Escrito por: Laura Estrin
«No se me pasa por la cabeza burlarme. Los que conocen Rusia, los que saben la sed de absoluto que devora a los verdaderos rusos, absolutos en todo, en el bien y el mal, absoluta bondad, absoluta belleza, absoluta verdad» (Ya no me acuerdo de quién es esta frase, debe ser de mis lecturas de esta semana, tal vez de Sadoul, de sus Cartas desde la revolución bolchevique).
La seguridad y la fidelidad de un perro de Tsvietáieva. Los animales de Bábel en Caballería Roja y de Turguéniev en Relatos de un cazador. De Shklovski en Viaje sentimental. El silencio que los rodea, el silencio con que los rodean a estos autores personales, sentimentales. No son autores-testigos como Dostoievski –dice el traductor de Zinovieva-Annibal Vladímir Aly-, son particulares escuchas como Chéjov y Tolstoi. Así son los animales que también ellos eligen.
Zoo trágico es una memoria trágica de amor, de la traición al amor y a la fe, esa de la que nunca hay responsables. La madre le dice a la insomne niña, Lidia o Vera que memora su zoo trágico: “¿Hija mía, no hay verdad en la tierra! ¡No puede haberla! Pero tú, que amas la tierra, deseas que exista la justicia. Reza por ella, hija, que tu corazón arda con el deseo de la justicia, y es posible que ocurra un milagro. Llegará a existir, un mundo justo”.
Y La niña escribe: “En el bosque me aburre estar con gente. En el bosque prefiero estar sola”. Algo de eso solo, altivo, que tiene Tsvietáieva, insoportable para algunos, anda ahí. Y anda también ahí un cuerpo terrible, que se siente terrible. Y mucho cansancio. Y a la niña le dicen: “-… has sufrido mucho y entendido que no necesitas sentir grandes pasiones…” Y con la madre saben que pueden caminar por toda Rusia “porque todos tenemos espacio infinito en nuestras almas, y contienen más amor del que será nunca necesario para incendiar la tierra entera; pero el fuego del amor no quema nada, igual que el fuego del arbusto sagrado no quema, sino que arde sin consumirse”.
La madre y la niña saben que no es terrible sufrir que “es mucho peor observar el sufrimiento y sentir lástima” y la madre, que morirá pronto, igual que la de Tsvietáieva, le asegura: “Solo se vive para llegar a comprender. Si has comprendido algo, entonces ya has vivido lo suficiente. Una chispa te ha iluminado para marcharse a toda prisa…”
Y en tierra mística andan, como todos los rusos y la niña en el tiempo sabrá: “Pero ahora soy mayor, y mi vida, bautizada con dolor, y culpa, la más honda felicidad y las separaciones más amargas, ha convocado estas palabras profundas y lejanas de lo más hondo de mi memoria…”
Como dibujos en el campo anda ahí el recuerdo, en presente, nunca en pasado. Anda en la aldea, en la maldad de la niñez. En las afueras, como dice construir Tsvietáieva. Lidia Zinovieva con otra lengua, menos cortante que la de aquella, dice: “Tampoco me gustaba la ciudad, no tenía hogar propio. Mi hogar estaba muy lejos, en una calle sin asfaltar, en una verja a la que le faltaba un tablero y pudieras encaramarte, sin escuchar las insistencias ya las regañinas de la institutriz, contemplar la tierra pobre y gris cubierta de ladrillos y basuras, más allá de la verja.”
Y la niña repite: la pena es odiosa y ella es una zarina. Zarina-zoo, zarina-centauro. Tsvietáieva escribió bien el “Zar-Doncella” y el “Campamento de Cisnes”. Y aunque parece decir otra cosa, otro tiempo, irán diciendo lo mismo, que el mundo no es para ellas. Y no es fantasía construida esa imposibilidad sino algo como un muro que hay que tragar: “Ahora soy otra persona. Por entero, cada gota de sangre es completamente distinta. Es como si viera las cosas por vez primera. Por primera vez miraba a las personas y cómo se organizaban, y pude ver, lo vi de forma tan simple, y lo entendí de forma tan absoluta, con cada gota de sangre dentro de mi cuerpo, que lo que las personas habían construido no era real en absoluto. Y no se quedaría así, porque yo no deseaba que se quedara así.”
