Atadito 12. “En Volinya no quedan ya abejas”. Sobre las crónicas de Svetlana Alexiévich

Escrito por : Laura Estrin

Leo al sol. Inaguantable. Aguanto. Leo un libro de guerra, una crónica de las mujeres rusas en la Segunda Guerra. Es un tono que lleva. Leo una vez más una crónica de guerra rusa. Es uno de los libros de la Premio Nobel Svetlana Alexiévich. No hay otros lecturas para mí que los escritos al borde. No hay otros libros que pueda aguantar. Ese es el sin retorno de la literatura. Entre los anaqueles de Gambito, Fulvio y yo, sin querer, en silencio, aquella tarde, acordamos en que no soportamos más eso que llena las librerías. No podemos leer sino es aquello que escucha lo difícil de decir.

 El libro de Chernobyl de la misma Svetlana Alexiévich me quedó sonando semanas cuando hace años lo leí. La muerte suena en sus registros, la vida suena en la literatura, el horror de un Estado que se tragó a su pueblo suena inapagable en muchas de estas obras. Rusia sabía que mandaba miles al infierno luego de la estampida de la central nuclear. Stalin sabía que los soldados no tenían armas y que eran solo cuerpo frente a los blindados alemanes. Lo siguió haciendo. Lo habían hecho antes: con la colectivización, con el hambre de Ucrania, con el horroroso Canal Blanco pavimentado de huesos del Gulag. Todos los Estados lo hacen, el poder lo hace.

 En el libro que leo, La guerra no tiene rostro de mujer, se anota que por sobre la vida de los hombres estaba Rusia, una madre que para esas hermanitas lo valía todo. Hermanitas les decían los heridos a las enfermeras que los ayudaban, reteniendo algo del término ruso con que éste las llama. Y las palabras de estos libros saben de la vida y de la muerte que otros no quieren saber. Ni allá ni acá. Y la literatura, su registro y su escritura, es justo lo inverso: es lo poco, es lo perfecto, es eso que se dice porque alguien escucha y anota. Gracias a los que hablan, dice Zelarayán; Ajmátova lo escribió también en primera persona en Réquiem: sí puedo contarlo, aunque de ella los sordos de toda sordera dicen que no tiene yo.

 No puedo abandonar más estos libros, los que no tienen que definir lo real. No hace falta: son reales. Lo que Murray dice que se niega a ver el vanguardista profesional, que es como el profesor y el alumno profesional, esos negadores que no leen porque leer asusta, porque leer es escuchar más lo difícil de decir. «Un muerto pesa más que un vivo» -dice la pequeña técnica de enfermeras, testigo de Alexiévich. Saberes es lo que esta literatura trafica, deja oír saberes que nadie quiere oír. Esa es la guerra con la que la definió Mandelstam. Un tipo que no tuvo escritorio y murió con un mendrugo en la mano como miles de los que fueron a las guerras en Rusia. Con estos libros y estos autores uno evita leer porquerías, poéticas inútiles, gratuitas, incluso sobre esas mismas guerras.

 Un historiador le cuenta a Alexiévich que en el ejército soviético hubo un millón de mujeres, que en la guerra nació el femenino de algunas palabras como conductor de carro de combate, infante, tirador. Y el libro, igual que Caballería roja de Bábel, esas crónicas sobre la Guerra Civil donde Budioni aparece tanto como en estas páginas, tiene un Diario donde la autora anota que Rusia toda es hija de guerras en el XX: “No conocíamos el mundo sin guerra, el mundo de la guerra era el único cercano, y la gente de la guerra es la única gente que conocíamos. Hasta ahora no conozco otro mundo, ni otra gente”. Y apunta que la guerra es muerte, es sangre inabarcable y silencio y vacío, la crónica de guerra no tiene mensaje, no tiene aprendizaje, una y otra vez se vuelve a matar. Y algunos pueden preguntar si Alexiévich es una autora. Ella les responde: “Estuve buscando… ¿Con qué palabras se puede transmitir lo que oigo? Yo buscaba un género que correspondiera a mi modo de ver el mundo, a mi mirada, a mí oído”. Solo me importan estos libros, los que me hacen seguir anotando. Los que me sacan de las orejas –como me decía Irina- de la escritura malsina de hoy.

 Alexiévich dice que la guerra que narran las mujeres no tiene heroísmo, “tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana”. Alexiévich dice: “El sufrimiento justifica nuestra vida, dura y torpe. Para nosotros, el dolor es un arte”, ¿todavía tienen ganas de preguntar si soy trágica? La tragedia es un plus de conciencia, el drama sin atenuantes -como dijo Sánchez. Alexiévich sabe que esto es cosa de uno en uno, de lo que puede uno o no puede uno, como las preguntas de Dostoievski. Pero leen otro Dostoievski, como evidentemente yo leo otra Tsvietáieva y otro Platonov: el desacreditador aquí queda acreditado. Algunos se consuelan con las novelas de Grossman, otros siguen con el registro de Shalamov.

