que por otra parte ha permitido retratar al pintor por primera vez en la historia al lado de la realeza, nos ha sometido por completo a la dimensión de la mirada. ¿Qué ha ocurrido? De repente, la escena nos sorprende por su naturaleza misma de escena, dispuesta a la perfección como un tableau vivant, donde cada una de las figuras está ahí a título de representante, como vestida para la ocasión de su propio personaje, y detenida en el tiempo, en el gesto que contemplamos, como si el paso de un ángel –¡el pintor mismo!– la hubiera fijado así para toda la eternidad.
¿Y cuál sería ese momento mágico que Velázquez nos presenta recortado de su cotidianidad? Nos lo dice su composición formal, es cierto, sobre la que se han escrito docenas de libros, pero es la luz lo nos guía. Esa luz que entrando desde la ventana invisible de la derecha ilumina la escena; esa luz que llega hasta el borde del cuadro para resaltarlo en su misma opacidad; esa luz que desde allí, y pasando por el pintor retratado, nos lleva hacia la puerta del fondo, a ese agujero de luz donde se encuentra recortado el cortesano que introdujo a Velázquez en la Corte; esa luz que nos es devuelta perpendicularmente desde allí hacia el primer plano, hacia el triángulo frontal de la escena donde se halla la Infanta, la figura central, receptora de todos los brillos imaginables. Sin darnos cuenta, nuestro ojo recibe a través de ellos el guiño que lo captura, que le habla de lo que ha perdido, y de lo que en tanto esclavo de su mirada persigue.
Y seguimos su curso para entender cómo esa disposición de la luz ha creado una atmósfera perfecta, toda ella al servicio del corazón de ese triángulo central alrededor del cual gira todo este gineceo, la Infanta Margarita. La debilidad de Velázquez por ella resulta evidente. Retratada en esos años en múltiples ocasiones, la Infanta está colocada aquí como si de un trofeo se tratase. O bien, la niña, la parte corpórea de ella (siguiendo el paralelismo con los esquemas ópticos que Lacan desarrolla para dar cuenta del momento en el que el sujeto se apropia de la imagen de su cuerpo), sería aquel ramo de flores que por un efecto óptico vemos dentro de la vasija, dentro de un recipiente que es aquí el vestido. Flores y vasija, busto y vestido. Asistimos a este pequeño milagro, la ofrenda del objeto adorado, de esa cabeza que con su brillo nos mira, emergiendo de la vasija, del vaporoso y ahuecado vestido que envuelve el misterio de su cuerpo niña. Tenemos la flor que nos mira y también su envoltura, el armazón hecho de pliegues cuya función es bordear, dar forma al vacío.
¿De qué vacío se trata? ¿Por qué produce a su alrededor el torbellino por donde circula el deseo? Quizás porque justo en ese vacío habite la hendidura del ser, el lugar de un pliegue que señala la herida, ese misterio con el que entramos al mundo que es nuestra sexualidad. Y nos sea mostrado como tal, aceptado como tal. La imagen de la positivización de una falta, la imagen de lo que en la terminología lacaniana es el falo, de aquello que viene a recubrir y a adornar nuestra falta en ser.
Pero, del mismo modo que la constitución del cuerpo el sujeto no puede producirla sin el sostén del Otro simbólico, esta emergencia sublime del cuerpo de la niña precisa de un aval. De no ser así, la escena perdería su necesario punto de anclaje y se desvanecería. Un aval que no es otro que el de la monarquía misma, pero que para esta niña son también sus padres, que vemos retratados reverberando en el espejo del fondo. La figura de la niña ha de ser puesta en relación con este rectángulo recortado del cuadro. Su importancia como garante de la escena lo vemos en un detalle: el vaso que la menina ofrece a la Infanta está dibujado justo en el eje central del espejo, en su vertical exacta. Velázquez ha congelado el momento en el que la Infanta alcanza con su mano la vasija. Es la foto de ese instante. ¿Qué ha sucedido? Ese espejo es el sello real para que la carta del falo llegue a su destino. Esa mirada que su pantalla luminosa emite paga el trayecto de la niña-falo hasta nosotros. Y ahí estamos, fascinados delante del cuadro, sorprendidos en el acto de ver el falo que nos mira.
Lo curioso aquí, mirando con perspectiva, es que ese Otro de la monarquía estaba entonces perdiendo sus papeles, el aval divino que la sostenía. Era ya un real algo menos real, que desvela para nosotros que la garantía no es cuestión de esencias sino de estructura, donde toda construcción no deja de ser el resultado de una precariedad irreductible. En este caso, el drama de esta niña, hija de un matrimonio un tanto desesperado a la caza de heredero varón. ¿Será eso lo que sus ojos nos dicen? Sabemos de las intenciones de reconocimiento por parte de Velázquez, nada que objetar, pero ¿cómo no ver en esa tragedia la ternura con la que la retrata, la delicadeza con la que la eleva a símbolo encarnado?
Cerremos a continuación los ojos, la imagen es ésa.
Si queréis, podemos ahora retroceder unos pasos para salir del área magnética del cuadro, reflexionar a vuelo de pájaro sobre lo visto. Podríamos aventurar que el cuadro de Las meninas permitió a Foucault el acceso a su propio fantasma, donde la exclusión del sujeto era necesaria. Y otro tanto le sucede a Lacan, que ve erigirse ahí, delante de él, la plasmación de todo lo que desde hace tiempo viene teorizando. Cada uno se encuentra con su mirada, pero no sólo con eso, también con algo más, porque el encuentro con el cuadro posibilitó a ambos un pasaje auténtico, fruto de haber consentido a su juego, de haberse puesto en manos del pintor para que fuera éste quien les leyera las cartas. Y es que a los buenos pensadores les ocurre como a los buenos pintores, que hacen algo más que pintarse a sí mismos.
Se me olvidaba, el esperado diálogo no se produjo. Podemos especular. ¿Demasiadas expectativas? Es cierto que Lacan desplegó ese día todas sus artes, bailó ante el filósofo sus danzas seductoras y apostó a futuro, dejando para una siguiente reunión su numerito final, donde anunció que descorrería el velo de lo real. Pero el pez no mordió el anzuelo. Foucault nadaba como nadie en las aguas discursivas y quizás intuyó que pensar ese lugar, presentado por Lacan como un fuera de discurso, no era lo suyo.
Tres años después, Lacan le devolvería la visita acudiendo a una conferencia que también se haría famosa, Qué es un autor, donde le mostraría, al final del debate posterior su sintonía. De alguna manera le vuelve a echar el guante. Le defiende corrigiendo la pintada estudiantil que otros le echaban en cara, Las estructuras no bajan a la calle. Si una cosa demostraban los acontecimientos de mayo era precisamente eso, su bajada, donde los estudiantes del 68 figuraban, sin saberlo, como los peones del tablero… Pero bueno, esa es otra historia.