Libro terrible: no hay alegría, todos allí sonríen sin alegría, otra vez, repito, como los ojos de los personajes de Gógol. Una inocencia terrible anda y escribe en el libro, un mediodía pegajoso de luz, un llanto por lo que somos (“llevé conmigo mi llanto inesperado”), por no acostumbrarnos a lo que se acostumbra una persona normal (“Una persona normal se acostumbra a la naturaleza”). Un llanto que se hace solo cuando se hace así mismo como se hace la niña: “Las primeras lágrimas expanden mi corazón, y esto resulta muy doloroso, lo que me hace llorar todavía con más amargura. Como si lo hiciera a propósito, para obligarme a recordar más. Añadiendo herida sobre herida…. Acabé por aburrirme de llorar por culpa de los animales. Había demasiados para recordar… Y así mis animales se fueron acumulando uno tras otro dentro de la memoria de mi corazón, y de alguna forma mi corazón se resiente y comienza a dolerme, sin que yo sepa por qué o quién lo ha herido, solo que duele de verdad… algo piadoso, algo avaricioso y demasiado absurdo en su perseverancia”.
Los animales por los que llora son como yuyos insólitos que crecen súbito. Zinovieva y Tsvietáieva son maestras del instante, en el instante consiguen decir lo justo y ajustado para sí mismas.
Zinovieva es una niña potente, una niña que escribe cosas pequeñas y sentidos enormes: “Yo no sabía cuándo ´terminaría´ todo. No sabía por qué las cosas así eran ´mejor´, pero sabía el que ´El cáliz´ de Schiller, con su desagradable monstruo de mar, era algo que nunca volvería a leer…” Una niña- animal: “Pero no tengo miedo. No soy el zorro. Soy yo. No soy el caballo. Estas piernas son el caballo. Yo soy la cabeza. El caballo llevará la cabeza muy lejos del caníbal”. Es una niña que mira los animales que cazan los sirvientes para que luego los ´cace´ el zar, que mira los zorros atormentada y atormentando porque el mundo da por sentado demasiadas cosas. “Estaba de muy mal humor, impaciente. Mi corazón atormentado… Este corazón se ha vuelto malvado”. Una niña que ama y odia la primavera sin saber qué ama de ella y qué odia de ella. Un corazón muy expuesto que se cansa, que es aplastado como un mosquito que tiene “un instante brevísimo de dicha… una inesperada alegría, insensata y temible”.
Y no oculto nada aquí, al contrario, cito demasiado, porque Zoo trágico es la Rusia de principios de siglo XX en una familia apenas burguesa. Y Zinovieva-Annibal es la mujer que acompañó a Viacheslav Ivanov sin compartir su ditirambo, su fasto en “La Torre”. Y si piensan que digo otra cosa que lo que digo es porque así es esta literatura.
Vera Zinovieva escribe-recuerda: “Amo a los animales y ellos mueren, y a menudo se mueren justo cuando empiezo a amarlos.
Y suelen morirse más a menudo durante la primavera: es cierto, y esto debe ocurrir porque muchos de ellos también nacen durante la primavera. Montones de ellos”. Y están también allí los pajaritos que dejan escuchar su latido y que “no tienen miedo de nada, y que lo han entendido todo”. Una niña que ve cosas que no debe ver y escucha lo que no debería. Una niña muy personal y sentimental: “De repente quiero volver a pensar. Pero no era realmente que quería pensar, sino que quería recordar.
Y todo pasa por mi mente: mis animales, mi vida, mi felicidad y mi dicha, mi dolor a la separación… Me siento así, y el sentimiento impulsa mi memoria”. En la literatura argentina, Señorita, Mudanzas y Leonor de Hebe Uhart hablan una lengua parecida a la de esta niña rusa, loca y trágica. Y ambas saben que tragan un páramo y nunca se alejan de la guerra como malentiende Kristeva en Mujeres chinas.
Algo repentino, caprichoso, algo Tsvietáieva, el vértigo de escribir ocurre en estas autoras: “Doy un brinco. Corro hacia los acantilados negros. Busco una sombra. Ya no hay ninguna. El sol me persigue, y hace que todo me dé vueltas, y un temor borracho late dentro de un corazón en pánico”, y de escribir ese entender, como siempre digo, como entender el mar en Viva luz de vida. Una nostalgia dura, “Muñequita del demonio” pone esta rusa y “Muñequita de papá” Milita Molina, todo en ellas es personal, todo está unido en esas memorias cantantes: “¿Qué ocurre? ¡Estaré recordando una hambruna que duró un año, que se entremezcla con el aroma de las fresas tempranas, o tal vez sean varios años juntos, o tal vez hubo muchas hambrunas distintas, o es posible que recuerde todo lo que ocurrió durante muchos años en uno solo, de manera que todas las fresas tempranas son recordadas como el aroma de una única fresa, y de esa forma todas las mentiras están contenidas en una única mentira”.
