Escrito por: Laura Estrin
Leo en traducción. Leo, olvido. No sé cuánto olvido. Leo cartas. Biografías. El mundo repone y baja formas. Sigo leyendo. Ahora dos vieneses que largamente se quejan, envejecen, no pueden encontrarse en Viena ni en Alemania y luego de unos años no se tratan más por lo que no se escriben más.
Leo. Las cartas anotan desencuentros. Amargas, no alcanzan a decir. Por momentos los amigos no se entienden pero se escriben. Se buscan trabajo o profesión. Se confían lo malo de los días-años.
Una fuerza para agarrar algo, una correspondencia. Una fuerza que busca. Un querer agarrar al menos algo. El sentido pasa por ahí. Una correspondencia para “no solo aclararme a mí por él, sino también a él por mí”. Un judío y un judío converso. El libro y los archivos son de Haifa y Tel Aviv.
Los recuerdos de Wittgenstein anotados por Vogelmann son también los intentos de publicar el Tractatus, con un prólogo para poder hacerlo. Wittgenstein no se lo quiere autoeditar. El editor al que donó parte de su herencia le dice que no puede hacerlo y le pide ayuda a Rilke. Trafican con un prólogo de Russell, se lo mandan a Frege que no entiende ni una palabra de las 60 páginas que tiene el libro.
Vogelmann dice: “En general me va bien, solo que estoy sujeto a cambios de estados de ánimo de un modo algo vergonzoso para una persona que pronto cumplirá 26 años”. Uno corre con la fe, el otro con la honestidad. Se piden no exigirse demasiado a sí mismos, pertenecen “al viejo tiempo, pasado de moda, en que se escribían aún largas y pormenorizadas cartas. Así que, por favor, no tome a mal que hoy le haya tocado ser víctima de ello”. Y se acusan: “Le envío unos libros que no merece, dado que es incluso demasiado vago para responder a una demanda urgente” y “No sé ni yo mismo por qué le escribo. En parte por aburrimiento, en parte porque hay en mí un montón de cosas que me gustaría escribir, pero que no puedo escribir”, eso escribe Wittgenstein.
Y se cuentan que no les va bien, Vogelmann lo dicen así:
“Creo que lo que sucede es esto: no vamos a la meta por el camino directo, no tenemos –o al menos yo- la fuerza para ello. Por el contrario, vamos por cualquier camino aledaño y mientras avanzamos por uno así nos va soportablemente. Pero cuando acaba tal camino, nos paramos y solo entonces somos conscientes de que no estamos donde debíamos estar. Así al menos me parece este asunto”.
Ambos se reconocen como solos o apartados, como difíciles pero en esas mismas cartas Wittgenstein acepta que “¡Las personas normales me resultan un alivio y un tormento a la vez!” y Vogelmann reconoce que olvida para que otros se tomen el trabajo de recordar y escribe: “Usted es ´un triste que da alegría a los demás´”. Y alguna otra vez el amigo responde: “Alégrese si no entiende lo que escribo”. Y más: “Creo que mi estado se diferencia fundamentalmente del suyo porque yo (como ha sucedido siempre) no tengo ninguna esperanza, fundada en apoyos racionales, de que me tiene que ir de otro modo alguna vez”.
Y se dicen que no se entenderán aunque se expliquen y que el número de personas con las que pueden hablar se va reduciendo cada vez más. Luego vendrá el proyecto de hacerle una casa juntos a la hermana de Wittgenstein. Luego de hacerla se separan, en los años 30, cuando Vogelmann emigra a Palestina y Wittgenstein piensa en hacerlo a Rusia y Keynes habla entonces con el embajador soviético en Inglaterra pero en la Urss le consiguen lugar como profesor de filosofía y él quiere ir a un koljoz. En ese tiempo Vogelmann anota: “Es extraño y triste cuán insípida se ha vuelto la sal de la tierra”.
Wittgenstein responderá alguna otra vez:
“Bien no me encuentro, pero no porque me fastidie mi indecencia, sino dentro de la indecencia. Sufro mucho entre los humanos, o inhumanos, con los que vivo: en una palabra ¡todo como siempre!… Naturalmente, sería pérdida de tiempo escribir de manera pormenorizada de cosas serias… Se que la lucidez no es lo bueno, pero, a pesar de ello, me gustaría ahora poder morir en un instante lúcido”.
Ambos saben que pensar no sirve, pensar es una construcción que no resulta como no resultó muy habitable la casa que hicieron juntos. Aunque Vogelmann le dice a Wittgenstein que es el espíritu más importante que ha conocido y lo ha formado, y se lo dice varias veces, pero tampoco alcanza. Dice que Wittgenstein “era sensible y dependiente hasta la exageración del tipo de seres humanos con los que entablaba contacto”.
Wittgenstein quiso seguir a Tolstoi, fue maestro de escuela pero lo apartaron de ese trabajo por pegarle a un alumno, fue entonces ayudante de jardinería. Wittgenstein tuvo una formación anormal para un filósofo, tuvo “una aversión insuperable frente a todo intelectualismo presuntuoso” al que llamó “la tiniebla de nuestro tiempo”. Fue un “barruntador y apreciador de los valores” que “declara sin sentido hablar de lo trascendente, de lo metafísico”. No lo entendieron -escribe Vogelmann y Wittgenstein sintió mucho eso. Ni Russell ni Frege, los maestros a los que Wittgenstein quiso aclarar en sus libros, lo entendieron.
Sigo leyendo y me doy cuenta que estoy en la Europa de Trakl, al que Vogelmann conocía, un mundo de guerra, un mundo judío como la Viena de esos años. Wittgenstein es un judío perdido, sus abuelos se habían convertido. Vogelmann asegura: “todo ánimo revolucionario, del tipo que fuera, significó para él durante toda su vida simplemente ´indecencia´” por lo que fue un personaje simplemente inexplicable para los ´intelectuales´ de hoy y continúa: “El intelectual (en el sentido peyorativo de la palabra) no es que tenga demasiado entendimiento, sino sobre todo demasiado poca capacidad de juicio (astucia natural, common sense)”.
Ese era el mundo del que Loos, el maestro de Vogelmann, podía decir: “Tengo mayor afinidad con la verdad, aunque sea de siglos, que con la mentira que camina junto a mí” y el discípulo definirá a Loos junto con Kraus y Wittgenstein como “separadores creativos”.
Columna: Ataditos