 Quien dice como esta rusa que el ser humano es más grande que la guerra no es un humanista, es alguien que sigue viviendo, que sigue leyendo-escribiendo-preguntando. Y la rusa dice que ese universo no tiene regreso: de allí se vuelve con cosas inaguantables, por eso una de las soldados cuando volvió del frente habló dos años seguidos pero nadie escuchaba, más: la mandaban a callar, le decían que la guerra de ella no era la verdadera, no tenía ilación, que contaba pequeñeces. Las mujeres supieron siempre que los dos primeros días en que los rusos entraban en las aldeas alemanas, cuando hacia el ´44 se invierte la retirada de uno y otro ejército, saqueaban y violaban; las mujeres zapadoras, aviadoras, guerrilleras, recuerdan viva y dolorosamente que fueron recibidas a su regreso en sus ciudades como las putas del frente, que eran la vergüenza de la familia. Aléxievich dice: “Los documentos son seres vivos, cambian, se tambalean junto a nosotros, son una fuente de la que siempre se puede extraer algo más”. Para las mujeres de la guerra los sentimientos eran la lógica y la dialéctica de la narración, el alma a contar. Y claro: cuentan la guerra la a gritos y lágrimas, lo que un oído profesional no aguanta. El oído profesional quiere que se mantenga el nivel teórico, sobre todo eso. Eso le pidieron a Babel y por eso se declaró maestro del silencio.

 Igual que para Babel, para estas mujeres matar era difícil. Porque el dolor es prueba de vida. “La literatura rusa en su totalidad habla de esto. Se ha escrito más sobre el sufrimiento que sobre el amor” y Alexiévich también se enfrentó en sus más de 20 años de escucha trágica a la pregunta de los pelotudos: “¿Quiénes eran los que sufrían: rusos o soviéticos?”.

 Alexiévich no juega a la memoria: “… nuestra memoria no es un instrumento ideal. No solo es aleatoria y caprichosa, sino que además arrastra las ataduras del tiempo”. Esa Rusia, como casi nadie, entendió: “Aún no sabíamos (o habíamos olvidado) que la revolución es siempre una ilusión, sobre todo en nuestra historia… me dan pena los que leerán este libro, y los que no lo leerán también…” Esta literatura, esta escritura, no juegan a la totalidad, la van haciendo como el granito de arena al desierto con el recuerdo mordaz, por eso los censores fueron y vinieron sobre este texto y la autora anota lo que le cercenaron, por ejemplo: “De la guerra no recuerdo ni gatos, ni perros. Solo recuerdo ratas. Ratas grandes… Con unos ojos de color amarillo y azul… Las había a mares…”

 Estas crónicas se acercan mucho a Viaje sentimental de Shklovki, donde las mujeres y los hombres vivían como hermanos porque la tragedia se llevaba toda otra marca distintiva. Alexiévich como Chejov repite una y otra vez la tragedia del hombre pequeño. Sí, la de El Jinete de Bronce, pero Pushkin todavía era un señorito y recién con Chejov el hombre pequeño es nuestro vecino. Aunque en Pushkin ya está la pregunta sobre la mujer que va a la guerra, Alexiévich la recuerda y además cuenta lo que excluyó de su libro, es decir, que su crónica tiene materiales que como pidió Pasternak no se pueden ordenar, están allí aunque ella misma no supiera qué hacer con ellos.

 Alexiévich así toca todas las crónicas rusas, del XIX y del XX, donde la muerte anda por la vida. E igual que en ellas la naturaleza y los animales contrastan con los humanos: los caballos desde Relatos de un cazador traen a sus muertos a cuestas, como en Eduardo Wilde. ¿Se me permitirá seguir comparando lo incomparable?

 Alexiévich incluye al Gulag en su relato porque Sibería dio muchos soldados a la guerra y luego los recibió: todos los que lucharon en el extranjero y luego regresaron, fueron condenados a 10 años de trabajos forzados por enemigos del pueblo, todos los que no alcanzaron a suicidarse antes, que fueron muchos. Alexiévich cuenta que no se extenderá mucho en una testigo que le dijo: “Toda mi vida he enseñado historia… Y jamás he sabido cómo contarla.” Ese que no sabe, ese que no es profesional de las ideas es el verdadero testigo porque “la retórica quedó diluida en la materia viva de los destinos humanos… Resultó ser la sustancia más perecedera de todas. El destino es cuando detrás de las palabras sigue habiendo una voz real”.

