Ataditos 9

Escrito por: Laura Estrin

Recordando a Nicolás Rosa o quién es Laura Estrin o a pesar de…¹

 Escribe un amigo de Wittgenstein, Vogelmann, en un libro que lo recuerda:

“Si me atribuyo algún merecimiento en relación con mi actividad espiritual es que he aprovechado realmente la gracia del destino de haber tenido los mejores maestros que se podían tener en esta generación y haber aprendido algo de ellos: de Kraus, no escribir; de Wittgenstein, no hablar; de Loos, no construir. Si no obstante de cuando en cuando he escrito, hablado y construido, es porque…  estos maestros mismos no han actuado de cuando en cuando según sus propias doctrinas”

Queremos recordar a Nicolás, iluminar su bárbara figura (bárbara de los barbaroi -diría él), la que vimos, la que guardamos porque nos afectó. Siempre andamos contando alguna imagen suya, algún bies de ese hombre complicado que fue Nicolás Rosa, en forma de retrato o perspectiva personal y caprichosa. Un malentendido que sigue acompañándonos en un mundo que ya no es igual al que compartimos con él.

Nicolás es un ejemplo del hombre que se consume en su propia incandescencia o en la luz de los que lo valoran: su profusión, su modo rebuscadamente ausente o exageradamente presente, era difícil de guardar y de aguantar si no media un profundo afecto. Su actuar era inopinado, sorpresivo, pero terriblemente táctico. Atraía y repelía. La perspectiva que nos quedó de él y que compone un mosaico de dispares subrayados la traemos del trato personal, continuado y muy doloroso a veces, como cuando me dijo que si yo “tenía el barrio porque lo había sabido escribir debía abandonar la investigación en la cátedra”.

Y ese fue un trato de muchos años: en sus clases, en el estudio de Aguerro con sus difíciles escaleras, donde podía recibirnos en calzoncillos y había que disimular porque él hacía de cuenta de que estaba elegantemente vestido; o en el frío e inhóspito Instituto de 25 de Mayo durante sus Seminarios donde pudo preguntarle a alguien que retorcía los dedos durante todas las clases si era pajero o decirle seriamente a una profesora que con un culo en dos Seminarios no se podía estar; o en algunas caminatas hasta el 26 o el 132 en que volvía de Puán a su casa y eran enormes escuelas de vida; o el recuerdo que tenemos de la terraza de su departamento de Valentín Gomez donde alguna vez festejamos fin de año o en el nobiliario  semipiso de Marcelo T. de Alvear que orgulloso mostraba.

Con Nicolás viajamos también a algunos congresos, como ese en que tuvimos que ir en colectivo a Río Cuarto porque se había roto o inundado o cerrado la pista para ir en avión y hubo que hablar 8 horas seguidas con él porque él quería hablar en el borde del asiento. Ese viaje lo hicimos con Oscar Blanco y de allí volvimos en un turboélice de 12 asientos terriblemente asustados todos… menos Nicolás que silencioso se durmió o simuló hacerlo y así acentuó el terror de ese viaje.

También el recuerdo viene de historias en taxis con Milita entre risas y genialidades porque salíamos de 25 de Mayo y las vueltas para que el recorrido sea coherente para llevarnos a los tres eran desopilantes, como esa vez que al bajarse Nicolás el taxista asombrado preguntó: “¿pero la señora no colabora con el pago?”. Fueron muchas horas y momentos disparatados como las de su misma muerte que solo la escritura de Milita Molina puede atrapar en “Ni en Polonia”.

Todo ese Nicolás se nos ha grabado tan fuerte que podemos intentar hacer algo con eso hoy acá, a 10 años de su muerte. Por lo que el mérito de este encuentro será el que causen algún efecto comparable al que han producido en nosotros y así al compartirlo podamos conservarlo mejor. Conservación indirecta, la única posible, a través de nuestra percepción y nuestro gusto, alentado en conversaciones con Milita y con otros amigos, bien o mal entendidas, y que han permanecido todos estos años como sustento perdurable de su presencia en nuestra  vida.

 Nicolás era una máscara, un mito de origen. Siempre repetía la importancia de la historia y la perspectiva del tiempo. Era una afectación constante. Un artistón –me dictó hace poco Milita. No podemos dar fe sobre la autenticidad que le conocimos, tampoco podemos dar fe del buen o mal gusto que tenía. Tenía ambos. Pero él creía que las apariencias no engañan, que todo era parte de una lógica de funcionamiento: se guiaba por lo que veía, por lo descriptivo. Repetía que no hay que salir de la física y de la denotación.

Y todo eso entrechoca con sus decires en entrevistas y conversaciones públicas donde Nicolás señala orondo el círculo que hizo alrededor de sus estudios su afición a la filosofía.

