Los cabos sueltos de Sibylle Lacan

Los cabos sueltos de Sibylle Lacan[1]

Escrito por: Zacarías Marco

La sorpresa, un trabajo emocionado con los recuerdos que destaca por la discreción. Qué hacer con ese material sensible, con ese material disgregado que no se somete a criterio, a valoración unificada. Cómo escucharlo como propio, cómo escribirlo, integrarlo, cómo verse en él dándolo a ver. Cómo tallarlo sin un gramo de ficción, como nos dice la autora. Curiosamente, esa exigencia, su rigor, nos va a sacar por completo del anecdotario para llevarnos a la escritura, a la posición de escritura de Sibylle Lacan.

Desmontemos para empezar un espejismo, leer como voluntaria la diferencia entre los escritores que buscan motivos, temas que mantengan abierta una actividad amenazada de sequía, y aquellos otros que sufrirían la experiencia inversa, alcanzados por su pasión, mordidos por ella, por la presa que les acecha antes de salir a buscarla. No hay que engañarse, los segundos desvelan la verdad que los primeros no escuchan. Si hay escritura, es el tema el que te encuentra. Y sólo a partir de aquí se abren las posibilidades. Unas veces te encontrará discretamente, permitiéndote ciertas ilusiones, cierto dominio, manteniéndote en el engaño del artífice que se cree dueño de sus decisiones. En otras, en cambio, no habrá duda desde el inicio: el motivo agarrará la pluma para no soltarla jamás. Es el caso de Sibylle Lacan, haciéndole confesar de entrada su relación con la escritura, o mejor, este ser suyo de escritura, este ser sostenido sólo, o casi sólo en la escritura. En esos bouts, en estos bordes, en estos fragmentos armados como piezas de un puzzle que, y ella bien lo sabe, no puede aspirar a completarse, como una memoria que emprendiera la imposible tarea de arrebatarle al dolor del cuerpo su palabra.

Sibylle nos lo dice, la tarea se desvelará imposible porque el dolor es primordial. Una lectura que viene de su cuerpo, donde la verdad biográfica, siendo verdad, es secundaria. Así debe leerse que la foto donde ella debía insertarse se había rasgado antes incluso de su concepción. La niña no fue el fruto del amor de una pareja sino de la desesperación, en un encuentro casual, fuera del hogar. Pieza desprendida de este puzzle familiar, Sibylle no renunciará nunca a unir la memoria rota de esta imagen, donde está por una parte su madre, Malou Blondin, una madre velada prematuramente a sepia, que vive en pasado con los dos primeros hijos de su matrimonio, Caroline y Thibaut, y por la otra su padre, Lacan, que navega ya con su nueva pareja, Sylvia Bataille, y con la hija de ambos, Judith, nacida apenas ocho meses después que ella misma, y destinada a llevarse todo el color de la fotografía. Ésta es una de las piezas del drama, del arrebato que tomará su cuerpo el día en que se compare a este doble agraciado, cuya foto preside en solitario el consultorio de su padre. Pero no por ello renunciará Sibylle a ser también ella un puerto para este padre marinero, este poco padre como él mismo reconocerá, y aunque imposible sea la tarea, estando desde el inicio sus pies fuera de tierra firme, no dejará de movilizar sus amarras, la construcción de su memoria, para salvar un bote en deriva.

Pero esas amarras, que son estos bouts que leemos, estas puntas, estos flecos, son algo más que memoria rasgada. Sus textos son el trabajo infinito para hacerse con ella, para inscribirse en ella. Y aquí viene lo más importante, ella sabe que no lo puede hacer sin nosotros. Éste es su valor y su gracia. Aun agotada, no renunciará. Por eso nos habla, porque somos parte necesaria del texto, destinatarios que aportamos el aliento que ella necesita. Por eso no podemos hablar de elecciones, Sibylle no elige, no puede permitirse hacer trampas en el mecanismo destinado a mantenerla con vida, y se aplica con todo el rigor posible, con todo el rigor ético, o sea, estético, a producir la escritura de estos cabos sueltos, exentos de todo artificio, esta colección de escenas epifánicas.