Y la poderosa niña, como Tsvietáieva, se mide con el mar (“¡Marchemos! ¡Marchemos! Todos los caminos conducen adonde quiero ir. El mar no tiene fronteras. El mar es un camino. El mar son todos los caminos”), duro elemento, que está donde termina “el prado bendecido y holgazán” de su Dólgovo. Su Tarusa, una tierra limpia que ensucia de sol sus piernas de zarina. “Me arrastro sobre las agujas resbaladizas hasta la hierba como una pequeña bestia salvaje. Ahora la zarina es una pequeña bestia. ¿Un zorro? ¿Un topo? ¿Un tejón? Simplemente una bestia, la clase especial de bestia en la que se convierte una zarina vagabunda para poder esconderse de la gente. Porque la gente es aburrida y no comprende a los vagabundos”. Vagabundos como el sol y el tiempo que avanza: “Ya soy más mayor, es cierto, porque no me imagino tan a menudo que soy la zarina vagabunda; suele ocurrir, cuando me olvido de mí misma durante un minuto; pero entonces es mucho más apasionado y con una melancolía fervorosa”.
Zinovieva, una niña como un caballo, implacable, un centauro que nace entre humanos, un milagro. Como los encuentros de Tsvietáieva, como el caballo y el árabe que su retrato unió en Pasternak. Milagros que hay que abandonar porque está ahí la vida. Y el Diablo. Distinto e igual al de Tsvietáieva como serán los saberes que se aprenden en la infancia o no se aprenden jamás: la paciencia de las damas inglesas, esa paciencia exasperante para un ruso. Una niña que abandona la escuela, como Tsvietáieva, que la mandan a un internado en Alemania, como Tsvietáieva. Una niña sola, que por corazón tiene un nudo frío pero desesperado como el aguanieve que no la toca. Una niña que no entiende el tiempo pero que mira las manecillas del reloj, que ve el polvo en las cosas y que no sabe adónde la llevan las mentiras. Entonces aparece el desprecio y el desprecio por los adultos y el secreto de lo invisible, que envenena, y que son ellos mismos.
Pero es una niña que no cree como cree Tsvietáieva. Una niña que ama a su madre como sufre la suya Tsvietáieva: “Todos vamos tristes a la iglesia porque Mamá está triste. Madre vive por nosotros. Pero Madre está afligida. Todos lo sabemos.
El pastel es anodino porque los ojos de Mamá están llorosos, y ella sonríe de forma asustada…”
Zoo trágico es una niña-piedra “cálida, silenciosa debajo del resonar de las olas… una pequeña araña roja, un abalorio escarlata con cuatro puntos por ojos”. Y el mar está “hecho de lágrimas, todas las lágrimas de las piedras, de las arañas, y de los cangrejos, y mis propias lágrimas, las lágrimas de la tierra”. Y es una pregunta.
Una niña sin esperanza es la de Zoo trágico. “Y la claridad es aún más aterradora que la oscuridad… Y no me avergüenzo del demonio. El demonio hace todo tipo de cosas, igual que yo. Y Dios expulsó al demonio también, como me han expulsado a mí de la mesa. Y eso quiere decir que soy su camarada. Ninguno de los dos queríamos ser buenos, y ambos fuimos desterrados.
Y no tengo ningún miedo ahora”. Y su madre llora los domingos y vive la semana para la familia, el padre no está o siempre está callado o siempre diciendo “algo desagradable, terrible e incomprensible sobre alguna gente rara e importante que tenía muchísimo poder, y que se equivocaba en todo, que no le gustaba aunque en realidad fueran honradas y valientes”. Se parece al padre de Herzen, a lo que Herzen se conduele en su padre. Por lo que Zinovieva-niña juega, se refugia en su hermano menor: “Juntos entendimos de alguna forma que esta vida ordenada y sencilla, en la que caminábamos como sobre una cuerda floja sobre un estanque, contenía algo escondido, y que esta cosa escondida no se encontraba solo en el exterior de las personas, sino también en nuestro interior… El nuevo juego se volvió un tormento, y ambos nos vimos abocados al mismo por una fuerza que no nos pertenecía”. Y el secreto ambiguo se destila: “el que yo era fuerte en la debilidad de mi voluntad y el poder de negarme, mientras que Volodia ardía con impotencia y maldad; continuamos existiendo entre adultos que mentían, y lo encontrábamos gracioso, y asqueroso, y estábamos orgullosos de conocer la verdad”.