Nicolás señalaba una y otra cosa, iba midiendo, es indecible o indecidible definir qué pensaba exactamente pero sí cómo actuaba y qué transmitía. Nicolás era un gran modelizador. En el modo en que se acariciaba la nariz y en como movía las manos y cruzaba no simétricamente los dedos. En como pronunciaba las lenguas donde no le importaba el ridículo de decir Chespir o Ivi-Comtom-Burnet.

Le gustaba marcar lo alto y lo bajo: lo alemán, lo francés, el aparato de la corte y confrontarnos a si había o no pasiones leves; Nicolás señalaba con el dedo a los ágrafos y a los pobres de espíritu y letras. Robaba términos y situaciones de cualquier lado, a veces encuentro algunas de sus frases en autores inopinados, muchas son de Freud pero las hay de Benjamin entre otros que nunca mencionaba. Cuando Nicolás citaba un autor era porque ya no lo leía. Pero podía sacar las palabras o los giros que usaba de la calle, de la señora que limpiaba su estudio y que entendía más que muchos –según él- sin saber siquiera leer. A Nicolás le interesaba todo, podía ir de los ágrafos a Alice B.Toklas y se enternecía poco, tengo una foto de él acariciando a mi pequeña perra que es un otro Nicolás.

Nicolás Rosa podía traernos términos de su más oculta historia, de Rosario o de cuando daba clases en colegios secundarios. Nunca hablaba de su estancia en Canadá pero de Madrid y del último París en que dictaba cursos y de la Roma de su hermano hasta alardeaba alguna vez. Citaba lo que quería, tenía la gracia de llamativamente olvidarse el nombre de quien denostaba y el interlocutor debía reponerlo mientras él sonreía de haberlo desconocido.² Y si reponía nombres era para molestarnos, como cuando dijo “¿Pero quién es Laura Estrin para hablar así del curriculum de esa poeta?”; alguna vez también pudo denostar por su risa de hiena a un conocido traductor. Pero no solía criticar directamente a nadie, leía las señales sociales que siempre gritan lo real más descarnado.

Me pedía que no hiciera juicios morales sino psiquiátricos. Y comentaba “mis problemitas” como llamaba a todo lo que me mortificaba de la facultad.

Nicolás Rosa creía cuando es muy difícil creer. Hasta se declaraba heredero de la conquista y de la serie colonizadora en nuestro país –lo deja entrever en el diálogo que le grabara Milita Molina y Juan Lagomarsino allá por el 2001. Nicolás Rosa no polemizaba, estaba siempre más allá, mostrando una nimiedad, una cosita. Delgado y alto, parecía desentenderse de lo que no le gustaba, parecía no percibirlo. Era altivo, estiraba el cuello de modo semejante a como lo hace también Milita.

Aseguraba sin temor que venía de una familia “muy pobre”, con un padre taximetrista –gozaba de estas palabras viejas-, una vez desafió a quien lo escuchara diciendo MÉNDIGO y otra vez llegó a señalar muy seriamente que en su casa “eran pobres hasta las lágrimas…” Pero se desdecía rápido y afirmaba que solo tuvo una vida letrada. Repetía siempre obstinadamente: lo barrial frente a las vanguardias. Una vez me dejó muy expuesta en una clase diciendo: “ella dice que repito” y otra cuando comenté algo de los Diarios de Woolf, Nicolás comentó malicioso: “a ella como judía solo le importan los tapados que la Woolf se encarga en Londres”.

Nicolás Rosa era un hombre raro y solo: en la conversación que veremos hoy, infancia, juventud y formación son escenas solitarias siempre. Parece haberlo hecho todo solo. Nicolás borra todo. Dice que pasó de analfabeto a leer Proust. Nicolás no se engaña pero se construye como la anécdota que me contó aquella vez Libertella en que J. L.Ortíz le dice a él y a Aira, inventen pero no tergiversen.

Nicolás quería marcar paradojas, las paladeaba y lo hacía en carne propia y sobre el tapete -como le gustaba decir usando frases hechas que corría del lugar de la banalidad y la frivolidad llevándolas a lo serio, modificando la superficie de las cosas. Una primera vez nos tuvo que explicar que “tapete” era “alfombrita o paño pequeño”. Saberes de vida que las instituciones desdeñan pero luego transforman en inútiles estudios y tesis porque ese es el verdadero material de la literatura.

Nicolás Rosa en su hablar y escribir habilitaba términos personales o muy específicos, incluso le gustaban los de la ciencia, palabras siempre muy materiales, como aquel “ortocomplementario” que sólo él podía usar mayestáticamente. A veces marcaba un sentido desviado de las palabras que usaba, como en la conversación que le hiciera Milita cuando dice que fue un ser interiorizado queriendo decir que era tímido.

Nicolás fue un hombre seguro aunque era celoso, cuando yo hablaba de Luis Thonis o de Hugo Savino se enojaba un poco y cambiaba de tema y de tono o, directamente, se iba. Como dice Milita, fue “maestro del irse” una vez que dio una charla en la Biblioteca Nacional y el centro de la reunión sabía que pasaría a ser Juan Ritvo.

