Cuando el murmullo en vez de habitarnos retorna desde afuera. (IX)

Terminábamos la última entrega con el increíble título del segundo libro de Wolfson: Ma mère, musicienne, est morte de maladie maligne mardi à minuit au milieu du mois de mai mille977 au mouroir Memorial à Manhattan ou Exterminez l’Amérique, par Rose Minarsky & Louis Wolfson. Un título que sería corregido en el texto revisado y ampliado de 2012, pero manteniendo intacto lo esencial[1]. Todo el abanico sonoro posible a partir del fonema “m” es desplegado como una producción inagotable. Un cáncer fónico como el mismo cáncer de la madre, un cáncer hecho lenguaje. Al menos ésta es la interpretación de Wolfson: “mi madre ha elegido morir de manera aliterativa”. Pero es también una construcción personal, la suya, la construcción de un nuevo laleo. El título parece retornar o recrear el laleo en lengua extranjera, describiendo, escribiendo, sustituyendo aquel infinito materno (canceroso) que ha encontrado en la muerte su nueva imposible inscripción.

Nos detenemos de momento aquí. Dejamos para un poco más adelante el análisis de este impresionante documento del desarrollo de la enfermedad mortal de su madre, una inexorable cuenta atrás que enfrentará a ambos a la muerte y a la separación en lo real. Encontramos en este segundo libro una exposición mucho más clara que su precedente aventura literaria, un lenguaje más suelto, salpicado de elementos de fina ironía que resulta por momentos brillante, pero que no puede dejar de dar cuenta de la imposible inserción de Wolfson en el mundo, un mundo para el que no se desea otra cosa que la desintegración total mediante radiación atómica. El planeta Tierra debe hacerse justicia y estallar. Debe, sencillamente, exterminar la proliferante raza humana con todos sus miles de millones de seres que como células malignas crecen sin fin. La madre Tierra debe ser radiada. Las simpatías políticas de Wolfson se dirigirán, como es natural, a aquellos políticos favorables a la extensión del armamento atómico, desatando su rencor contra aquellos obstaculizadores de sus magnos propósitos, los pacifistas y ecologistas. Nos planteábamos la pregunta sobre si el desarrollo de su paranoia y el esbozo delirante venían a paliar en algo la fragmentación esquizofrénica. Encontramos, de momento, serios obstáculos para avanzar. Es posible que se trate simplemente de detectar el trabajo allí donde se produce y de valorarlo como corresponde. Ése es un punto fundamental de la escucha, a renovar infatigablemente.

Podemos deducir de lo hasta ahora expuesto que por mucho que Wolfson logre perfeccionar sus múltiples dispositivos, y que con ellos logre a veces, puntualmente, parchear su escindido cuerpo, la fórmula de la vacuna no está a su alcance. Wolfson la busca y es capaz de abrir nuevos continentes lingüísticos que permitan puentes de conexión, pero no puede encontrarla, quizá porque sencillamente no la produce.

Pasaremos a continuación a ocuparnos de alguien que sí la produce, alguien que también se ubica en la grieta del lenguaje original y que es también afectado de manera particular por los murmullos, pero que ha podido transformarlos, ubicarlos fuera, observarlos, pulir una a una sus múltiples caras hasta transformarlos para nosotros, –ésta es su misión–, en diamantes literarios: Joyce.

Partiremos de dos citas extraídas de Retrato del artista adolescente[2]. Dos citas que muestran el abanico en el que Joyce se mueve con respecto a los murmullos. La primera da cuenta de un movimiento exitoso. La segunda, del borde peligroso que amenaza con engullirlo. La primera ilustra el sentimiento omnipotente de dominio al que se va a aferrar Joyce como creador, aquel que adquiere auto-nominándose, el artífice, el que construye un artificio para volar como un pájaro y escapar así a las redes que lo atrapaban o, dicho de otra manera, cuando consigue neutralizar algo del orden de la imposición de la palabra. La segunda muestra la cercanía del revoloteo hiriente de la letra, del picoteo interno al que puede someterle.

Primer fragmento:

“Y se encontró, de pronto, mirando las palabras casuales que a su derecha o a su izquierda surgían, y estúpidamente maravillado de que se hubieran desposeído en silencio de todo sentido actual, de tal modo, que hasta el más insignificante letrero de tienda llegaba a aprisionar su espíritu como si se tratase de las palabras de un ensalmo. (…) Su propia conciencia del lenguaje estaba refluyendo de su cerebro y condensándose en simples palabras que se ponían a enlazarse y desenlazarse con ritmos traviesos.” (p. 200)

 

Segundo fragmento:

Las letras del nombre de Dublín las tenía grabadas en su cerebro, y allí se entrechocaban furiosamente de un lado a otro con una insistencia ruda y monótona. Su alma se estaba tumefactando y cuajándose en una masa sangrienta que se iba hundiendo llena de oscuro terror en un crepúsculo amenazador y sombrío; y, mientras tanto, aquel cuerpo suyo, laxo y deshornado, buscaba con ojos torpes, huérfano, humano y conturbado, un dios bovino en quien poder fijar la mirada.” (p. 124)

Escrito por: Zacarías Marco

[1] WOLFSON, L.: Ma mère, musicienne, est morte de maladie maligne mardi à minuit, mardi à mercredi, au milieu du mois de mai mille977 au mouroir Memorial à Manhattan, Attila, Paris, 2012.

[2] JOYCE, J.: Retrato del artista adolescente, Alianza, Madrid, 1989.