Como el libro más conocido es el primero, Un padre, y tenemos aquí también, creo que por primera vez, el segundo, Puntos suspensivos, traducidos ambos para esta edición por Isidro Herrera, quien firma además una magnífica presentación, tomaré del segundo dos breves fragmentos que muestran esta conjunción ética y estética de su escritura. He escogido la pintura de dos emociones, digamos alegres, dos sacudidas que se abren paso en medio de la mayor de las dificultades hasta llegar a su límite, acariciando el nudo imposible. Se pueden leer enteros o fragmentariamente, siempre que escuchemos sus silencios.

La niña del globo:

Como cada verano, estaba en la isla de F., en pleno Mediterráneo, frente a la costa de España. (…) Algunos días era tal mi debilidad que no podía abandonar ese lugar que a veces me parecía un palacio y a veces como una tumba. Solía acostarme muy tarde y beber mucho. Al despertar, el sol ya alto había transformado el campo circundante en un horno. La debilidad de mi cuerpo (…) sólo se igualaba al vacío de mi alma. Aquel día mi desaliento estaba en su apogeo. (…) como una sonámbula, tomé mi Dos Caballos y me dirigí al otro extremo de la isla. (…) No me pidan que describa la carretera, (…) porque aquel día seguro que no vi nada. Llego a Es Calô, un pequeño puerto pesquero al pie de la «montaña», bajo y me instalo en la terraza sombreada de la única pensión-restaurante. El lugar está vacío. La gente está en la playa. La opresión sigue siendo la misma, no siento nada, apenas puedo respirar. De repente, una familia de españoles está allí: el padre, la madre y la hijita. Ella no es bonita y está claro que camina hace poco. Su padre juega al globo con ella. Mis ojos están unidos a ellos. Al padre le gusta hacer que rebote el globo muy suavemente hasta que llegue a sus brazos, la niña nunca logra atraparlo. Luego corre detrás de su padre, renqueante y riéndose, se agacha, lo coge con ambas manos y lo envía torpemente a su padre. Así va el juego. El cochecito espera en una esquina. Ya no sé dónde está la madre. El juego se detiene finalmente. Mi cansancio ha desaparecido…

La carta con remitente imprevisto:

Cuando recibo una carta, una verdadera carta (…) experimento tal placer que no la abro de inmediato. Intento en primer lugar adivinar quién es el autor (¿quién puede pensar en mí?). Examino la escritura en el sobre y, si no me resulta familiar, le doy la vuelta al objeto para ver si el remitente se ha sacrificado ante el uso recomendado por nuestro querido servicio público. Si estas primeras investigaciones no dan nada, miro el sello y el matasellos que ciertamente me proporcionarán valiosas pistas. Luego, palpo el pliegue para calcular aproximadamente el número de hojas: ¿se trata de una buena y larga carta? Finalmente, sean cuales fueren mis conclusiones, llevo mi presa a un lugar seguro (…) y espero el momento ideal para disfrutar de ella (…)

(…) Cuando estaba a punto de ir a almorzar a un pequeño restaurante del barrio, tomé al pasar el correo en mi buzón. Había una carta allí, cuya escritura reconocí. (…) Le doy la vuelta y descubro el nombre de un amigo muy querido que se había establecido en provincias hace mucho tiempo y lo había perdido de vista durante años (…) Miro más de cerca: la inicial del nombre no es la suya, sino la de su esposa. Una intuición espantosa me invade inmediatamente: si no es él quien me escribe, es porque ya no es de este mundo. Con la carta apretada en mi mano, bajo por la calle temblando. La angustia aumenta al mismo tiempo que la certeza. (…) Empujo la puerta del restaurante, indico una mesa apartada, ordeno con voz floja y abro la carta: estaba «equivocada». D. (la remitente), que venía regularmente a trabajar a París, se había encontrado con mi libro, lo había leído, me felicitaba y sencillamente me anunciaba (…) que se lo iba a llevar a su esposo, al campo. Me derrumbé sobre la mesa llorando.

Zacarías Marco: Tejidos de escritura

[1] Texto de la presentación del libro “Un padre, seguido de Puntos suspensivos”, publicado en Arena Libros, recogiendo en una nueva traducción los dos textos que Sibylle Lacan publicó en vida.