Entonces se empieza a leer el motivo trágico que en Tsvietáieva es la vida desencontrada pero aquí es el secreto desolado y dicho de que “Dios no existía” por lo que la niña comienza a desear un látigo para fustigar a Ruslán, su burro y dice: “No hay Dios. Pero el deseo sí que existe… Y no hay Dios.
Es cómodo así. Mucho más cómodo…
Porque entonces no hay nada. Nada que sea real. Y todo es inventado, irreal, y sin embargo… ¡Debes ser feliz! Así es como se olvida uno de que vive en la realidad”. (Perdón, crecen las citas como el pasto, es que el libro lo dice todo mejor que lo que yo pueda decirlo).
Zinovieva, una niña, excesiva agudeza de los ojos y libertad de no pensar en el tiempo sino en las cosas que duran en la infancia. Porque lo que no se aprende en ella no se sabrá jamás, dice Marina Tsvietáieva, como la mentira que interrumpe todo y establece “la Libertad Vacía” y la niña se lastima con un cuchillo pequeño y pinta con esa sangre la necesidad de ser feliz. Una niña extrema como un tiempo extremo, “el tiempo, como un corazón que pierde un latido, se detuvo… Fue terrorífico”. Una infancia que suele ser un “aburrimiento bien iluminado”, pero los niños son siempre muchos y la zarina está siempre sola: “Yo estoy sola. Tengo que hacer honor al título de zarina” y a los mártires los apalean pero nunca los humillan –dice luego, donde “Rebelión y Furia lucharon”. Y la niña “lloró con los gemidos de un perro” pero pronto una arañita la distrajo: la “falsedad que nos guía”. A los poetas los matan, decía Tsvietáieva, igual que a los judíos y a los negros y los niños no son siempre felices como asegura equivocándose Marx.
Mientras la niña ya sabe que “nada existe en absoluto”, la madre por las mañanas escribe algo. Diferente a Tsvietáieva (y a Pasternak) cuya madre toca el piano pero la niña, igual a aquella rusa futura, “amaba la adoración, la buscaba”. Igual a Tsvietáieva quiere “algo que no existe en esta tierra. En este frío, en esta oscuridad, extrañeza, soledad, quiero algo que existe y que no existe”. La niña como “un espíritu ruso” se sabe y grita como “la lejana exiliada, sola y desagradable”, un espíritu enamoradizo (“Este amor pasó con rapidez, porque no me gusta cuando la gente me traiciona”) que “No quería un nuevo amor. Amar significa traicionar. ¿Acaso puede un corazón, una vez que ha aprendido cómo traicionar, escapar de su soledad?”. Una niña como alma desdeñosa y valiente, fuerte contra el dolor y la piedad. Que sabe que es irrelevante y todo pensar es horrible. Y claro agrega: “¡Solo puede ser porque siempre llevo todo hasta el último extremo, me retuerzo hasta que llego allí, me giro hasta que llego allí, bailo hasta que llego allí!… Suficiente. No quería pensar. No hay santos ni almas condenadas. No hay más que minutos absurdos. Todos iguales, uno detrás de otro”. Como el tiempo en el Zoo de Berlín de Zoo o cartas de no amor de Shklovski.
Y la niña corre en el trineo, se “mancha la cara (con) la nieve fría que salpica desde los cascos de los caballos. Y el viento estira tu piel sobre tu cara”. Y el perro ladra y el viento da la vuelta. Así, de memoria, recuerdo el fin de Viaje sentimental. Libros de una lírica animal, trágica, destemplada, imprudente, inclemente como el tiempo que siempre nos toca vivir, desafiante, como este libro que leo solo porque me lo dice Tsvietáieva o, en verdad, me lo dice Agustina que lo dice Tsvietáieva.
Columna: Ataditos