Se enamoraba de sintagmas y los daba a leer, a escuchar. Los saboreaba haciéndose muy rápido el desentendido del efecto que causaban. Iba en sus afirmaciones de los tamaños a lo desmedido porque la literatura es cuestión de medidas y se la conoce por sus efectos, como repetía, igual que el inconsciente, los fantasmas, los revenant o los replicantes como le gusta llamarlos citando una vieja película. Allí era cuando decía que la novela había pasado al cine… o al teleteatro.

Nicolás hablaba como pretendiendo usar las palabras por primera vez. Las gustaba, las alargaba, las miraba como nuevas y así las pronunciaba en su simple sofisticación que es dar paso a lo sencillo.  En la conversación que aquí veremos las palabras pueden ser: leer, biblioteca o Pizurno. Escuchándolo aprendimos que los nombres para él eran altisonantes lugares, decían mucho.

Nicolás transitaba como si todo fuera mito pero tenía los propios: lo judío de Proust, la frivolidad en la piel de Blanchot o ¿era de Valery?, el travestimiento del cuerpo, tal vez en Perlongher, lo imperial en Lugones y en los hermanos Lamborghini. Algunos de estos elementos están en sus escritos pero otros eran propios de sus afanes más profundos y solo aparecían en la oralidad que era lo que más lo definía cuando bajaba el tono hasta lo inaudible y voluntariamente exigía máxima atención.

Era un gran ocultador y un gran fabulador realista que iba de señalarnos el Golem y Frankestein a Bladerunner y Hormiga Negra. Con mucha seriedad, varias veces señaló que cuando era maestro de “primeras letras”, tal como le sucedió a Wittgenstein, le pegaba a los niños.

Mitos o anécdotas, género de la vejez –repetía en los últimos años, reclamando los derechos de una ancianidad que no tenía-. Nicolás pensaba cosas, inventaba otras, apretaba algunas en lo más recóndito de una cultura, de una zona o de un carácter. Era “un gran conocedor de hombres” como dijo Milita Molina de Juan Carlos Gómez, otro ser singular que conocimos.

Este Nicolás que yo cuento es el que me afectó: un impostador, un reiterador, un investido de teorías que aparecían solo cuando él quería. Nicolás era maestro de la gestualidad, estaba dominado por algunos modos del decir y del mostrarse. Era al único al que los pantalones marrones le quedaban bien. Sabía de géneros y de moda, decía que la croquiñol había acompañado a una profesora desde su pueblo natal en Córdoba a la capital de Santa Fé hasta que él logró cambiársela por un peinado más urbano. Pensaba en el dominio de lo ético y lo moral pero sobre todo ponía  y sacaba el sentido común de todo lo que lo rodeaba, de la vulgata, la doxa de la vida lo desvivía. Marcaba -lo dice en la conversación que Lagomarsino filmó- lo responsable de la escritura ensayística frente a la literatura que es irresponsable, como la novela de Podestá que nos dio a leer.

Confrontaba lo incomparable, reponía escritores inauditos como Larreta y su reconstrucción de una lengua, como Castelnuovo cuando nadie lo reconocía, hablaba de Joaquín Bas y nos hizo leer a Operación Masotta de Carlos Correas y luego se desentendió de lo que ese autor por entonces desconocido en la facultad generaba.

 Podía encontrar lírica en el barro, las luces de la vanguardia decía que  enceguecían, en ese caso, elegía bien cuando había que hablar de Borges aunque prefería siempre la construcción fantástica de Bioy.

Iba y venía en sus clases por las obsesiones y las recurrencias de su pensamiento: la caída de la representación, de lo político, del bien común, del querer ser un autor, lo que para mí buscaba hacia los últimos años. Siempre iba definiendo y a la vez separándose de todo y así lo dicho iba cobrando algún destello desdeñoso pero fuerte a la vez. Nicolás es una seguridad, un modo del goce –como dice en la entrevista-, por momentos es memoria y entusiasmo: Nicolás es una pasión y una visión injusta³.

[1] “Quien es Laura Estrin” es la frase con que Nicolás respondía a las veces en que yo rompía alguna regla y él burlón y malvado decía eso.

[2] “No simulaba ser corto de vista; pero podía adoptar, cuando las personas que estaban presentes no tenían la importancia que su vanidad hubiese deseado, esa mirada calma, pero errática, que recorre a alguien sin reconocerlo, que no se fija ni se deja fijar, que nada ocupa y que nada extravía” (D´Aurevilly, “Del dandismo y de George Brummell”)

 [3] “Visión injusta” es una expresión que tomo de Lorenzo García Vega que Hugo Savino destacó en uno de sus escritos.

Columna: Ataditos

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