 Tampoco se trata del Mal ni de la Historia, esos pensamientos grandilocuentes que la literatura desbarata, lo que sorprende para siempre en estos libros es que le salgan las muelas de juicio a las soldados en el tren que las devuelve a las aldeas; que en la guerra crezcan porque son aún niñas cuando parten, que a los 17 años, los años que tenían casi todas, encanecieran en el primer combate; que sufrieran infartos que cicatrizaban solos, igual que las úlceras o que dejaran de llorar porque para hacerlo hacen falta fuerzas.

 La guerra que retrata Alexiévich es múltiple: hombres puros y ciegos a la vez, educados en la Idea de la vida por la patria/Stalin vivían realidades contrapuestas y creyeron que jamás olvidarían pero algunas cosas se olvidan aunque reverbera el rezo y las palabras sencillas que la utopía intentó siempre eclipsar. Al igual que Los que susurran de Figes, este libro conserva voces y hombres de otra era, creyentes sociales que vieron el horror de las purgas continuas pero lucharon igual. Para ellos la guerra no terminó aunque se les mintiera descaradamente desde el comienzo: “En adelante me topé a menudo con estas dos verdades conviviendo en la misma persona: la verdad personal, confinada a la clandestinidad, y la verdad colectiva, empapada del espíritu del tiempo”. Y en un mundo en que nadie conoce más allá de sus abuelos –como dice la autora, esta historia de pequeños relatos terribles suena como una tromba: la guerra es un ánimo especial y muchos enloquecieron o tuvieron hijos locos, lo que se ve en “Stalker”; “el precio que el pueblo soviético tuvo que pagar por la Victoria, aquellos veinte millones de vidas humanas perdidas en cuatro años, es un dato desconocido” –acierta una sargento de artillería, porque todos iban con las palabras de Erhenburg: “¡Mata!” y las mujeres aprendieron: “recordar asusta, pero no recordar es aún más terrible” y “Vista con nuestros ojos. Con ojos de mujer… (Esta guerra) Es horrenda. Por eso no nos preguntan” –dice otra mujer soldado.

 Alexiévich nos pone otra vez en la nostalgia rusa donde el tiempo es recuerdo y las palabras tienen contundencia e infinita elocuencia –como dijo Shklovski-: sentido. Tienen la presencia inaudita de los miembros que duelen luego de amputados, donde no hay misterios ni dialéctica sino la dimensión de personas concretas y en eso Irina Bogdaschevski nos lo intentó explicar cuando decía que el hombre ruso cree que amar es más fuerte y terrible siempre, incluso un amor-comprensión que ni se le niega allí a los dictadores y asesinos.

 A medida que avanzamos en la lectura vamos más rápido y, a la vez, tomados por el horror narrado, que se repite, que repite muchas cosas que hace años leemos. Así una enfermera le dice a la autora: “Anótelo, incluso si ya se lo han dicho” y “Los cañones, a diferencia de las personas, no aguantaban”. Esa guerra de este modo escrita-recordada no es tan espantosa ni tan bonita -eso dice una cirujana militar, pero es peor: es un lugar al que se vuelve siempre, un lugar eternamente multiplicado como el océano pensante de “Solaris” porque a todos les devuelve la juventud que allí transcurrió y simultáneamente les ha quitado ese tiempo. Los testigos no aciertan a saber qué les pasó, qué traen de allí: traen silencio, que es un hablar sin parar, traen soledad, que es sufrimiento o el destino que tuvieron; aquello “no es ni la vida ni la verdad en su totalidad” pero seguro es un camino hacia algo parecido, un epígrafe común – dice Alexiévich hacia el final del libro. Algo difícil de explicar pero atisbado si uno lee esos libros durante muchos años.

 Parece que Hitler repetía lo que alguna vez dijo Napoleón de ellos: “Rusia no combate según reglas”. Así la historia es más que hechos ordenables: son entierros, son amores en el frente, son corazones múltiples ya que no hay un corazón para matar y otro para curar a un soldado enemigo, no hay uno para el amor y otro para el odio por lo que entonces hay que salvar al único que se tiene, así lo anota el último registro que hace Alexiévich. El destino fue saber que algunos volvieron del frente para ir a Siberia y había que seguirlos esperando muchos años más, es la frase de un cabo mayor de Guardia con que se elige cerrar el libro: “Los pájaros pronto olvidaron la guerra”, tan singular como la de Babel en Caballería roja: “Compadezco a las abejas. Las han destrozado ambos ejércitos contendientes. En Volinya no quedan ya abejas” (“El camino de Brody”).

Columna: Ataditos

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